Tana French - El Silencio Del Bosque

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La tarde del 14 de agosto de 1984, tres niños de doce años, Jamie Rowan, Adam Ryan y Peter Savage, saltan el muro que hay al final de la calle donde viven en la pequeña localidad de Knocknaree, en el condado de Dublín, y que separa la urbanización del bosque. Corren hacia la leyenda, hacia las historias para no dormir y las pesadillas que los padres nunca oyen. Han jugado allí muchos días parecidos a ése, han trepado por los mismos árboles, se han escondido en los mismos huecos y han compartido aventuras sólo interrumpidas por la caída de la noche o los gritos de sus madres llamándolos a cenar. Pero ese día es distinto: ni la oscuridad los devuelve a casa ni responden a los cada vez más nerviosos ruegos de sus padres… A las 22.20 la luz de una linterna se detiene en el rostro de Adam Ryan. El policía se encuentra a un chico atemorizado y que no recuerda hada, con las uñas rotas de tanto escarbar en la corteza de un roble y con las zapatillas y los calcetines empapados en sangre. Jamie y Peter desparecieron sin dejar rastro.
Veinte años después Ryan se ha convertido en otra persona. Ahora se llama Rob y es un inspector de policía que guarda con celo su pasado e intenta llevar una vida normal. Hasta que el descubrimiento del cadáver de una niña de doce años muerta en el mismo lugar donde a él le encontraron amenaza con remover recuerdos que creía sepultados para siempre. Junto a Cassie Madox, su compañera de caso y su mejor amiga, desenmaraña los secretos de la familia de la niña asesinada y trata de acercarse con veladas pistas a una verdad ya de por sí fragmentada y escurridiza, y cuyas piezas quizá sólo se encuentren en aquel verano de hace años, en el bosque…

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Eso era lo más odioso de todo. Al fin y al cabo, Rosalind no me había implantado un microchip detrás de la oreja ni me había sometido a base de drogas. Yo mismo había roto cada promesa y había hecho naufragar cada barco, con mis propias manos. Ella, como cualquier buena artesana, se limitó a aprovechar lo que le salía al paso. Con apenas un vistazo nos evaluó a Cassie y a mí hasta la médula, y a ella la descartó como inservible; pero en mí había visto algo, un rasgo sutil aunque fundamental, por el que pensó que valía la pena conservarme.

No testifiqué en el juicio de Damien. Demasiado arriesgado, según el fiscal, ya que había demasiadas probabilidades de que Rosalind le hubiera hablado a Damien de mi «historia personal», como dijo él. Era un individuo llamado Mathews que llevaba corbatas chillonas y al que la gente solía calificar de «dinámico», y que a mí siempre me había agotado. Rosalind no había vuelto a sacar el tema -por lo visto, Cassie había sido lo bastante convincente como para que lo dejase estar y pasara a otras armas más prometedoras-, y yo dudaba de que le hubiera contado a Damien algo realmente útil, pero no me molesté en discutir.

Sin embargo, fui a ver testificar a Cassie. Me senté al fondo de la sala, que, en contra de lo habitual, estaba abarrotada, pues el juicio llenó las portadas de la prensa y fue tema estrella en las tertulias radiofónicas incluso antes de que empezara. Llevaba un pulcro trajecito gris y se había alisado los rizos. No la veía desde hacía meses. Estaba más delgada, más contenida; la vivacidad de gestos con que la relacionaba había desaparecido, y esa calma nueva hizo que me diera cuenta de la delicadeza de sus rasgos, de los arcos acentuados encima de sus párpados y de las curvas amplias y nítidas de su boca, como si nunca antes la hubiera visto. Se la veía avejentada, ya no era esa muchacha ágil y pícara de la Vespa estropeada, pero no por ello me resultó menos hermosa. Esa belleza elíptica que posee Cassie siempre ha radicado no en los planos volubles de textura y color sino más adentro, en los contornos refinados de sus huesos. La observé en el estrado con ese traje que no le conocía y pensé en los suaves cabellos de su nuca, cálida y con olor a sol, y me pareció algo imposible, me pareció el milagro más inmenso y triste de mi vida: una vez toqué su cabello.

Estuvo bien; Cassie siempre ha estado bien en los juicios. Los jurados confían en ella y ella mantiene su atención, algo mucho más complicado de lo que parece, sobre todo cuando el juicio es largo. Respondió a las preguntas de Mathews con voz clara y tranquila y con las manos enlazadas en el regazo. Cuando la interrogó la defensa hizo lo que pudo por Damien. Sí, éste se había mostrado agitado y confuso; sí, pareció creer sinceramente que el asesinato fue necesario para proteger a Rosalind y Jessica Devlin; sí, en su opinión estuvo influenciado por Rosalind y había cometido el crimen bajo la presión de ésta. Damien se acurrucó en su asiento y la observó como un niño pequeño que ve una película de miedo, con ojos aturdidos, inmensos y perplejos. Había intentado suicidarse con las dichosas sábanas de la celda al enterarse de que Rosalind testificaría contra él.

– Cuando Damien confesó este crimen -preguntó el abogado defensor-, ¿le explicó por qué lo había cometido?

Cassie negó con la cabeza.

– No, aquel día no. Mi compañero y yo le preguntamos varias veces por el móvil, pero él se negaba a contestar o decía que no estaba seguro.

– Eso a pesar de que ya había confesado, y tras decirle ustedes que el móvil no podía causarle ningún perjuicio. ¿A qué cree que se debía?

– Protesto: incita a la especulación.

«Mi compañero.» Por el modo en que pestañeó Cassie al decirlo, por el minúsculo movimiento del ángulo de sus hombros, supe que me había visto ahí embutido en la parte de atrás; pero en ningún momento miró en mi dirección, ni siquiera cuando los abogados terminaron con ella y se bajó del estrado y abandonó la sala. Entonces pensé en Kiernan, en lo que debió de pasar cuando, después de treinta años siendo compañeros, a McCabe le dio un infarto y murió. Y envidié a Kiernan, más de lo que he envidiado nada a nadie, aquel dolor excepcional e inalcanzable.

La siguiente testigo era Rosalind. Se subió al estrado de puntillas, en medio del súbito aluvión de cuchicheos y el ruido de los periodistas tomando notas, y le ofreció a Mathews una tímida sonrisita de pitiminí a través de su máscara. Me fui. Al día siguiente leí en los periódicos cómo había sollozado al hablar de Katy, cómo tembló al relatar que Damien la había amenazado con matar a sus hermanas si rompía con él y cómo, cuando el abogado defensor empezó a escarbar, gritó: «¡Cómo se atreve! ¡Yo quería a mi hermana!», y luego se desmayó, obligando al juez a aplazar el juicio hasta la tarde.

A Rosalind no la procesaron, por decisión de sus padres, estoy seguro, pues de haber sido por ella no me la imagino dejando pasar esa oportunidad de ser el centro de atención. Mathews había llegado a un acuerdo con su caso. La acusación de confabulación es especialmente difícil de demostrar; no había pruebas concluyentes contra Rosalind, su confesión era inadmisible y de todos modos se había retractado, por supuesto (según explicó, Cassie la había aterrorizado imitando el gesto de cortarse el cuello); además, como era una menor tampoco le habría caído una sentencia ejemplar aunque la hubieran hallado culpable. También alegaba de forma intermitente que yo me había acostado con ella, lo que dejó a O'Kelly en estado catatónico y a mí más todavía, y llevó la confusión general a un nivel al borde de la parálisis.

Mathews decidió apostar su baza y se centró en Damien. A cambio de su testimonio contra él, le ofreció a Rosalind una pena de tres años de libertad condicional por imprudencia temeraria y resistencia a la autoridad. Me enteré por radio macuto de que ya había recibido media docena de propuestas de matrimonio, y de que periódicos y editoriales mantenían una guerra declarada por obtener los derechos de su historia.

Al salir de la sala vi a Jonathan Devlin, apoyado en la pared y fumando. Sostenía el cigarrillo apretado contra el pecho y tenía la cabeza inclinada hacia atrás para contemplar las gaviotas que planeaban sobre el río. Me saqué el tabaco del abrigo y me uní a él. Me echó un vistazo y volvió a apartar la vista.

– ¿Cómo está? -le pregunté.

Se encogió de hombros con pesadez.

– Se lo puede imaginar. Jessica intentó suicidarse. Se metió en la cama y se cortó las muñecas con mi cuchilla de afeitar.

– Lamento oír eso -dije-. ¿Se encuentra bien?

Torció una comisura de la boca en una sonrisa forzada.

– Sí. Por suerte se hizo un lío, se cortó hacia arriba en lugar de hacia abajo o algo así.

Encendí mi cigarrillo ahuecando la mano alrededor de la llama, pues era un día ventoso en que empezaban a cernirse unas nubes violáceas.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dije-. Absolutamente extraoficial.

Me miró con una expresión sombría y desesperanzada, con cierto desdén.

– Por qué no.

– Usted lo sabía, ¿verdad? Lo supo desde el principio.

No dijo nada durante un buen rato; tanto, que me pregunté si estaría ignorando mi pregunta. Finalmente suspiró y respondió:

– Saberlo no. No pudo hacerlo ella porque estaba con sus primas, y yo no sabía nada de ese tal Damien. Pero me lo figuraba. Conozco muy bien a Rosalind. Me lo figuraba.

– Y no hizo nada.

Intenté que mi voz sonara inexpresiva, pero aun así debió de filtrarse cierto matiz reprobatorio. Podría habernos dicho el primer día cómo era Rosalind; podría habérselo dicho a alguien años atrás, cuando Katy empezó a ponerse enferma. Aunque yo sabía que quizás eso no habría cambiado nada a largo plazo, no pude evitar pensar en todas las víctimas que causaba el silencio, en la estela de destrucción que dejaba tras de sí.

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