John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Hinchó los carrillos y puso en orden sus ideas mientras soltaba el aire lentamente.

– Hay una mujer en St. Martin Parish, una vieja criolla. Tiene el don, dicen los lugareños. Protege del mal de ojo. Ya sabes, espíritus malignos y toda esa mierda. Ofrece curación para los niños enfermos, reconcilia a los amantes. Tiene visiones. -Se interrumpió y, con los ojos entrecerrados, se pasó la lengua por el interior de la boca.

– ¿Es vidente?

– Es una bruja, si estás dispuesto a creerte lo que cuentan los lugareños.

– ¿Y tú te lo crees?

– Ha sido… útil una o dos veces hasta la fecha, según la policía de aquí. Yo no he tenido nada que ver con ella antes.

– ¿Y ahora?

Llegó mi café y Woolrich pidió que también a él le llenaran la taza. Nos quedamos callados hasta que se fue el camarero y entonces Woolrich apuró medio café de un humeante trago.

– Tiene unos diez hijos y miles de nietos y bisnietos. Algunos viven con ella o cerca, así que nunca está sola. El clan familiar es más numeroso que el de Abraham. -Esbozó una sonrisa pero fue algo fugaz, un breve respiro antes de lo que estaba por llegar-. Dice que hace un tiempo mataron a una chica en los pantanos, la zona por donde merodeaban antes los piratas de Barataria. Informó a la oficina del sheriff pero no le hicieron mucho caso. No sabía el lugar exacto; sólo dijo que una chica había sido asesinada en los pantanos. Lo había visto en un sueño.

»El sheriff no movió un dedo. Bueno, eso no es del todo cierto. Pidió a sus hombres que tuvieran los ojos abiertos y luego prácticamente se olvidó del asunto.

– ¿Por qué ha vuelto a salir el tema?

– La vieja cuenta que oye llorar a la chica por las noches. -No habría sabido decir si Woolrich estaba asustado o sólo abochornado por lo que contaba, pero miró en dirección a la ventana y se enjugó el rostro con un pañuelo enorme y mugriento-. Pero hay una cosa más -añadió. Plegó el pañuelo y se lo metió en el bolsillo del pantalón-. Dice que a la chica le despellejaron la cara. -Respiró hondo-. Y que le arrancaron los ojos antes de matarla.

Fuimos por la I-10 en dirección norte durante un rato, dejamos atrás unas galerías comerciales y seguimos hacia West Baton Rouge, nos encontramos con restaurantes para camioneros y garitos, bares llenos de trabajadores de la industria petrolera y, por todas partes, negros bebiendo el mismo whisky de garrafa y la aguada cerveza del sur. Un viento caliente, cargado del denso olor a descomposición de los pantanos, agitaba las ramas de los árboles que bordeaban la carretera. Luego cruzamos el paso elevado de Atchafalaya, con los pilares asentados bajo el agua, para entrar en el pantano del mismo nombre y en territorio cajún.

Sólo había estado allí una vez, en la época en que Susan y yo éramos más jóvenes y felices. En la carretera de Henderson Levee pasamos frente al indicador del desvío hacia el McGee's Landing, donde yo había comido un pollo insípido y Susan había optado por la carne de caimán frita, tan dura que ni siquiera otros caimanes la habrían digerido con facilidad. Luego un pescador cajún nos llevó a dar un paseo en barca por el bosque de cipreses semisumergidos. El sol declinó y tiñó el agua de color rojo sangre, los tocones de los árboles se convirtieron en siluetas oscuras como dedos de cadáveres que señalaban el firmamento de manera acusadora. Era otro mundo, tan alejado de la ciudad como la luna de la tierra, y pareció crear una corriente erótica entre nosotros mientras, a causa del calor, las camisas se nos adherían al cuerpo y el sudor nos goteaba por la frente. Cuando regresamos al hotel de Lafayette, hicimos el amor con urgencia, con una pasión que superaba al amor, nuestros cuerpos moviéndose a la par, y el calor en la habitación tan denso como el agua.

Woolrich y yo no llegamos a Lafayette. Abandonamos la autopista por una carretera de dos carriles que serpenteaba a través de los pantanos antes de reducirse a poco más que un sendero con roderas y hoyos llenos de agua maloliente en torno a los cuales zumbaban espesos enjambres de insectos. Cipreses y sauces flanqueaban el camino, y a través de ellos se veían en el agua los tocones de los árboles, reliquias de cultivos del siglo pasado. Colonias de nenúfares se arracimaban en las orillas, y cuando el coche reducía la velocidad y la luz era la adecuada, vislumbré chernas que se deslizaban lánguidamente entre las sombras y asomaban de vez en cuando a la superficie del agua.

En una ocasión me contaron que los bucaneros de Jean Lafitte se refugiaban allí. Ahora otros ocupaban su lugar, asesinos y traficantes que utilizaban los canales y las marismas como escondrijos para la heroína y la marihuana, y como tumbas verdes y tenebrosas para sus víctimas, cuyos cadáveres contribuían al vertiginoso crecimiento de la naturaleza, donde el hedor de la descomposición quedaba camuflado entre el intenso olor de las plantas.

Tomamos una curva más, allí las ramas de los cipreses pendían sobre el camino. Con un sonoro traqueteo cruzamos un puente de madera en el que las tablas recuperaban su color original a medida que la pintura se desconchaba y desintegraba. Ya en el otro lado me pareció distinguir entre las sombras una figura gigantesca que nos observaba, con unos ojos blancos como huevos en la penumbra de los árboles.

– ¿Lo has visto? -preguntó Woolrich.

– ¿Quién es?

– El hijo menor de la vieja. Le llama Tee Jean. Petit Jean. Es un poco retrasado, pero cuida de ella. Como todos los demás.

– ¿Todos?

– En la casa viven seis personas: la vieja, un hijo, una hija, y los tres niños de su segundo hijo, que murió con su mujer en un accidente de coche hace tres años. Tiene otros cinco hijos y tres hijas, y todos viven a pocos kilómetros de aquí. También los vecinos cuidan de ella. Es como la matriarca de los alrededores, supongo. Una magia poderosa.

Lo miré para comprobar si hablaba en tono irónico, pero no.

Salimos de entre los árboles y llegamos a un claro donde había una casa alargada de una sola planta, elevada sobre tocones de árboles descortezados. Parecía vieja pero bien construida, con las tablas de la fachada rectas y cuidadosamente encajadas y las tejas en perfecto estado pero más oscuras allí donde habían sido reemplazadas. La puerta estaba abierta, sin más protección que una mosquitera, y en el porche, que abarcaba toda la parte delantera y continuaba por el costado, había sillas y juguetes esparcidos. Detrás se oían voces y el chapoteo de los niños en el agua.

La puerta mosquitera se abrió y en lo alto de la escalera apareció una mujer delgada y menuda de unos treinta años. Tenía las facciones delicadas, la piel de un ligero tono de color café y el cabello oscuro y exuberante recogido en una cola. Cuando salimos del coche y nos acercamos, vi que tenía marcas en la cara, resultado probablemente de un acné juvenil. Al parecer reconoció a Woolrich, ya que, antes de que habláramos, mantuvo la puerta abierta para dejarme pasar. Woolrich no me siguió. Me volví hacia él.

– ¿No entras?

– Si alguien pregunta, yo no te he traído aquí; ni siquiera tengo intención de verla -contestó. Tomó asiento en el porche y, apoyando los pies en la barandilla, contempló el resplandor del agua bajo el sol.

Dentro, la madera era oscura y el aire fresco. Había puertas a ambos lados, que daban a los dormitorios y a una sala de aspecto formal con muebles viejos y labrados a mano, sencillos pero trabajados con habilidad y esmero. En una radio antigua con el dial iluminado y nombres de lugares lejanos en la banda de frecuencias sonaba un nocturno de Chopin. La música me siguió por la casa hasta el último dormitorio, donde esperaba la anciana.

Era ciega. Tenía las pupilas blancas, hundidas en una cara grande y redonda con pliegues de carne que le colgaban hasta el esternón. Los brazos, visibles a través de las mangas de gasa del vestido multicolor, eran más gruesos que los míos y sus hinchadas piernas parecían troncos de árbol y terminaban en unos pies diminutos, casi delicados. Una montaña de almohadas la sostenía parcialmente incorporada en una cama enorme en medio de la habitación, protegida de la luz del sol por las cortinas corridas e iluminada sólo por un farolillo. Calculé que pesaba como mínimo ciento sesenta kilos, probablemente más.

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