John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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No le creí pero lo dejé pasar. Ahora los esteroides formaban parte del juego y Pete no podía hacer gran cosa al respecto aparte de lanzar baladronadas.

Apretó los labios y dobló poco a poco las piernas.

– Muchas mujeres se sienten atraídas por su corpulencia. Barton es una mole y desde luego se da muchos aires. Algunas mujeres buscan la protección que puede ofrecerles un hombre así. Piensan que si le dan lo que él quiere, cuidará de ellas.

– Pues es una lástima que eligiera a Stephen Barton -comenté.

– Sí -convino Pete-. Quizás en realidad no fuera tan lista.

Me había llevado ropa de deporte e hice una sesión de noventa minutos en el gimnasio, con la imagen de mis esfuerzos reflejada en los espejos desde todos los ángulos. Hacía tiempo que no me empleaba a fondo. Para evitar el bochorno, prescindí del banco y me concentré en los hombros, la espalda y ejercicios ligeros de brazos, disfrutando de la sensación de fuerza y movimiento en los aparatos de flexiones y la tensión en los bíceps al contraer los brazos.

Aún tenía un aspecto aceptable, pensé, si bien la evaluación fue resultado de la inseguridad más que de la vanidad. Con algo menos de metro ochenta de estatura, mantenía algo de mi antigua complexión de levantador de pesas -los hombros anchos, los bíceps y tríceps bien definidos, y un pecho que al menos abultaba más que dos huevos friéndose en la acera-, y había recuperado sólo una pequeña parte de la grasa que había perdido durante el año. Todavía conservaba el pelo, aunque las canas se me extendían ya por las sienes y salpicaban el flequillo. Tenía los ojos de un color bastante claro como para poder calificarse sin lugar a dudas de azul grisáceo, en medio de una cara un poco alargada con las profundas arrugas del dolor vivido en torno a los ojos y la boca. Recién afeitado, con un corte de pelo decente, un buen traje y una luz favorable, aún podía reclamar cierto respeto. Con la iluminación adecuada, incluso podía afirmar que tenía treinta y dos años sin provocar risotadas. Eran sólo dos años menos que los que constaban en mi carnet de conducir, pero esas pequeñeces van cobrando importancia con la edad.

Cuando terminé, guardé mis cosas, rehusé el batido de proteínas que me ofreció Pete -olía a plátanos podridos- y paré en el camino a tomar un café. Relajado por primera vez desde hacía semanas, notaba cómo fluían las endorfinas por mi organismo y una agradable tensión cada vez más perceptible en los hombros y la espalda.

A continuación visité los grandes almacenes DeVrie's en la Quinta Avenida. El jefe de personal se hacía llamar jefe de recursos humanos y, como los jefes de personal de todo el mundo, era una de las personas menos afables que uno podía encontrarse. Sentado frente a él, era difícil no pensar que cualquiera capaz de considerar recursos a los individuos -reduciéndolos sin remordimiento alguno al mismo nivel que el petróleo, los ladrillos y los canarios en las minas de carbón-, probablemente no debería estar autorizado a ninguna relación humana que no implicara cerrojos y barrotes carcelarios. En otras palabras, Timothy Cary era un capullo de tomo y lomo, desde el pelo teñido y cortado al rape hasta las punteras de sus zapatos de charol.

Esa tarde, un rato antes, me había puesto en contacto con su secretaria para concertar una cita y le había dicho que trabajaba para

un abogado por un asunto de una herencia de la que la señorita De-meter era beneficiaría. Cary y su secretaria eran tal para cual. Un perro salvaje encadenado habría resultado más útil que la secretaria de Cary, y más fácil de sortear.

– Mi cliente está deseoso de localizar a la señorita Demeter cuanto antes -dije a Cary en su pequeño y atildado despacho-. Es un testamento sumamente pormenorizado y hay muchos formularios que rellenar.

– ¿Y su cliente es…?

– Por desgracia eso no puedo decírselo. No me cabe duda de que usted lo comprenderá.

A juzgar por su semblante, Cary lo comprendió pero contra su voluntad. Se reclinó en la silla y se atusó la cara corbata de seda que llevaba sujetándola entre los dedos. Tenía que ser cara. Era demasiado insulsa para no serlo. Nítidos pliegues surcaban la pechera de su camisa como si acabara de sacarla de su envoltorio, en el supuesto de que Timothy Cary tuviera el menor contacto con algo tan vulgar como un envoltorio de plástico. Si alguna vez salía de su despacho y visitaba la tienda, debía de ser como el descenso de un ángel, aunque un ángel con expresión de estar oliendo algo muy desagradable.

– Se esperaba que la señorita Demeter viniera a trabajar ayer. -Cary examinó la ficha colocada ante él en el escritorio-. Tenía el lunes libre, así que no la hemos visto desde el sábado.

– ¿Es eso habitual, tener libre el lunes?

No me moría de ganas de saberlo, pero la pregunta desvió la atención de Cary de la ficha. Isobel Barton no conocía la nueva dirección de Catherine Demeter. Normalmente, Catherine se ponía en contacto con ella, o la señora Barton pedía a su secretaria que le dejara un mensaje en DeVrie's. Cuando Cary se animó un poco ante la oportunidad de hablar de un tema trascendente para él y empezó a explayarse sobre horarios laborales, memoricé la dirección y el número de la seguridad social de la chica. Al cabo de un rato conseguí interrumpir a Cary el tiempo suficiente para preguntar si Catherine De-meter había estado indispuesta durante su último día de trabajo o se había quejado de algo.

– No estoy al corriente de ningún comentario en ese sentido. En estos momentos el empleo de la señorita Demeter en DeVrie's está en entredicho como resultado de su ausencia -concluyó con aire de superioridad-. Por su bien, espero que la herencia sea considerable.

Dudo que fuera un sentimiento sincero.

Tras varias tácticas dilatorias de rutina, Cary me dio permiso para hablar con la mujer que había trabajado con Catherine la última vez que ésta había acudido a los almacenes. Me reuní con ella en el despacho del supervisor, en la zona de administración. Martha Friedman tenía poco más de sesenta años. Era una mujer regordeta y llevaba el pelo teñido de rojo y la cara tan maquillada que posiblemente el suelo de la selva amazónica recibía más luz natural que su piel, pero intentó ayudarme. Había trabajado con Catherine Demeter el sábado en la sección de porcelanas. Era la primera vez que trabajaba con ella, porque la ayudante habitual de la señora Friedman se había puesto enferma y habían tenido que sustituirla.

– ¿Notó algo anormal en su comportamiento? -pregunté mientras la señora Friedman aprovechaba la ocasión de pasar un rato en el despacho del supervisor examinando discretamente los papeles de su mesa-. ¿Parecía alterada o nerviosa?

La señora Friedman arrugó un poco la frente.

– Rompió un objeto de porcelana, un jarrón de Aynsley. Acababa de llegar y estaba enseñándoselo a un cliente cuando se le cayó. Luego, mientras echaba una ojeada a mi alrededor, la vi correr hacia la escalera mecánica. Muy poco profesional, pensé, aunque se encontrara mal.

– ¿Y se encontraba mal?

– Dijo que se encontraba mal, pero ¿por qué correr hacia la escalera? Tenemos un baño para los empleados en todas las plantas.

Presentí que la señora Friedman sabía más de lo que decía. Disfrutaba de la atención que recibía y deseaba prolongarla. Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.

– Pero ¿y usted, señora Friedman, qué piensa?

Ufanándose un poco, se inclinó también hacia mí y me tocó ligeramente la mano para dar más énfasis.

– Vio a alguien, alguien a quien intentaba dar alcance antes de que saliera de los almacenes. Tom, el guardia de seguridad de la puerta este, me dijo que pasó como una flecha por delante de él y se quedó en la calle mirando a un lado y a otro. En principio debemos pedir permiso para abandonar la tienda en horario de trabajo. Tom tendría que haber informado de eso, pero sólo me lo dijo a mí. Es un schvartze, un negro, pero buena persona.

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