John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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– Avisa a la policía, Marcie. Mejor aún, llama a mi abogado. Dile que tengo intención de entablar demanda por acoso.

– He oído decir que lo tienes muy ocupado en estos momentos, Frank -dije, y tomé asiento en una silla de piel de respaldo recto frente a su escritorio -. También he oído decir que Maibaum y Locke llevan el juicio de esa pobre mujer que contrajo una enfermedad venérea. He colaborado alguna vez con ellos y son francamente buenos. Quizá debería mandarles a Elizabeth Gordon. Te acuerdas de Elizabeth, ¿verdad, Frank?

De forma instintiva, Frank lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a la ventana y alejó la silla de ella.

– Déjalo, Marcie, no hay problema -dijo a la recepcionista con un gesto nervioso. Oí cerrarse la puerta suavemente a mis espaldas-. ¿Qué quieres?

– Tienes una paciente que se llama Catherine Demeter.

– Vamos, Parker, ya sabes que no puedo hablar de mis pacientes. Aunque pudiera, no te diría una mierda.

– Frank, eres el peor psiquiatra que he conocido. No dejaría que trataras ni a mi perro, porque probablemente intentarías tirártelo, así que guárdate la ética para el juez. Creo que esa mujer puede estar en apuros y quiero encontrarla. Si no cooperas, me pondré en contacto con Maibaum y Locke tan deprisa que pensarás que tengo el don de la telepatía.

Frank simuló que luchaba con su conciencia, aunque no la habría encontrado sin una pala y una orden de exhumación.

– Ayer faltó a una sesión sin permiso previo.

– ¿Por qué te visitaba?

– Melancolía involutiva, básicamente. Una depresión, para que tú lo entiendas, un estado que se presenta desde la mediana edad hasta las etapas finales de la vida. Al menos eso parecía al principio.

– Pero…

– Parker, esto es confidencial. Incluso yo tengo principios.

– Bromeas, ¿no? Sigue.

Frank suspiró y jugueteó con un lápiz sobre su cartapacio. Por fin se acercó a un armario, sacó una carpeta y volvió a sentarse. La abrió, hojeó el contenido y empezó a hablar.

– Su hermana murió cuando ella tenía ocho años, o mejor dicho, la mataron. Fue asesinada, al igual que varios niños más, a finales de los años sesenta, principios de los setenta, en un pueblo llamado Haven, en Virginia. Los niños, de ambos sexos, eran secuestrados y torturados, y sus restos los abandonaban en el sótano de una casa vacía en las afueras del pueblo. -Frank hablaba ahora con objetividad: un médico revisando un historial clínico para él tan lejano como un cuento de hadas a juzgar por la emoción que ponía en el relato-. Su hermana fue la cuarta víctima, pero la primera niña blanca. Las sospechas recayeron en una mujer del pueblo, una mujer rica. Su coche fue visto cerca de la casa después de la desaparición de uno de los niños, y más adelante intentó, sin éxito, raptar a un chico de otro pueblo, a unos treinta kilómetros de allí. El chico le arañó la cara y luego dio la descripción a la policía.

«Fueron a buscarla, pero los vecinos del pueblo se enteraron y llegaron antes a la casa. Allí estaba el hermano de la mujer. Según los vecinos, era homosexual, y la policía creía que la mujer tenía un cómplice, un hombre que quizá conducía el coche mientras ella atrapaba a los niños. Los vecinos enseguida imaginaron que el hermano era el sospechoso más probable. Lo encontraron ahorcado en el sótano.

– ¿Y la mujer?

– Murió quemada en otra casa vieja. El caso, sencillamente, se olvidó.

– Pero Catherine no lo olvidó.

– No, ella no. Se marchó del pueblo tras graduarse en el instituto, pero sus padres se quedaron. La madre murió hace unos diez años y el padre poco después. Y Catherine Demeter siguió su vida.

– ¿Volvió alguna vez a Haven?

– No, no después de los funerales. Dijo que para ella allí todo estaba muerto. Y eso es todo, poco más o menos. Todo se remonta a Haven.

– ¿Algún novio o relación informal?

– Si lo había, no lo mencionó, y ahora el turno de preguntas ha terminado. Vete. Si sacas el asunto a relucir, te demandaré por agresión, acoso y cualquier otra cosa que se le ocurra a mi abogado.

Me levanté para marcharme.

– Una cosa más -dije-. Por Elizabeth Gordon y para que siga sin conocer a Maibaum y Locke.

– ¿Qué?

– El nombre de la mujer que murió quemada.

– Modine. Adelaide Modine y su hermano William. Ahora, por favor, desaparece de mi vida.

9

El taller de Willie Brew, visto desde fuera, presentaba un aspecto desastrado y de dudosa reputación, si no manifiestamente fraudulento. El interior no mejoraba mucho, pero Willie, un polaco que tenía un apellido impronunciable abreviado a Brew por generaciones de clientes, era casi el mejor mecánico que conocía.

Nunca me había gustado esa zona de Queens, cerca, en dirección norte, del estruendo de los coches que circulaban por la autovía de Long Island. Ya de niño la relacionaba con aparcamientos de coches de segunda mano en venta, almacenes viejos y cementerios. El garaje de Willie, cerca del Kissena Park, había sido una buena fuente de información a lo largo de los años, ya que todos sus amigos ociosos, sin nada mejor que hacer que entrometerse en los asuntos ajenos, tendían a congregarse allí en un momento u otro; no obstante, seguía sintiéndome incómodo en la zona. Incluso de mayor, detestaba bordear aquellos barrios en el trayecto desde el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy hasta Manhattan, detestaba ver las licorerías y las ruinosas casas.

En comparación, Manhattan era exótico, y su perfil, capaz de infinitos cambios según el acceso por el que uno entraba en la ciudad. Mi padre se trasladó al condado de Westchester tan pronto como pudo permitírselo y compró una casita cerca del Grant Park. Manhattan era el sitio adonde íbamos los fines de semana mis amigos y yo. A veces atravesábamos toda la isla para subir a la pasarela del puente de Brooklyn y contemplar desde allí el perfil urbano en continuo cambio. Bajo nosotros vibraban las tablas al paso del tráfico, pero para mí era más que eso: era la vibración y el zumbido de la propia vida. Los cables que unían las torres del puente diseccionaban y dividían el paisaje de la ciudad como si un niño lo hubiera recortado con unas tijeras y hubiera pegado los trozos sobre el cielo azul.

Tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó con nosotros a Scarborough, en Maine, su pueblo natal, donde las hileras de árboles sustituían al paisaje urbano y sólo los aficionados a la hípica, llegados desde Boston y Nueva York para asistir a las carreras de Scarborough Downs, traían consigo las imágenes y los olores de las grandes ciudades. Quizá por eso me sentía como un visitante cada vez que contemplaba Manhattan: siempre me parecía ver la ciudad con ojos nuevos.

El taller de Willie se encontraba en un barrio que luchaba con uñas y dientes contra el aburguesamiento. La manzana donde estaba el taller había sido comprada por el dueño del restaurante japonés contiguo -tenía otros intereses en el barrio de Flushing, o Little Asia, como se lo conocía ahora, y por lo visto quería expandir su área de influencia hacia el sur-, y Willie se hallaba envuelto en una batalla semilegal para asegurarse de que no lo obligasen a cerrar. El japonés respondía enviando al garaje de Willie, a través de los respiraderos, vaharadas de olor a pescado. A veces Willie le pagaba con la misma moneda y le pedía a Arno, su mecánico jefe, que se tomara unas cervezas y comida china y que luego saliera, se metiera los dedos en la garganta y vomitara ante la puerta del restaurante. «China, vietnamita, japonesa, toda esa mierda parece igual cuando la echas», decía Willie.

Dentro, Arno -un hombre pequeño, fibroso y moreno- trabajaba en el motor de un Dodge destartalado. El olor a pescado y fideos impregnaba el aire. Mi Mustang del 69 estaba sobre una plataforma elevada, y alrededor había esparcidas piezas irreconocibles de sus mecanismos internos. No parecía tener más probabilidades que James Dean de volver a la carretera en un futuro cercano. Había telefoneado antes para avisar a Willie de que pasaría por allí. Como mínimo podría haberse tomado la molestia de fingir que hacía algo con el coche cuando llegué.

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