– Siéntate, hijo -dijo. Me agarró una mano y recorrió los dedos con los suyos suavemente. Mientras seguía las líneas de mi mano, mantuvo los ojos fijos al frente, sin dirigirlos hacia mí-. Sé por qué has venido. -Tenía una voz aguda, infantil, como si fuera una descomunal muñeca parlante a la que, por equivocación, le hubieran puesto las cintas de un modelo de menor tamaño-. Sufres. Te consumes por dentro. Tu niña, tu mujer, se han ido.
En la tenue luz la anciana parecía centellear con una energía oculta.
– Tante, hábleme de la chica del pantano, la chica sin ojos.
– Pobre criatura -dijo la anciana, y arrugó la frente en una expresión de dolor-. Fue la primera aquí. Huía de algo y se extravió. Se fue a dar un paseo con él y nunca volvió. Le hizo tanto daño, tanto… Pero no la tocó, salvo con el cuchillo.
Dirigió los ojos hacia mí por primera vez y descubrí que no era ciega, o si lo era, carecía de importancia. Mientras trazaba las líneas de la palma de mi mano con los dedos, cerré los ojos y tuve la impresión de que ella había estado al lado de la chica durante los últimos momentos, que quizás incluso le había proporcionado cierto consuelo mientras la hoja del cuchillo llevaba a cabo su labor.
– Calla, hijo. Ahora ven con Tante. Calla, hijo, y agarra mi mano. Ahora te ha hecho sufrir a ti.
Mientras me tocaba, oí y sentí, en lo más hondo de mi ser, la hoja que hería, chirriaba, separaba el músculo de las articulaciones, la carne del hueso, el alma del cuerpo, al artista que trabajaba sobre su lienzo; y sentí agitarse en mí el dolor, formar un arco a través de una vida que se debilitaba como el destello de un relámpago, brotar como las notas de una melodía infernal a través de la chica desconocida en un pantano de Louisiana. Y en su agonía sentí la agonía de mi propia hija, de mi propia esposa, y tuve la certeza de que aquél era el mismo hombre. Y mientras el dolor llegaba a su fin para la chica en el pantano, ella estaba sumida en la oscuridad, y supe que el asesino la había cegado antes de matarla.
– ¿Quién es ese hombre? -pregunté.
La mujer habló, y en su voz se oyeron cuatro voces distintas: las de una esposa y una hija, la de una anciana obesa recostada sobre una cama en una habitación oscura, y la de una chica anónima que padeció una muerte solitaria y brutal entre el barro y el agua de un pantano de Louisiana.
– Es el Viajante.
Walter cambió de posición en la silla y el ruido de la cucharilla contra la taza de porcelana fue como el tintineo de un carillón. -No -dije-. No lo encontré.
Walter llevaba un rato callado y ya apenas quedaba whisky en su vaso.
– He de pedirte un favor. No para mí sino para otra persona. -Esperé -. Tiene que ver con la Fundación Barton.
La Fundación Barton se había creado por una disposición testamentaria del viejo Jack Barton, un empresario que amasó una fortuna suministrando piezas a la industria aeronáutica después de la guerra. La fundación concedía becas para la investigación de asuntos relacionados con la infancia, financiaba clínicas pediátricas y, en términos generales, proporcionaba dinero para el cuidado de los niños allí donde las ayudas estatales no llegaban. Aunque su presidenta nominal era Isobel Barton, la viuda del viejo Jack, la responsabilidad de la administración diaria recaía en un abogado llamado Andrew Bruce y en el director de la fundación, Philip Kooper.
Yo estaba al tanto de todo eso porque de vez en cuando Walter recaudaba fondos para la fundación -rifas, torneos de bolos- y también porque hacía unas semanas la fundación había saltado a la prensa por las peores razones posibles. Durante un acto de beneficencia celebrado en los jardines de la casa de los Barton en Staten Island, un niño, Evan Baines, había desaparecido. Pasado un tiempo, no se había encontrado el menor rastro del muchacho y la policía casi había abandonado toda esperanza de dar con él. Creían que, por algún motivo, se había alejado de los jardines y había sido secuestrado. La noticia mereció la atención de los periódicos durante una temporada y luego se olvidó.
– ¿Evan Baines?
– No, o al menos no lo creo, pero puede tratarse de una persona desaparecida. Una amiga de Isobel Barton, una joven, no ha dado señales de vida desde hace unos días y la señora Barton está preocupada. Se llama Catherine Demeter. No hay ningún vínculo con la desaparición de Baines; cuando eso ocurrió, ella ni siquiera conocía a los Barton.
– ¿Los Barton, en plural?
– Según parece, salía con Stephen Barton. ¿Sabes algo de él?
– Es un gilipollas. Aparte de eso, pasa droga a pequeña escala para Sonny Ferrera. Se crió cerca de la casa de los Ferrera en Staten Island y empezó a frecuentar a Sonny en la adolescencia. Toma esteroides, y también coca, creo, pero nada importante.
Walter arrugó la frente.
– ¿Desde cuándo sabes eso? -preguntó.
– No me acuerdo -contesté-. Habladurías de gimnasio.
– Dios mío, y no nos has contado algo que podría sernos útil. Yo lo sé sólo desde el martes.
– Se supone que no debes saberlo -dije-. Eres policía. Nadie te cuenta nada que no debas saber.
– Tú también eras policía -masculló Walter-. Has contraído alguna que otra mala costumbre.
– No me vengas con ésas, Walter. ¿Cómo voy a saber yo a quién andáis investigando? ¿Qué tengo que hacer? ¿Confesarme contigo una vez por semana? -Me serví un poco de café caliente en la taza-. En fin, dejémoslo. El caso es que crees que existe alguna relación entre esta desaparición y Sonny Ferrera, ¿verdad?
– Es posible -contestó Walter-. Los federales tuvieron a Stephen Barton bajo vigilancia durante un tiempo, hace un año quizás, en principio antes de que empezara a salir con Catherine Demeter. Como no estaban llegando a ninguna parte con él, lo dejaron correr. Según el expediente de Narcóticos, la chica no parecía estar implicada, al menos claramente, pero ¿qué sabrán ésos? Algunos de ellos todavía piensan que la nieve es algo que cae del cielo en invierno. Quizá la chica vio algo que no debería haber visto.
Su rostro delató lo poco convincente que le parecía la conexión, pero dejó que yo expresara la duda.
– Vamos, Walter, ¿esteroides y coca en pequeñas cantidades? Eso mueve dinero, pero es un juego de niños en comparación con los demás negocios de Ferrera. Si liquidó a alguien por un asunto de drogas para obsesos de los músculos, es más tonto aún de lo que nos consta. Incluso su viejo piensa que es el resultado de un gen defectuoso.
Se sabía que Ferrera padre, enfermo y decrépito pero aún respetado, de vez en cuando aludía a su hijo como «ese capullo».
– ¿Eso es lo único que tenéis?
– Como tú dices, somos policías. Nadie nos facilita información útil -respondió con aspereza.
– ¿Sabías que Sonny es impotente?
Walter se puso en pie y, balanceando el vaso vacío ante su cara, sonrió por primera vez esa noche.
– No. No, no lo sabía, y no estoy muy seguro de querer saberlo. ¿Tú quién diantres eres? ¿Su urólogo?
Me miró mientras alargaba el brazo hacia el Redbreast. Mostré mi indiferencia mediante un gesto con los dedos cuya sinceridad no iba más allá de la muñeca.
– ¿Pili Pilar sigue con él? -pregunté para tantear el terreno.
– Sí, que yo sepa. Oí que hace unas semanas Pili tiró a Nicky Glasses por una ventana porque se retrasó en el pago de sus deudas.
El Banco Mundial ofrecía créditos que devengaban un interés más bajo que las operaciones financieras de Sonny Ferrera. Pero probablemente el Banco Mundial no arrojaba a la gente de un décimo piso porque no podía hacer frente a los intereses, o al menos todavía no.
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