A Sarah, que sonríe ahora con dulzura mientras nos colocamos en posición para volver a besarnos, no parece importarle en absoluto mi cuerpo natural, y traslada su atención a la zona que hay debajo de la cintura. Sus manos se aceleran, pasando de la fase sensual a la frenética, mientras me quita el cinturón y lo arroja por el aire. Cremalleras que ahora se bajan, botones que saltan, pantalones que vuelan hacia la pila que hay en el suelo; echo la casa por la ventana, cuidando de no arrugar nada, de no romper nada, mientras manipulo torpemente botones, y cintas, y presillas. La ropa femenina, aunque un verdadero incordio, es infinitamente más delicada que la nuestra, y tengo que hacer un esfuerzo para no desgarrar la tela que cubre su cuerpo con una mezcla de frustración y anticipación.
No sé exactamente cómo o cuándo pasar a la cama, pero cuando mis ojos se abren después del beso más satisfactorio y profundo que estos labios hayan tenido nunca el honor de experimentar, me encuentro abrazado a Sarah encima del edredón verde y azul, desnudo como el día en que me puse mi primer disfraz.
Sarah también está desnuda, y quita el aliento. Literalmente, después de unos momentos de contemplar cómo su elástico cuerpo se contorsiona anticipando lo que vendrá, me veo obligado a abofetearme para respirar. Sarah atrae nuevamente mi rostro hacia el suyo y coge mis mejillas entre sus delicadas manos; las uñas acarician mi piel exterior, pero aun así, ¡oh!, la sensación es tan deliciosa. Rodamos sobre la cama, moviéndonos como un solo cuerpo mientras me preparo para traicionar a mi especie de la forma más maravillosa que pueda imaginarse.
Un dinosaurio hembra -y la mayoría de los machos, imagino- enfoca el sexo de un modo muy racional y práctico. El acto en sí mismo es tratado casi como una obligación, no para con su amante, su pareja o su feminidad intrínseca, sino para con la propia especie. Es como si hubiésemos sido incapaces de abrirnos camino desde debajo del pulgar de las urgencias animales básicas a pesar de unos buenos cientos de millones de años de evolución. Cuando llega el momento de procrear (o al menos de pasar por sus etapas), llega el momento de procrear, y pobre de la criatura que intente impedir que un dinosaurio hembra consiga sus propósitos.
Pero más allá hay todo un mundo, ahora lo sé; hay un nivel más profundo del que pueda proporcionar cualquier manual tántrico. ¿Cómo he podido vivir tanto tiempo sin esto?
En el pasado, naturalmente, no tuve ninguna experiencia fuera de mi propia especie, y en consecuencia ninguna pista de que algo faltase en la ecuación. Pero ahora, mientras muevo mi cuerpo con el de Sarah, mi piel disfrazada casi invisible a mis sentidos hiperextendidos, me doy cuenta de que este acto representa mucho más, que existe un elemento de sensualidad que nunca había experimentado. Con los dinosaurios, la carne cruje y gira, y la piel se frota ásperamente en una capa caliente de fricción. Con los seres humanos -con Sarah-, la carne se expande, se hincha, se condensa, en una ondulación única. Mientras penetro y me retiro de su cálida abertura, con mi congestionado miembro tenso contra los límites de la extensión de látex, tenso dentro de los límites de mi nueva amante, ella se mueve conmigo, y nuestras energías se funden en una gran ola de movimiento y calor. Con los dinosaurios, los sonidos son chillidos y gemidos, bramidos a la religión del placer. Con Sarah son suaves murmullos y latidos sincopados, delicados jadeos y susurros a la noche. No me siento en absoluto culpable.
Cuando acabamos, cuando estamos agotados, cuando nuestros brazos caen a nuestros lados, exhaustos por haber permanecido abrazados tan estrechamente, reúno mis últimas energías y coloco el brazo debajo del frágil cuerpo de Sarah para acurrucaría contra mi pecho. No es de machos acunar así a una hembra, pero mi habitualmente ubicuo sentido de la timidez ha abandonado el edificio, expulsado durante toda la noche como un gato molesto.
Mirándonos el uno al otro, sin pronunciar una sola palabra, con las miradas entrelazadas, las pupilas aún dilatadas en la oscuridad de la habitación y sus iris verdes resaltando magníficamente contra la cascada de pelo rojo que cae sobre sus mejillas, soy incapaz de impedir que mis manos vaguen libremente; recorro su cuerpo en un viaje a través de lo desconocido. Acaricio su pecho y pellizco ligeramente el pezón con las puntas de los dedos. Nunca había tocado el pecho de un ser humano antes de esta noche, y lo encuentro extrañamente firme y sensual.
Hacemos nuevamente el amor. No sé de dónde saco la energía, pero si alguna vez localizo esa fuente, podría poner un negocio con una patente de movimiento perpetuo.
Uno de nosotros debe hablar primero. Supongo que para ella es posible vestirse en silencio, besarme y marcharse de mi apartamento sin decir una palabra en todo ese tiempo; supongo que sería romántico, fantásticamente romántico tal vez. Pero alguien tan bocazas como yo no puede permitir que eso suceda. Y aunque me encojo cuando el investigador privado que tiene alquilado un espacio en mi mente se levanta y pide hablar con el casero, yo también tengo algunas preguntas que hacer.
– ¿Qué tal el vuelo? -comienzo.
Sarah aún está desnuda, extendida a lo largo de la cama; yo he cubierto mi cuerpo disfrazado con la sábana. Tengo frío, mi circulación es pobre. Realmente tendría que ver a un médico.
Ella se echa a reír; es una risita aguda que me incita a saltar sobre ella y comenzar todo otra vez a pesar de la extraña comezón que siento en la cola y en las extremidades inferiores. Espero que esos repetidos movimientos de embestida no hayan dañado la faja; en cuanto me sea posible debería correr al cuarto de baño para comprobar el aparato. Una faja rota puede provocar graves problemas circulatorios, que a su vez pueden causar una pérdida temporal, y en algunos casos permanente, de sensibilidad en las zonas afectadas.
– ¿Qué tal el vuelo? -repite Sarah, apartándose el pelo de la cara-. ¿Eso es lo que quieres preguntarme?
– Me imaginé que te lo preguntaría en algún momento. Y éste es tan bueno como cualquier otro. Le doy un beso en la nariz. -El vuelo estuvo bien -dice ella-qué película vimos?
– Me encantaría saberlo. - Espartaco.
– ¿No es una película un tanto vieja? -Era un avión viejo. Además, ocupó la mayor parte del viaje. -Bosteza, se estira, y veo que sus músculos se tensan por el esfuerzo-. Ahora ya puedes preguntarme lo que realmente quieres preguntarme, que es por qué estoy en Los Ángeles. -Bueno…, pues ahora que lo mencionas… -Tengo un pequeño trabajo para cantar. -Un trabajo para cantar. Me muestro escéptico.
Sarah baja la vista y desliza un dedo por mi pecho. -¿No me crees?
– No es que no te crea -digo-. Es sólo que pensé que tal:| vez… -Pensé que tal vez ella había recorrido todo este camino sólo para verme. No puedo acabar la frase; apesta a feminidad.
– Encontré un mensaje en mi contestador cuando regresé de tu hotel. Mi agente me consiguió un pequeño trabajo en un estudio para cantar como música de fondo en un álbum de B. B. King. Hemos estado grabando todo el día.
– ¿Y luego decidiste venir a verme? ¿De modo que soy secundario?
Sarah me hace cosquillas; es una guerra relámpago viciosa, que me envía rodando a través de la cama antes de que pueda montar mi contraataque. Pronto nos estamos besando otra vez como dos adolescentes que se dan el lote en el sofá de la sala de estar antes de que los padres de ella lleguen a casa.
Permanecemos unos minutos en silencio, abrazados, deleitándonos con el perfecto ajuste de nuestros cuerpos. Estamos hechos a medida el uno para el otro.
– ¿Cuándo regresas a Nueva York? -pregunto.
– Tengo un billete abierto -dice Sarah-, pero se supone que la grabación termina pasado mañana. -Siento una mano que presiona mi rodilla disfrazada. Se mueve hacia arriba, en dirección a esa mezcla de fibras sintéticas que representan mi muslo. Siento un intenso hormigueo en la cola, y no sé si se debe sólo a la falta de circulación-. Por supuesto, podrían persuadirme para que me quedase.
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