La interrumpió el ruido de la puerta del despacho, que acababa de abrirse. Al volverme, vi entrar a una mujer alta y atractiva de edad imposible de determinar gracias, por una parte, a la bondad de la naturaleza y, por otra, a la magia de la cosmética. A simple vista habría dicho que rondaba los cincuenta, pero si aquélla era Isobel Barton, me constaba que estaba más cerca de los cincuenta y cinco como mínimo. Llevaba un vestido azul claro de una sencillez demasiado sutil para ser barato y exhibía una figura quirúrgicamente mejorada o muy bien conservada.
Cuando se acercó y vi con más claridad las pequeñas arrugas de su cara, supuse que se trataba de lo segundo: Isobel Barton no me pareció la clase de mujer que recurría a la cirugía estética. Un collar de oro y diamantes destellaba en torno a su cuello y un par de pendientes a juego centelleaban mientras andaba. También ella tenía el cabello gris, pero le caía largo y suelto sobre los hombros. Era todavía una mujer atractiva y caminaba como si lo supiera.
Tras la desaparición del pequeño Baines, la atención de la prensa había recaído principalmente en Philip Kooper, pero había sido más bien escasa. El niño pertenecía a una familia de drogadictos y desahuciados. Su desaparición se mencionó sólo por su vinculación con la fundación, y aun así los abogados y patrocinadores apelaron a antiguos favores a fin de que las especulaciones se redujeran al mínimo. La madre se había separado del padre y sus relaciones no habían mejorado desde entonces.
La policía aún le seguía la pista al padre ante la posibilidad de que se tratara de un secuestro, pese a que todo indicaba que éste, un delincuente común, aborrecía a su hijo. En algunos casos, ésa era justificación suficiente para llevarse al niño y matarlo a modo de agresión contra la esposa separada. Cuando yo empezaba a patrullar las calles, en una ocasión llegué a un bloque de apartamentos donde descubrí que un hombre había secuestrado a su hija de corta edad y la había ahogado en la bañera porque la ex esposa no le había permitido quedarse con el televisor tras la separación.
Del seguimiento informativo de la desaparición de Baines se me había quedado grabada una imagen en la memoria: una instantánea de la señora Barton con la cabeza inclinada durante su visita a la madre de Evan Baines, que vivía en un edificio de viviendas de protección oficial. En principio era una visita privada. El fotógrafo pasaba por allí tras acudir al escenario de un asesinato por un asunto de drogas. Uno o dos periódicos incluyeron la foto, pero en tamaño reducido.
– Gracias, Caroline. Hablaré un rato a solas con el señor Parker.
Si bien sonrió mientras lo decía, su tono no admitía discusión. Su secretaria afectó indiferencia al ver que la mandaban fuera, pero echaba chispas por los ojos. Cuando salió del despacho, la señora Barton se sentó en una silla de respaldo recto alejada del escritorio y me señaló un sofá negro de piel. Luego dirigió hacia mí su sonrisa.
– Lo siento mucho. Yo no autoricé ese acuerdo, pero a veces Caroline tiende a protegerme demasiado. ¿Le apetece un café, o prefiere una copa?
– Nada, gracias. Antes de que continúe, señora Barton, debo decirle que en realidad yo no me dedico a las personas desaparecidas.
Sabía por experiencia que era mejor dejar la búsqueda de personas desaparecidas en manos de agencias especializadas y con recursos humanos para seguir pistas y verificar las declaraciones de posibles testigos. Algunos investigadores que aceptaban en solitario esa clase de encargos en el mejor de los casos estaban mal preparados y en el peor eran parásitos que se cebaban con las esperanzas de quienes seguían vivos para continuar financiando esfuerzos mínimos a cambio de resultados aún menores.
– El señor Loomax me advirtió que quizá diría usted eso, pero sólo por modestia. Me pidió que le dijera que él lo consideraría un favor personal.
Sonreí a mi pesar. El único favor que yo le haría a Tony Loo-Loo sería no mearme sobre su tumba cuando muriera.
Según me contó la señora Barton, había conocido a Catherine Demeter a través de su hijo, que había visto a la chica en los grandes almacenes DeVrie's, donde trabajaba, y la había acosado hasta conseguir una cita. La señora Barton y su hijo -su hijastro, para ser exactos, ya que Jack Barton había estado casado antes una vez, con una sureña que se divorció de él tras ocho años de matrimonio y se marchó a Hawai con un cantante- no mantenían una relación estrecha.
Estaba al corriente de que su hijo se dedicaba a actividades «desagradables», como ella dijo, y había intentado inducirlo a cambiar de hábitos «tanto por su propio bien como por el bien de la fundación». Asentí con un gesto de comprensión. Lástima era la única cosa que podía inspirar cualquier persona relacionada con Stephen Barton.
Cuando ella se enteró de que tenía una nueva novia, propuso que se reunieran los tres y concertaron una cita. Al final, su hijo no se presentó, pero Catherine sí y, tras cierta incomodidad inicial, surgió enseguida entre ambas una amistad mucho más sincera que la relación que existía entre la chica y Stephen Barton. Las dos quedaban de vez en cuando para tomar un café o para almorzar. Pese a la insistencia de la señora Barton, Catherine siempre rehusó cortésmente las invitaciones para ir a la casa, y Stephen Barton nunca la llevó.
De pronto, Catherine Demeter se esfumó sin más. Había salido del trabajo temprano un sábado, y el domingo no había acudido a una cita con la señora Barton para almorzar. Eso era lo último que se sabía de Catherine Demeter, dijo la señora Barton. Desde entonces habían pasado dos días y aún no había tenido noticias de ella.
– Debido a…, en fin…, la publicidad que la fundación ha tenido en los últimos tiempos por la desaparición de aquel pobre niño, me he resistido a armar un revuelo o a atraer más atención negativa sobre nosotros -declaró-. Telefoneé al señor Loomax, y éste opina que quizá Catherine simplemente se ha marchado a otra parte. Ocurre con frecuencia, creo.
– ¿Piensa usted que puede haber otra razón?
– No lo sé, la verdad, pero estaba muy contenta con su trabajo y parecía llevarse bien con Stephen. -Se interrumpió por un momento al mencionar a su hijo, como si dudara de si debía continuar o no. Por fin añadió-: Stephen anda muy alocado desde hace un tiempo…, desde antes de la muerte de su padre, de hecho. ¿Conoce a la familia Ferrera, señor Parker?
– Sé quiénes son.
– Stephen empezó a relacionarse con su hijo menor pese a todos nuestros esfuerzos por evitarlo. Me consta que frecuenta malas compañías y que se ha metido en asuntos de drogas. Me temo que podría haber arrastrado a Catherine a algo de eso. Y… -Volvió a interrumpirse un instante-. Yo disfrutaba de la compañía de Catherine. Desprendía cierta dulzura y a veces se la veía muy triste. Decía que deseaba establecerse aquí después de ir de un sitio para otro durante tanto tiempo.
– ¿Le dijo dónde había estado?
– Por todas partes. Imagino que trabajaría en muchos estados.
– ¿Le contó algo de su pasado, dio señales de que algo la preocupara?
– Creo que cuando era niña le ocurrió algo a su familia. Me contó que una hermana suya murió. No entró en detalles. Dijo que no podía hablar de eso, y yo no insistí.
– Puede que el señor Loomax tenga razón. Quizá sólo ha vuelto a trasladarse a otra ciudad.
La señora Barton movió la cabeza en un obstinado gesto de disconformidad.
– No, me lo habría dicho, estoy segura. Stephen no ha tenido noticias de ella y yo tampoco. Temo por ella y quiero saber que está bien. Eso es todo. Catherine ni siquiera tiene que saber que lo he contratado a usted o que estoy preocupada por ella. ¿Aceptará el caso?
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