– Era usted la que quería hablar conmigo, detective Maddox -le recordó Rosalind en tono de reproche-. Tiene que aprender a asumir las consecuencias de sus actos.
– Mierda -murmuró Sam.
Se estaban alejando de nosotros.
– No va a necesitar refuerzos, O'Neill -dijo O'Kelly-. Esa chica es una arpía, pero no lleva una pistola escondida.
– En fin, que Katy no aprendía. -Ese tono afilado y peligroso filtrándose de nuevo en la voz de Rosalind-. Al final consiguió averiguar por qué se ponía enferma, aunque le llevó años, y pilló un berrinche espantoso. Me dijo que nunca más se bebería nada que le diera yo y blablablá, hasta amenazó con contárselo a nuestros padres. Claro que nunca la habrían creído, siempre se ponía histérica por nada, pero aun así… ¿Ve a qué me refiero con Katy? Era una mocosa malcriada. Siempre, siempre tenía que hacer lo que le parecía. Y si no lo conseguía, iba con el cuento a mamá y papá.
– Ella sólo quería ser bailarina -señaló Cassie con discreción.
– Y yo le había dicho que eso era inaceptable -espetó Rosalind-. Si se hubiera limitado a hacer lo que le decía, nada de esto habría pasado. Pero en lugar de eso intentó amenazarme. Ya sabía yo que eso de la escuela de danza y todos esos artículos y recaudaciones de fondos tendrían ese efecto; era vergonzoso, se creía que podía hacer lo que le diera la gana. Me dijo, y son sus palabras exactas, no me lo estoy inventando, se plantó ahí delante con las manos en las caderas, Dios, esa pequeña prima donna, y dijo: «No deberías haberme hecho eso. No vuelvas a hacerlo nunca». Pero ¿quién se creía que era? Estaba completamente fuera de control, el modo en que se comportó conmigo fue absolutamente indignante, y yo no iba a permitirlo de ningún modo.
Sam tenía las manos apretadas en dos puños y yo contenía el aliento. Estaba bañado en un sudor frío y enfermizo. Ya no lograba hacerme una imagen mental de Rosalind; la tierna visión de la chica de blanco había volado en pedazos, como reventada por una bomba nuclear. Aquello era algo inimaginable, algo vacuo como los caparazones amarillentos que dejan los insectos tras de sí en la hierba seca, algo traído por vientos fríos y lejanos, corrosivo y destructor con todo cuanto tocaba.
– Me he topado con personas que intentaban decirme lo que tenía que hacer -dijo Cassie, con voz tensa y entrecortada. Aunque era la única de nosotros que sabía lo que podíamos esperar, aquella historia la dejó sin aliento-. Y no he hecho que alguien las matara.
– De hecho, me parece que coincidirá conmigo en que nunca le dije a Damien que le hiciera nada a Katy. -Noté cómo Rosalind sonreía-. No puedo evitarlo si los hombres siempre quieren hacer cosas por mí, ¿sabe? Pregúntele si quiere: fue a él a quien se le ocurrió cada idea. Y tardó siglos, Dios mío, habría sido más rápido entrenar a un mono. -O'Kelly resopló-. Cuando finalmente cayó en la cuenta, parecía que acabase de descubrir la ley de la gravedad, como si fuera una especie de genio. Y luego empezó a tener esas dudas que no se acababan nunca… Cielos, unas cuantas semanas más y creo que habría tenido que dejarle por inútil y empezar otra vez, antes de perder la cabeza.
– Al final hizo lo que tú querías -intervino Cassie-. ¿Por qué rompiste con él entonces? El pobre chico está destrozado.
– Por la misma razón por la que el detective Ryan rompió con usted. Me aburría tanto que me daban ganas de gritar. Y no, en realidad no hizo lo que yo quería. Fue un desastre. -Rosalind estaba levantando el tono de su voz fría y furiosa-. Mira que entrarle el pánico y esconder el cuerpo… podría haberlo echado todo a rodar. Podría haberme buscado serios problemas. Sinceramente, es que es increíble. Hasta tuve que molestarme en buscarle una mentira que contar a la policía para que no se fijaran en él, pero ni siquiera eso supo hacer.
– ¿Lo del hombre del chándal? -preguntó Cassie, y percibí la tirantez en el filo de su voz. El momento se acercaba-. No, nos lo contó. Sólo que no fue muy convincente. Nos pareció que hacía una montaña de un grano de arena.
– ¿Ve a qué me refiero? Se suponía que debía violarla, golpearla con una piedra en la cabeza y dejar el cuerpo en algún lugar de la excavación o en el bosque. Eso era lo que yo quería. Por el amor de Dios, uno pensaría que es algo sencillo incluso para Damien, pero no. No hizo bien ni una sola de estas cosas. Dios, tiene suerte de que sólo rompiera con él. Después del lío que armó, debería haberlos puesto a ustedes sobre su pista. Se lo tiene merecido.
Eso era todo lo que necesitábamos. El aire salió de mi interior con un ruidito extraño y desagradable. Sam se dejó caer contra la pared de la furgoneta y se pasó la mano por el pelo; O'Kelly lanzó un silbido grave y prolongado.
– Rosalind Frances Devlin -anunció Cassie-, quedas arrestada como sospechosa de matar a Katharine Bridget Devlin, contrariamente a la ley, alrededor del pasado 17 de agosto en Knocknaree, en el condado de Dublín.
– Quíteme las manos de encima -espetó Rosalind.
Oímos una refriega, el crujir de las ramas al partirse bajo las pisadas y luego un ruidito rápido y feroz, como el bufido de un gato, y algo entre una bofetada y un golpe, y un jadeo agudo de Cassie.
– ¿Qué coño…? -exclamó O'Kelly.
– Vamos -dijo Sam-, vamos.
Pero yo ya estaba agarrando el tirador de la puerta.
Corrimos, derrapando al doblar por la esquina, carretera abajo hacia la entrada de la urbanización. Tengo las piernas más largas y dejé atrás fácilmente a Sam y O'Kelly. Todo parecía sucederse ante mí a cámara lenta: las verjas oscilantes y las puertas de colores vivos, un crío montado en un triciclo que alzó la vista con la boca abierta y un viejo con tirantes que dejó de mirar sus rosas. El sol de la mañana caía pausado como miel, dolorosamente brillante después de la penumbra, y el estruendo de la portezuela al cerrarse de golpe retumbó hasta el infinito. Rosalind podía haberse apoderado de una rama afilada, de una piedra, de una botella rota; hay muchos objetos que pueden matar. Yo no sentía el contacto de mis pies con el pavimento. Di la vuelta en el poste de la verja y me lancé por la carretera principal, y las hojas me cepillaron la cara cuando giré por el sendero que bordea el muro, con hierba húmeda y crecida y retazos de barro en los que dejaba mis huellas. Me sentí como si me estuviera desvaneciendo, mientras la brisa de otoño soplaba dulce y fresca entre mis costillas y penetraba en mis venas, entregándome de la tierra al aire.
Estaban a la vuelta de la urbanización, donde los campos se encuentran con esa última franja de bosque, y las piernas me flaquearon de alivio al ver que las dos estaban en pie. Cassie tenía a Rosalind cogida de las muñecas (por un instante me acordé de la fuerza que tenía en las manos, por aquel día en la sala de interrogatorios), pero Rosalind forcejeaba, intensa y ferozmente, no para huir sino para cogerla a ella. Le daba patadas en las espinillas e intentaba arañarla, y la vi propulsar la cabeza al escupirle a Cassie en la cara. Grité algo, pero no creo que ninguna de las dos me oyera.
Se escucharon unos pasos detrás de mí y Sweeney pasó como un relámpago, lanzándose al estilo de un jugador de rugby mientras sacaba las esposas. Agarró a Rosalind del hombro, le dio la vuelta y la lanzó contra la pared. Cassie la había pillado con la cara lavada y el pelo recogido en un moño, y por primera vez vi con un alivio descarnadamente alegórico su fealdad, sin las capas de maquillaje y los tirabuzones cuidadosamente dispuestos: mejillas con bolsas, una boca delgada y ávida fruncida en una sonrisita odiosa y unos ojos vidriosos y vacíos como los de una muñeca. Llevaba el uniforme del instituto, una falda sin forma de color azul marino con un blasón delante, y no sé por qué ese atuendo me pareció espantoso.
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