– Por favor, detective Maddox. -La voz de Rosalind se había aguzado, sólo un punto, y no supe si era buena o mala señal-. No me trate como si fuera una estúpida. Si tuvieran alguna prueba contra mí, estaría arrestada y no aquí, escuchando sus lamentos por el detective Ryan.
– No -respondió Cassie-. Ésa es la cuestión. Los demás todavía no saben qué contó Damien. Si lo averiguan, te detendrán.
– ¿Me está amenazando? Porque es muy mala idea.
– No. Yo sólo intento… Vale, se trata de lo siguiente. -Cassie cogió aire-. En realidad no necesitamos un móvil para acusar a alguien de asesinato. Tenemos su confesión grabada en vídeo, y en el fondo es lo único que necesitamos para meterle en la cárcel. Nadie tiene que saber por qué lo hizo. Y, como ya he dicho, confía en mí. Si le digo que debería guardarse su móvil para él, me creerá. Ya le conoces.
– Mucho mejor que usted, de hecho. Dios. Damien. -Puede que sea una prueba de mi estupidez, pero ese matiz en la voz de Rosalind, que más allá del desdén denotaba un rechazo absoluto e impersonal, aún tenía la capacidad de desconcertarme-. La verdad es que no me preocupa. Es un asesino, por el amor de Dios. ¿Cree que alguien le creerá? ¿Más que a mí?
– Yo le creí -contestó Cassie.
– Sí, en fin. Eso no dice mucho de sus habilidades como detective, ¿verdad? Damien apenas tiene la inteligencia suficiente para atarse los zapatos, pero se saca una historia de la manga y usted le toma la palabra. ¿De veras cree que alguien como él sería capaz de explicarle cómo ocurrió realmente, aunque quisiera? Damien sólo puede tratar con cosas simples, detective. Y ésta no era una historia simple.
– Los hechos básicos se pueden comprobar -dijo Cassie con dureza-. No quiero oír los detalles. Si tengo que callármelo, cuanto menos sepa, mejor.
Un momento de silencio mientras Rosalind evaluaba las posibilidades de la situación; después, la risita.
– ¿De veras? Pero se supone que es usted detective. ¿No debería interesarle saber qué ocurrió en realidad?
– Sé cuanto necesito. De todos modos, nada de lo que me cuentes me servirá.
– Eso ya lo sé -replicó Rosalind vivamente-. No podría utilizarlo. Pero si oír la verdad la coloca en una posición difícil, no deja de ser culpa suya, ¿no? No debería haberse puesto en esta situación. No veo por qué tengo que ser indulgente con su falta de honradez.
– Yo… Como tú has dicho, soy detective. -Cassie estaba levantando la voz-. No puedo escuchar un testimonio sobre un crimen y…
Rosalind no modificó su tono.
– Pues tendrá que hacerlo, ¿verdad? Katy era una niña muy dulce. Pero cuando se le empezó a prestar tanta atención con lo del baile, se le subieron los humos de una forma espantosa. De hecho, esa mujer, Simone, era una influencia terrible para ella. A mí me entristecía mucho. Alguien tenía que ponerla en su sitio, ¿no le parece? Por su propio bien. Por eso yo…
– Si continúas hablando -dijo de repente Cassie, demasiado alto-, tendré que advertirte. De lo contrario…
– No me amenace, detective. No se lo volveré a repetir.
Un instante. Sam observaba el vacío con un nudillo atrapado entre sus dientes delanteros.
– Por eso decidí que lo mejor sería demostrarle a Katy que en realidad no era nada del otro mundo -resumió Rosalind-. Desde luego, no es que fuera muy inteligente. Cuando le daba algo para…
– No tienes obligación de decir nada a menos que desees hacerlo -la interrumpió Cassie, y la voz le tembló de forma desaforada-, pero cualquier cosa que digas constará por escrito y podrá utilizarse como prueba.
Rosalind reflexionó largo rato. Oí sus pisadas sobre las hojas caídas y el jersey de Cassie, que rascaba ligeramente el micrófono a cada paso; en algún sitio arrulló una paloma, hospitalaria y alegre. Sam tenía los ojos puestos en mí, y a través de la penumbra de la furgoneta me pareció ver en ellos una expresión de repulsa. Me acordé de su tío y le sostuve la mirada.
– La ha perdido -afirmó O'Kelly. Se estiró, moviendo los hombros hacia atrás, y se hizo crujir el cuello-. Es por la maldita advertencia. Cuando yo empecé no había mierdas de ésas: les soltabas unas cuantas indirectas, te explicaban lo que querías saber y con eso le bastaba a cualquier juez. Claro que ahora al menos podremos irnos a trabajar.
– Aguarde -replicó Sam-. La recuperará.
– Respecto a lo de ir a nuestro jefe… -dijo Cassie al fin, con un largo suspiro.
– Un momento -interrumpió Rosalind con frialdad-. No hemos terminado.
– Claro que sí -respondió ella, aunque la voz le tembló, traicionera-. En lo que a Katy se refiere, sí. No pienso quedarme aquí escuchando…
– No me gusta que la gente trate de intimidarme, detective. Diré lo que me plazca y usted me escuchará. Si me interrumpe otra vez, se acabó la conversación. Si se la cuenta a alguna otra persona, les diré exactamente la clase de persona que es usted, y el detective Ryan lo confirmará. Nadie se creerá ni una palabra de lo que diga y perderá su precioso empleo. ¿Entendido?
Silencio. El estómago se me revolvía cada vez más, lenta y terriblemente; tragué saliva.
– Menuda arrogante -observó Sam en tono suave-. Vaya maldita arrogante.
– No jorobes -respondió O'Kelly-. Es la mejor baza que tiene Maddox.
– Sí -continuó Cassie, en voz baja-. Entendido.
– Bien. -Sentí la sonrisita remilgada y satisfecha en la voz de Rosalind. Sus tacones golpeaban el asfalto. Habían girado por la carretera principal, en dirección a la entrada de la urbanización-. Como iba diciendo, decidí que alguien tenía que bajarle los humos a Katy. En realidad era tarea de mi madre y de mi padre, es evidente; de haberlo hecho ellos, no habría tenido que hacerlo yo. Pero no podíamos molestarles. De hecho, esa clase de abandono me parece una forma de maltrato infantil, ¿a usted no?
Esperó hasta que Cassie dijo, con tirantez:
– No lo sé.
– Ya lo creo que lo es. A mí me disgustaba mucho. Así que le dije a Katy que tenía que dejar la danza porque tenía un efecto pernicioso en ella, pero no me escuchó. Debía aprender que no poseía una especie de derecho divino a ser el centro de atención. No todo en este mundo giraba a su alrededor. Así que la alejé de la danza de vez en cuando. ¿Quiere saber cómo?
Cassie respiraba deprisa.
– No, no quiero.
– La hacía enfermar, detective Maddox -dijo Rosalind-. Dios, ¿me está diciendo que ni siquiera se habían imaginado eso?
– Se nos pasó por la cabeza. Pensamos que a lo mejor tu madre había hecho algo…
– ¿Mi madre? -Otra vez ese matiz, ese menosprecio más allá del desdén-. Por favor. A mi madre la habrían pillado en una semana, incluso si dependiera de ustedes. Mezclaba zumo con lavavajillas o productos de limpieza, o lo que me apeteciera ese día, y le decía a Katy que era una pócima secreta para bailar mejor. Era tan tonta que se lo creía. A mí me interesaba ver si alguien lo averiguaba, pero nadie lo hizo. ¿Se lo imagina?
– Dios santo -dijo Cassie, apenas en un susurro.
– Vamos, Cassie -masculló Sam-. Eso son lesiones graves. Vamos.
– No lo hará -aseguré. Mi voz sonó rara, entrecortada-. No hasta que la tenga por asesinato.
– Mira -continuó Cassie, y la oí tragar saliva-, estamos a punto de entrar en la urbanización, y me has dicho que sólo me concedías hasta que estuviéramos de vuelta en tu casa… Necesito saber qué vas a hacer respecto a…
– Lo sabrá cuando yo se lo diga. Y entraremos cuando yo decida entrar. De hecho, creo que deberíamos volver por ese camino, para que pueda terminar mi historia.
– ¿Quieres rodear la urbanización otra vez?
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