Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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__Una bala -dice-. La única vez que me hirieron, pero supongo que con una vez es suficiente. La bala entró por un lado y salió limpiamente por el otro.

– Hostia.

– No; en realidad no sentí nada. Sólo me arrancó un puñado de nervios. -Cubre su pellejo natura! con el traje de látex y vuelve a abrocharlo en su lugar-. También me hizo polvo las glándulas odoríferas. Un par de médicos dinosaurios del hospital del condado pensaron que era mejor quitarlas que intentar colocarlas nuevamente en su sitio.

«Durante un tiempo llevé esas cápsulas aromáticas unidas a una batería. Funcionan como esos cazos para cocinar a fuego lento, ¿las conoces? Mi esposa las tiene por toda la casa. Los médicos conocían a un Diplodocus farmacéutico, y éste las preparaba para mí. El tío decía que las hacía regularmente, pero según mí esposa olían a monedas viejas de cinco centavos. Yo no sabía de qué cono estaba hablando… ¿Monedas viejas? Sin embargo comprendí el significado; simplemente no olían… bien, ¿sabe? Es mejor continuar sin ellas y aceptar las cosas como vienen.

– Lo siento -le digo, ignorando cuáles son las condolencias apropiadas por la pérdida de la producción de feromonas. Me pregunto si existe alguna tarjeta de marca de pureza.

– No tiene importancia -dice con indiferencia-. Lo único es que debo cuidarme de los dinosaurios que piensan que no soy lo que realmente soy, ¿sabe?

– Sí, claro. -Y ahora que ya estamos en un terreno más familiar…-. Oficial -Don-, oficial Don, en cuanto a mi exceso de velocidad, realmente siento mucho que…

– Olvídelo -dice, rompiendo la multa. El confeti cae al suelo en una pequeña lluvia, pero dudo que se multe a sí mismo por arrojar basura en la autopista.

– Gracias -digo, cogiendo su garra y sacudiéndola con auténtica gratitud-. Tenía tanta prisa por llegar a la reunión del Consejo que…

– ¿Ha dicho una reunión del Consejo?

– En Valle de San Fernando. Voy con retraso.

– ¿Cuánto retraso?

– Un día aproximadamente, minuto más o menos. -¡Bien, qué diablos! -exclama-. Tendremos que conseguirle una escolta.

Quince minutos más tarde llego a la gran casa irregular de Harold Johnson, en Burbank, acompañado de tres coches-patrulla y dos unidades motorizadas. Es realmente una sensación poderosa recorrer las calles a toda velocidad, con las sirenas ululando y las luces parpadeando en los techos de los coches. Puedo entender cómo ese torrente de adrenalina podría llevar a circunstancias muy desagradables. En este momento estoy dispuesto a romper unas cuantas cabezas y no hay ningún verdadero criminal a la vista.

Les agradezco a los oficiales de policía su cooperación, todos ellos dinosaurios, y les deseo buena suerte mientras me dirijo con el coche por el camino de guijarros que lleva hasta la puerta principal de la casa de Johnson. El felpudo de bienvenida debe de tener debajo una placa sensible a la presión, ya que mucho antes de que mi mano llegue al timbre me encuentro delante de la inquieta señora Johnson, su metro sesenta y sus ciento veinte kilos contenidos en un disfraz apto para un máximo de ochenta kilos. Necesita un disfraz nuevo, j y pronto… Un banana split más, y el disfraz actual estallará bajo semejante presión. Sus manos tiemblan de miedo y lanza rápidas miradas al jardín, a la calle, al vestíbulo.

– Vayase -implora-. A Harold no le gustará nada todo esto.

– No tiene por qué gustarle -digo-. Sólo dígale que estoy aquí.

Ella mira a su espalda, hacia la puerta que comunica con el sótano. Incluso desde donde estoy puedo imaginarme los gritos y los incesantes rugidos.

– Por favor -implora-. Se pone furioso conmigo.

Apoyo una mano sobre el hombro de la señora Johnson siento que la carne apretada debajo del frágil traje de látex clama por salir de su encierro.

__No hay ninguna razón para que se enfurezca con usted…

– Pero es así, es así. Usted ya conoce su carácter…

– ¡Oh, lo conozco! Pero ahora quiero que baje al sótano y le diga que suba a verme.

Otra rápida mirada hacia la puerta, como si tuviese miedo de la madera.

__¿Por qué no baja usted? Estoy segura de que a todos les encantará verlo de nuevo.

– SÍ me presento sin ser anunciado, me atacarán antes de que usted pueda decir unidad de cuidados intensivos, y entonces tendrá a un velocirraptor muerto en las manos. ¿Es eso lo que quiere, señora Johnson?

Lentamente, cautelosamente, la señora Johnson se vuelve y echa a andar hacia la puerta que comunica con el sótano como si fuese un recluso que recorre su último kilómetro. Un momento después desaparece en el sótano. Yo espero en la puerta abierta.

Un estruendo, un grito, una multitud de gruñidos que hielan los huesos. Las praderas del Serengeti han sido trasladadas al sótano de Johnson. Mientras paseo la mirada por el vestíbulo, empapándome de la absoluta falta de encanto suburbano, la puerta de madera se abre de par en par, golpea contra la pared y se rompe en dos partes; desencajados los goznes, cae pesadamente sobre el linóleo.

– Harold, sé lo que estás pensando… -comienzo a decir, antes incluso de que aparezca su corpulenta figura por el hueco de la puerta-, y tienes que darme una oportunidad.

No lleva disfraz. La cola está en posición de ataque, y su enorme cuerpo tiembla de ira, de odio.

Ninguna palabra humana que yo haya oído alguna vez sale de este brontosaurio mientras se prepara para lanzarse sobre mí, con la cabeza metida entre los hombros y los brazos apretados con fuerza contra los costados del cuerpo. De sus fosas nasales deberían estar saliendo sendas columnas de vapor. Detrás de él alcanzo a ver a la señora Johnson, que se escabulle rápidamente del sótano en dirección a la cocina, como una cucaracha cuando se encienden las luces.

– Espera…, espera…, tengo todo el derecho de estar aquí -anuncio.

– Tú… no… tienes… ningún… derecho.

– Soy miembro del Consejo.

– Tú… fuiste… rectificado.

No me gusta la forma en que pronuncia cada palabra Aunque Harold nunca ha sido precisamente un orador que te dejara asombrado en los debates, la amenaza en su voz es inconfundible.

– Sí, sí, fui rectificado, vi los papeles, todos lo sabemos. Me expulsaron del Consejo, perfecto.

– Entonces lárgate… antes de que te corte la cola…, la… garganta.

Y es entonces cuando saco mi as de la manga. -Pero nunca firmé esos papeles.

– ¿Y qué si no los firmaste? -pregunta, y ahora he const guido que hable sin hacer pausas entre las palabras.

– Echa un vistazo a las reglas -digo-. Si no he firmado los papeles en presencia de al menos otro de los miembros del Consejo, entonces no es oficial.

– Y una mierda que no es oficial. Echamos a Gingrich hace tres años -tú estabas presente-, y él no firmó nada.

– O sea que, técnicamente, sigue formando parte del Consejo. Nadie hace cumplir ya esa regla, pero está ahí desde tiempos inmemoriales. Adelante, esperaré.

Y eso es exactamente lo que hago mientras Harold, un escrupuloso guardián de las normas, regresa al sótano para examinar alguna regla antigua que espero no haberme sacado del agujero del culo. Diez minutos más tarde oigo sus sólidas pisadas subiendo la escalera. Son pesadas, lentas… derrotadas.

– Puedes bajar -masculla, asomando apenas la cabezi desde el final de la escalera.

Un momento más tarde me recibe y me saluda un coro de silbidos y gruñidos cuando los catorce representantes del sur de California de las especies de dinosaurios que aún quedan me dan la bienvenida con los brazos cerrados. Ninguno de ellos lleva disfraz y caminan por el sótano en un estado de autonomía desnuda. Las colas chocan entre sí mientras serpentean libremente por el suelo, y me alegra comprobar que no hay manchas de sangre en las paredes… todavía. Harold ha tenido una idea muy astuta al colocar grandes trozos de plástico sobre los sofás, las sillas, las mesillas de café, para proteger sus muebles de las manchas cuando comiencen a volar cosas a través del sótano. Y en las reuniones del Consejo, tarde o temprano vuelan cosas.

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