Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Está Parsons, el estegosaurio, un contable de una pequeña empresa del centro de la ciudad, y Seligman, el representante de los alosaurios, un abogado importante de Century Citv. Oberst, el Iguanodon dentista, me lanza una mirada de reojo, y el tiranosaurio Kurzban, una especie de profesor de psicología evolutiva en UCLA, prefiere ignorar mi presencia por completo. Pero no todos son profesionales: la señora Nissenberg, nuestra representante Coelophysis, cuyo nombre de pila nunca puedo recordar, es un ama de casa y una extraordinaria tejedora de colchas artesanales, y Rafael Colón, un hadrosaurio, es un perdedor incurable, que se cree actor porque intervino fugazmente en algunos capítulos de «Corrupción en Miami» cuando la serie necesitaba criminales despreciables. Y, naturalmente, está Handleman, el representante de la población Compsognathus, y una reunión del Consejo no estaría completa sin uno de sus representantes para que todo sea mucho más penoso.

– ¿Por qué estás aquí? -chilla-. ¡Nosotros te expulsamos!

– Realmente no ha sido muy inteligente -murmura Seligman.

El nuevo representante velocirraptor, Glasser, según se lee en la identificación que lleva torpemente sujeta a su pecho escamado -un tío alto, con un bonito bronceado-, se acerca y me extiende la mano.

– Gracias por cagarla, compañero -dice con un leve acento australiano-. Sin rencor, ¿eh?

– No te preocupes -contesto.

Pero el resto de ellos están muy preocupados. Gritan que abusé de sus fondos, que abusé de su confianza, que abusé del poder del Consejo en mi beneficio por motivos egoístas, y no puedo discrepar de ninguno de ellos.

– Tenéis razón -digo- todos vosotros. Ciento por ciento correcto.

Pero ninguno de ellos siquiera tiene la intención de escuchar lo que estoy diciendo hasta que Harold hace sentir todo el peso de su cuerpo y su poder. Su cola se mueve pesadamente mientras camina por fa habitación y alcanza a la señora Nissenberg en la mejilla. Ella lanza un grito de dolor, pero nadie parece advertirlo y tampoco importarle.

– Son las reglas, damas y caballeros. Las reglas. Vivimos según esas reglas, y aunque algunos de nosotros como individuos elijamos ignorarlas -una dura mirada en mi dirección-, este grupo no puede hacerlo. Si las reglas dicen que el velocirraptor puede quedarse, entonces el velocirraptor puede quedarse.

Se reanudan las discusiones, el debate se acalora por momentos, y yo levanto la mano para imponer silencio. Nadie me hace caso, de modo que decido gritar.

– ¡Un momento! ¡Un momento! No quiero quedarme.

Esto hace que se tranquilicen lo suficiente como para que yo pueda lanzar mi ultimátum.

– Haré un trato con vosotros. Hay cierta información que en este momento tenéis en vuestro poder y me gustaría estar aquí cuando sea presentada.

Una penetrante mirada de Harold. Él sabe de qué esto hablando.

– ¿Cuándo pensabais tratar ese… tema? -pregunto.

– Consta en el orden del día como un tema nuevo, de modo que… mañana en algún momento.

Y esto es lo que ellos consideran una reunión de urgencia.

– ¿Qué os parece esto?: tratad ese tema ahora, ya mismo. Dejad que me quede aquí hasta que hayáis acabado, y luego firmaré esos papeles y no volveréis a verme nunca más.

– ¿Nunca más? -preguntan al unísono.

– Desapareceré como si hubiese sido un mal sueño.

Un murmullo eléctrico se eleva desde el grupo.

– ¿Podemos pensarlo durante un minuto? -pregunta Harold.

– Treinta segundos -contesto-. Tengo un poco de prisa.

Este grupo sería incapaz de resolver si respirar o no en sólo treinta segundos y menos aún procesar mi propuesta, pero después de una breve serie de mociones y llamadas al orden, mi ultimátum tiene respuesta. Harold se dirige al pie de la escalera que lleva a la planta baja de la casa y llama a su querida compañera.

,__¡María! -Y después de que pasen unos momentos sin que nadie responda-: ¡María!

– ¿Sí, Harold? -llega la atemorizada respuesta.

__Dile al doctor Solomon que baje.

Harold se vuelve hacia el grupo, y se dirige a nosotros como si fuésemos una sola persona.

– Ayer por la mañana recibí cierta información que pensé que el Consejo podría encontrar interesante. Sugiere nuevas preguntas acerca de una vieja cuestión, añade un giro que no estoy muy seguro de creer. Aún no dispongo de todos los detalles, pero pronto los conoceremos.

– ¿De qué se trata? -grazna Handleman, y todos le decimos que cierre el pico.

– Antes de compartir esta información con todos vosotros, permitidme que os diga que, a pesar de las potenciales implicaciones que esto pueda llegar a tener, todo el mundo deberá guardar la calma, y quizá podamos alcanzar una solución en un tiempo razonable.

¡Ja! Ya estaré muy lejos de aquí antes de que hayan decidido siquiera el orden en que intentarán matarse los unos a los otros.

Harold Johnson se dirige hacia Oberst y Seligman, avanzando como si fuese un pato gigantesco. Los dos dinosaurios retroceden mientras Harold se acerca a ellos; se colocan espalda contra espalda y sitúan sus carretones en círculo para defender su territorio. Lanzando a los representantes de alo-saurios e Iguanodon una mirada de desprecio, Harold pasa junto a ellos en dirección a un archivador colocado debajo de un viejo escritorio. No alcanzo a ver lo que está haciendo, pero puedo oír los ruidos de varias cerraduras que se abren y le permiten el acceso a los tesoros que hay en el interior.

Regresa al centro de la habitación llevando bajo el brazo un grueso fajo de papeles sujeto con numerosas gomas elásticas de colores. Los bordes de las hojas están chamuscados; algunas se han convertido casi en cenizas. Unos copos negros caen al suelo.

– Esto es sólo aproximadamente el uno por ciento del material original -dice Johnson, sosteniendo el envoltorio en el aire para que todos lo veamos-. El otro noventa y nueve por ciento se ha perdido. Se quemó durante el incendio declarado en un club nocturno en algún momento de la semana pasada. El dueño del club murió en el incendio.

– ¿Murió? -pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.

– Esta mañana -dice Johnson-. Recibí una llamada hace unas horas.

Experimento una extraña sensación de pérdida; aunque nunca conocí personalmente a Donovan Burke, en los últimos días había llegado a comprender a ese velocirraptor. Había tenido acceso a sus gustos, sus aversiones, sus relaciones, tanto morales como de otra naturaleza. Sólo puedo esperar que Jaycee Molden tenga cerca un hombro fuerte cuando se entere de la noticia.

– Pero estos documentos -Johnson agita pretenciosamente el paquete como si fuese McCarthy blandiendo su famosa lista negra, y íos bordes arrugados crujen en el aire son mucho más importantes que la vida de cualquier dinosaurio. Fueron encontrados en el fondo de una caja de cartór que había sido escondida en el almacén del club nocturno.

»Aparentemente pertenecen al doctor Emil Vallardo, el dinosaurio genetista que trabaja en Nueva York. Contienen información acerca de sus… experimentos de mezcla de especies.

«¡Eureka!», quiero gritar. Por esa razón Judith McBridt negó que había invertido dinero en el club nocturno de Donovan. ¡Era Vallardo quien corría con todos los gastos! Aun así, poner la pasta para un club nocturno en el otro extremo del país sólo para ocultar allí algunos documentos parece una distancia demasiado grande para proteger un experiment que ya ha sido profusamente documentado por los Consejos.

– Y esto -dice Johnson, que sostiene ahora en el aire un pequeño frasco de cristal y extiende sus dedos regordetes sobre la superficie transparente- es lo que encontraron en una caja de seguridad oculta debajo de las tablas del piso.

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