Louise Demeter, con fecha del 5 de marzo de 1962, y la otra de Amy Ellen Demeter, con fecha del 3 de diciembre de 1959.
Dejé el álbum en el cajón y entré en el cuarto de baño contiguo. Estaba limpio y ordenado como el resto del apartamento, con jabón, geles de ducha y espuma de baño pulcramente dispuestos sobre los azulejos blancos junto a la bañera y las toallas apiladas en un pequeño armario bajo el lavabo. Abrí uno de los lados del pequeño armario con espejos colgado de la pared. Contenía dentífrico, seda dental y elixir bucal, así como varios medicamentos de venta sin receta para alivio del resfriado y la retención de líquidos, cápsulas de prímula para el insomnio y diversas vitaminas. No había píldoras ni ningún otro tipo de anticonceptivo. Quizá Stephen Barton ya se ocupaba de eso, aunque lo dudaba. Stephen no parecía la clase de hombre consciente de esos problemas.
En el otro lado del armario había una farmacia en miniatura con estimulantes y calmantes de sobra para mantener a Catherine en marcha como si estuviera en una montaña rusa. Había Librium para los altibajos, Ativan para combatir el nerviosismo y Valium, Torazina y Lorazepam para la ansiedad. Algunos frascos estaban vacíos, otros a medias. El más reciente lo había adquirido con una receta del doctor Frank Forbes, un psiquiatra. Lo conocía. Forbes, alias «Frank el Cabrón», se había tirado o había intentado tirarse a tantas de sus pacientes que en un momento dado se planteó la posibilidad de presentar una demanda conjunta. Había estado a un paso de perder la licencia en varias ocasiones, pero al final las reclamaciones siempre se retiraban, nunca llegaban a los tribunales o eran anuladas gracias al oportuno desembolso de Frank el Cabrón. Había oído decir que llevaba un tiempo anormalmente tranquilo, desde que una de sus pacientes contrajo gonorrea después de una sesión con él y lo llevó a juicio sin pensárselo dos veces. En esa ocasión, por lo visto, Frank el Cabrón no lo había tenido tan fácil para enterrar el asunto.
Catherine Demeter era sin duda una mujer muy desdichada y difícilmente llegaría a ser más feliz si visitaba a Frank Forbes. La idea de ir a verlo no me entusiasmaba. Una vez había intentado propasarse con Elizabeth Gordon, la hija de una de las amigas divorciadas de Susan, y yo le había visitado para recordarle sus obligaciones como médico y amenazarlo con tirarlo desde la ventana de su consulta si aquello volvía a ocurrir. Después de ese suceso intenté tomarme un interés semiprofesional por las actividades de Frank Forbes.
No había nada más digno de mención en el cuarto de baño de Catherine ni en el resto del apartamento. Cuando me disponía a salir, me detuve ante el teléfono, descolgué el auricular y pulsé el botón de rellamada. Tras sonar varias veces el timbre, contestó una voz.
– Oficina del sheriff del condado de Haven, dígame.
Colgué y llamé a un conocido que trabajaba en la compañía telefónica. Al cabo de cinco minutos me proporcionó una lista de números locales a los que se había telefoneado desde allí entre el viernes y el domingo. Eran sólo tres llamadas, y todas intrascendentes: a un restaurante chino con reparto a domicilio, a una lavandería del barrio y a una línea de información sobre la cartelera de cine.
La compañía telefónica local no podía facilitarme detalles con respecto a posibles conferencias, así que llamé a un segundo número. Éste me puso en contacto con una de las muchas agencias que ofrecían la oportunidad de comprar ilegalmente información confidencial a detectives y a cuantos mostraban un profundo y pertinaz interés en los asuntos de otras personas. La agencia me comunicó al cabo de veinte minutos que el sábado por la noche, a través de la compañía telefónica Sprint, se habían realizado quince llamadas a números de Haven, en Virginia: siete a la oficina del sheriff y ocho a un teléfono particular del pueblo. Me dieron los dos números y marqué el segundo. El mensaje del contestador era lacónico: «Soy Earl Lee Granger. Ahora no estoy. Deje su mensaje después de oír la señal o, si es un asunto policial, póngase en contacto con la oficina del sheriff en el…».
Marqué el número, volvió a salirme la oficina del sheriff del condado de Haven, y pregunté por él.
Me dijeron que el sheriff Granger no podía ponerse, así que pregunté por el responsable en su ausencia. Averigüé que el ayudante de mayor rango era Alvin Martin, pero había salido de servicio. El que atendía el teléfono no sabía cuándo regresaría el sheriff. Sin embargo, por el tono de su voz supuse que el sheriff no había ido simplemente a comprar tabaco. Cuando me preguntó mi nombre, le di las gracias y colgué.
Al parecer, algo había inducido a Catherine Demeter a ponerse en contacto con el sheriff de su pueblo, pero no con el Departamento de Policía de Nueva York. Si no disponía de más información, tendría que ir de visita a Haven. Primero, no obstante, decidí visitar a Frank Forbes, el Cabrón.
Hice un alto en Azure, en la Tercera Avenida, compré piña y fresas frescas -a precio de oro- en la sección de alimentación, y me las llevé al Citicorp Center, a la vuelta de la esquina, para comer en el espacio público. Me gustaban las líneas sencillas del edificio y su extraño tejado en ángulo. Era uno de los pocos proyectos urbanísticos nuevos donde se había aplicado el mismo grado de imaginación tanto en el diseño interior como exterior: el atrio de siete plantas seguía poblado de árboles y arbustos, las tiendas y restaurantes estaban abarrotados de gente, y un puñado de fieles permanecía en silencio en la austera iglesia subterránea.
A dos manzanas de allí, Frank Forbes, el Cabrón, tenía una consulta de postín en un edificio de cristales ahumados de los años setenta, al menos de momento. Subí en ascensor y entré en la recepción, donde una morena joven y bonita escribía algo en el ordenador. Cuando entré, alzó la vista y me dedicó una radiante sonrisa. Procuré no quedarme boquiabierto al devolvérsela.
– ¿Podría ver al doctor Forbes? -pregunté.
– ¿Tiene hora con él?
– No soy un paciente, gracias a Dios, pero Frank y yo nos conocemos desde hace mucho. Dígale que Charlie Parker quiere verlo.
Su sonrisa vaciló levemente, pero habló con Frank por el interfono y le transmitió el mensaje. Aunque palideció un poco mientras escuchaba la respuesta, conservó la compostura de manera admirable, dadas las circunstancias.
– Sintiéndolo mucho, el doctor Forbes no puede recibirlo -dijo, y su sonrisa empezó a apagarse por momentos.
– ¿De verdad ha dicho eso?
Se sonrojó.
– No, no exactamente.
– ¿Es usted nueva aquí?
– Es mi primera semana de trabajo.
– ¿Frank en persona la seleccionó?
Me miró con cara de perplejidad.
– Sí.
– Búsquese otro empleo. Es un pervertido y tiene los días contados en la profesión.
Seguí adelante y entré en la consulta de Frank mientras ella asimilaba la información. No había ningún paciente, y el buen doctor hojeaba unas notas en su escritorio. Al parecer, no le complació verme. Su fino bigote se curvó como un gusano negro y un encendido rubor se le propagó desde el cuello hasta la abombada frente y desapareció entre el pelo negro e hirsuto. Medía más de metro ochenta y hacía ejercicio. Tenía muy buen aspecto, pero la bondad no iba más allá de las apariencias. En Frank Forbes, el Cabrón, nada era bueno. Si te daba un dólar, la tinta se correría antes de llegar a tu cartera.
– Parker, lárgate de aquí. Por si lo has olvidado, ya no puedes presentarte aquí por las buenas. Ya no eres policía y, probablemente, el cuerpo ha salido ganando con tu ausencia. -Se inclinó hacia el inter-fono, pero la recepcionista ya había entrado detrás de mí.
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