Pensé en muchas cosas aquella noche. Pensé en Cassie en Lyon, de jovencita y con un delantal, sirviendo café en soleadas mesas al aire libre y bromeando en francés con los clientes. Pensé en mis padres preparándose para salir a bailar, en las pulcras líneas que el peine de mi padre dejaba en su pelo engominado y en el aroma excitante del perfume de mi madre y su vestido estampado de flores saliendo por la puerta. Pensé en Jonathan, Cathal y Shane, desgarbados y con granos y riéndose con fuerza de sus juegos más livianos; en Sam, sentado a una gran mesa de madera con sus siete escandalosos hermanos y hermanas; y en Damien en una silenciosa biblioteca de universidad rellenando una solicitud para un trabajo en Knocknaree. Pensé en la mirada insensata de Mark («Las únicas cosas en las que creo están ahí fuera, en ese yacimiento») y luego en revolucionarios agitando pancartas irregulares y aguerridas y en refugiados nadando en rápidas corrientes nocturnas; en todos aquellos que se aferran a la vida con tanta ligereza, o que apuestan tan fuerte, que pueden andar con paso constante y los ojos abiertos al encuentro de lo que tomará o transformará sus vidas y cuyos designios elevados y fríos quedan mucho más allá de nuestro entendimiento. Durante mucho tiempo, procuré acordarme de llevarle a mi madre flores silvestres.
O'Kelly siempre me ha parecido un misterio. No le caía bien Cassie, despreciaba su teoría y básicamente le resultaba un inexorable grano en el culo; pero para él la brigada tiene un significado profundo y casi totémico, y una vez se ha resignado a apoyar a uno de sus miembros, lo (o incluso la) apoya hasta el final. Le dio a Cassie su transmisor y su furgoneta de refuerzo, aunque lo consideraba una absoluta pérdida de tiempo y de recursos. Cuando llegué a la mañana siguiente -muy temprano, pues queríamos coger a Rosalind antes de que se fuera al instituto-, Cassie estaba en la sala de investigaciones, colocándose el micrófono.
– Quítate el jersey, por favor -le pidió con voz tranquila el técnico de vigilancia.
Era bajo y carente de expresión, y tenía unas hábiles manos de profesional.
Cassie se levantó el jersey por encima de la cabeza, obediente como un niño en la consulta del médico. Debajo llevaba lo que parecía una camiseta térmica de chico. Había prescindido del maquillaje desafiante que usaba desde hacía unos días y tenía unas manchas oscuras debajo de los ojos. Me pregunté si habría dormido algo siquiera, y me la imaginé sentada en la repisa de su ventana con la camiseta extendida alrededor de las rodillas, y el minúsculo resplandor de un cigarrillo aflorando y marchitándose mientras inhalaba y observaba los jardines que se iluminaban con la aurora. Sam se encontraba en la ventana, de espaldas a nosotros; O'Kelly estaba ocupado con la pizarra, borrando rayas y trazándolas otra vez.
– Pásate el cable por debajo de la camiseta, por favor -dijo el técnico.
– Te esperan tus llamadas -me anunció O'Kelly.
– Yo también quiero ir -contesté.
Sam se dio la vuelta; Cassie, con la cabeza agachada sobre el micrófono, no alzó la vista.
– Cuando se hiele el maldito infierno y los camellos vuelvan patinando a su casa -replicó O'Kelly.
Estaba tan cansado que lo veía todo como a través de una neblina blanca y efervescente.
– Quiero ir -repetí.
Esta vez, todos me ignoraron.
El técnico sujetó la batería a los vaqueros de Cassie, le practicó una incisión diminuta en el dobladillo del cuello de la camiseta y pasó el micro por dentro. Le pidió que volviera a ponerse el jersey -Sam y O'Kelly se giraron- y luego le mandó hablar. Cuando ella lo miró sin comprender, O'Kelly le indicó, impaciente:
– Di lo primero que se te pase por la cabeza, Maddox, cuéntanos lo que harás este fin de semana, si quieres.
Pero en lugar de eso recitó un poema. Era un poema antiguo, uno de esos que te aprendes de memoria en el colegio. Mucho después, hojeando unas páginas en una librería polvorienta, me topé con esos versos:
Junto a vuestras cabezas sosegadas
dije mis oraciones con sílabas de arcilla.
¿Qué don, quise saber, debo traeros,
antes de que os llore y me aleje?
Llévate, dijeron, el roble y el laurel.
Llévate nuestro destino de lágrimas y vive
como un amante manirroto.
Porque el don que te pedimos, no lo puedes dar.
Su voz sonó grave, inexpresiva y uniforme. Los altavoces la proyectaron atenuándola con un eco susurrante, y de fondo se oyó un rumor como de viento fuerte y muy lejano. Pensé en esas historias de fantasmas en que las voces de los muertos llegan hasta sus seres queridos a través de radios que crepitan o de líneas telefónicas, transportadas por ondas extraviadas que desafían las leyes de la naturaleza y surcan los espacios agrestes del universo. El técnico toqueteó con delicadeza unos discos y botones misteriosos y pequeños.
– Estupendo, Maddox, ha sido muy emotivo -comentó O'Kelly, después de que el técnico quedara satisfecho-. A ver, esto es la urbanización. -Estampó el dorso de la mano contra el mapa de Sam-. Nosotros estaremos en la furgoneta, aparcada en el atajo de Knocknaree, que es la primera a la izquierda desde la entrada frontal. Maddox, tú llegas con tu trasto, aparcas delante de los Devlin y sacas a la chica a dar un paseo. Salís por la verja trasera de la urbanización y giráis a la derecha, en dirección contraria a la excavación y luego otra vez a la derecha, siguiendo el muro lateral, para ir a dar a la carretera, y otra vez a la derecha hacia la entrada principal. Si os desviáis de esta ruta en algún punto, dilo por el micro. Danos tu localización tan a menudo como puedas. Cuando… mejor dicho, si la has informado de sus derechos y le has sacado lo suficiente como para arrestarla, la arrestas. Si piensas que te ha calado o que no estás yendo a ninguna parte, acabas y te vas. Si en algún momento necesitas refuerzos, nos lo dices y entramos. Si lleva un arma, identifícala por el micro, «Baja ese cuchillo», o lo que sea. No tienes testigos oculares, o sea que no saques tu arma a menos que no tengas elección.
– No voy a cogerla -respondió Cassie. Se desabrochó la funda de la pistola, se la pasó a Sam y abrió los brazos-. Regístrame.
– ¿Para qué? -preguntó éste, desconcertado y observando la pistola que tenía en sus manos.
– Para ver si llevo armas. -Su mirada se deslizó, extraviada, por encima del hombro de él-. Si dice algo, alegará que la apunté con la pistola. Registrad también mi moto antes de que me ponga en marcha.
Aún hoy sigo sin tener muy claro cómo me las arreglé para estar en esa furgoneta. Quizá fue porque, aunque en la ignominia, seguía siendo el compañero de Cassie, y ésta es una relación por la que casi cualquier detective siente un respeto automático y muy arraigado. O quizá porque bombardeé a O'Kelly con la primera técnica que aprenden los niños pequeños: si le pides una cosa a alguien lo bastante a menudo durante el tiempo suficiente mientras está ocupado intentando hacer otras cosas, tarde o temprano accederá sólo para que te calles. Y yo estaba demasiado desesperado para que me importara lo humillante de la situación. Quizá pensó que, si se hubiera negado, habría cogido mi Land Rover y me habría presentado allí por mi cuenta.
La furgoneta era uno de esos trastos siniestros, de color blanco y con vidrios tintados, que aparecen a veces en informes policiales, con el nombre y el logo de una empresa ficticia de baldosas en el costado. Dentro era aún peor, con unos gruesos cables negros retorciéndose por todas partes y el equipo parpadeando y zumbando, una lucecita de techo inútil y un aislamiento acústico que le daba el inquietante aspecto de una celda acolchada. Sweeney conducía; Sam, O'Kelly, el técnico y yo nos sentamos en la parte de atrás, balanceándonos sobre unos bancos bajos e incómodos, sin abrir la boca. O'Kelly se había traído un termo de café y una especie de pasta pegajosa que se comió con unos bocados metódicos e inmensos sin mostrar ningún deleite. Sam eliminaba una mancha imaginaria de las rodillas de sus pantalones. Me hice crujir los nudillos hasta que me di cuenta de lo irritante que era, y procuré ignorar mis ansias intensas de fumar. El técnico se dedicó a rellenar el crucigrama de The Irish Times.
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