»Pili tenía una herida grave en la cabeza debido al golpe contra el parabrisas y el coche estaba manchado de sangre. Ollie y yo lo empujamos hasta el patio, y luego él llamó a un médico que conocía; el tipo le dijo que le llevara a Pili. Como Pili no se movía y estaba muy pálido, Ollie lo trasladó a la consulta del médico en su propio coche, y el médico insistió en mandarlo de inmediato al hospital porque creía que tenía una fractura de cráneo.
Las palabras salían de Emo a borbotones. Una vez iniciado el relato, deseaba terminarlo, como si contándolo en voz alta fuera a disminuir el peso que representaba saberlo.
– El caso es que discutieron un rato, pero el médico conocía una clínica privada donde no harían muchas preguntas, y Ollie accedió. El médico telefoneó a la clínica y Ollie volvió al garaje a ocuparse del coche.
»Tenía un número donde localizar a Sonny, pero no contestaban. Había vuelto a guardar el coche, pero no quería dejarlo allí por si…, ya sabes, por si había habido algún problema con la policía. Así que llamó al viejo y le contó lo ocurrido. El viejo le dijo que no se moviera, que enviaría a alguien a encargarse del asunto.
»Ollie salió a esconder el coche y, cuando volvió, tenía peor aspecto que Pili. Parecía mareado y le temblaban las manos. Le pregunté qué pasaba, pero él sólo me dijo que me marchara y no le contara a nadie que había estado allí. No quiso decirme nada más, sólo que me fuera.
»Ya no supe más de él hasta que me enteré de que la policía había organizado una redada en su negocio y de que luego Ollie salió en libertad bajo fianza y desapareció. Te lo juro, eso es lo último que supe.
– ¿Por qué la pistola, entonces?
– Uno de los hombres del viejo estuvo aquí hace un par de días. -Tragó saliva-. Bobby Sciorra. Quería información sobre Ollie; quería saber si yo había estado allí el día del accidente de Pili. Le contesté que no, pero no le bastó con eso.
Emo Ellison se echó a llorar. Levantó los dedos vendados y, lenta y cuidadosamente, empezó a quitarse la venda de uno.
– Me llevó a dar un paseo. -Alzó el dedo y vi una marca en forma de anillo coronada por una enorme ampolla que parecía palpitar ante mis ojos-. El encendedor. Me quemó con el encendedor del coche.
Veinticuatro horas después Ollie Watts, el Gordo, estaba muerto.
Walter Cole vivía en Richmond Hill, el más antiguo de los siete barrios de Queens, conocidos como las Siete Hermanas. Establecido en la década de 1880, el pueblo disfrutaba de un centro y unas tierras comunales, y cuando los padres de Walter abandonaron Jefferson City y se mudaron allí poco antes de la segunda guerra mundial, debía de parecer una recreación del centro de Estados Unidos a un paso de Manhattan. Walter se quedó la casa en la calle 113, al norte de la Myrtle Avenue, cuando sus padres se retiraron a Florida. Él y Lee comían casi todos los viernes en el Triangle Hofbräu, un viejo restaurante alemán de la Jamaica Avenue, y paseaban por las espesas arboledas de Forest Park en verano.
Llegué a casa de Walter poco después de las nueve. Me abrió la puerta él mismo y me hizo pasar a lo que, en caso de tratarse de un hombre menos educado, podría haberse llamado su «cubil», pero «cubil» era una palabra que no hacía justicia a la biblioteca en miniatura que había reunido a lo largo de medio siglo de ávida lectura: biografías de Keats y Saint-Exupéry compartían estantería con obras sobre medicina forense, delitos sexuales y psicología criminal. Fenimore Cooper estaba tapa con tapa en compañía de Borges; Barthelme parecía un tanto inquieto en medio de unos cuantos títulos de Hemingway.
Entre tres archivadores había un escritorio con la superficie de piel, y sobre éste un PowerBook de Macintosh. Cuadros de artistas locales adornaban las paredes y, en un rincón, una pequeña vitrina exhibía trofeos de caza, amontonados en desorden como si Walter se sintiera orgulloso de su habilidad y al mismo tiempo avergonzado de su orgullo. La mitad superior de la ventana estaba abierta, y en la cálida noche me llegó el olor a césped recién cortado y el bullicio de los niños jugando a hockey en la calle.
Se abrió la puerta del cubil y entró Lee. Ella y Walter llevaban juntos veinticuatro años y compartían sus vidas con una naturalidad y una armonía que Susan y yo nunca habíamos conseguido, ni siquiera en los mejores momentos. Los vaqueros negros y la blusa de Lee se ajustaban a una figura que había resistido los rigores de dos hijos y la pasión de Walter por la cocina oriental. Tenía el pelo de color negro azabache con mechones grises entretejidos como haces de luz de luna sobre agua oscura, y lo llevaba recogido en una cola. Cuando se acercó a darme un beso en la mejilla rodeándome los hombros con los brazos, su aroma a lavanda me envolvió como un velo y me di cuenta, no por primera vez, de que siempre había estado un poco enamorado de Lee Cole.
– Me alegro de verte, Bird -dijo, y al rozarme la mejilla con la mano derecha, unas arrugas de inquietud en su frente desmintieron la sonrisa de sus labios. Lanzó una mirada a Walter y entre ellos se estableció algún tipo de comunicación-. Volveré dentro de un rato con un café.
Al salir, cerró la puerta con suavidad.
– ¿Cómo están los niños? -pregunté mientras Walter se servía un vaso de Redbreast, su whisky irlandés de siempre con tapón de rosca.
– Bien -respondió-. Lauren sigue sin soportar el instituto. Ellen empezará a estudiar derecho en Georgetown este otoño, así que al menos un miembro de la familia entenderá los mecanismos de la ley.
Inhaló profundamente al llevarse el vaso a la boca y tomó un sorbo. Sin querer, tragué saliva y me asaltó una sed repentina. Walter advirtió mi turbación y se sonrojó.
– Mierda, lo siento -se disculpó.
– Da igual -contesté-. Es una buena terapia. Veo que sigues soltando tacos en casa.
Lee detestaba las palabras malsonantes y sistemáticamente repetía a su marido que sólo los patanes recurrían al lenguaje soez. Walter acostumbraba contraatacar aduciendo que, en una ocasión, Wittgenstein blandió un atizador durante una discusión filosófica, prueba irrefutable, desde su punto de vista, de que a veces el discurso erudito no posee la expresividad suficiente ni siquiera para las mentes más preclaras.
Fue a sentarse en un sillón de piel a un lado de la chimenea vacía y me indicó que ocupara el de enfrente. Lee entró con una cafetera de plata, una jarrita de leche y dos tazas en una bandeja y, antes de salir, dirigió una mirada de inquietud a Walter. Supe que habían estado hablando antes de que yo llegara; no tenían secretos el uno para el otro, y su nerviosismo parecía revelar que su preocupación por mi bienestar no era de lo único que habían conversado.
– ¿Prefieres que me siente bajo una lámpara? -pregunté. Una tenue sonrisa asomó al rostro de Walter con la levedad de una brisa y desapareció.
– Me he enterado de alguna que otra cosa en estos últimos meses -empezó a explicar con la vista fija en su vaso como un adivino observando una bola de cristal. Permanecí en silencio-. Sé que hablaste con los federales, que apelaste a ciertos favores para poder echar un vistazo a los archivos -continuó-. Sé que intentabas encontrar al hombre que mató a Susan y a Jenny. -Me miró por primera vez desde que había comenzado a hablar.
Yo no tenía nada que decir, así que serví café para los dos, alcancé mi taza y tomé un sorbo. Era de Java, fuerte y oscuro. Respiré hondo.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque quiero saber a qué has venido, por qué has vuelto. No entiendo en qué te has convertido si es que algunas de las cosas que cuentan son ciertas. -Tragó saliva y lo compadecí por lo que se veía en la obligación de decir y preguntar. Si yo sabía la respuesta de algunas de sus preguntas, no estaba seguro de querer dársela, ni de que Walter realmente deseara oírla. Fuera los niños habían terminado el partido en cuanto empezó a oscurecer, y se respiraba en el aire una calma en la que las palabras de Walter sonaron como un presagio-. Cuentan que encontraste al culpable -añadió, esta vez sin titubeos, como si hubiera hecho acopio de valor para decir lo que tenía que decir-. Que lo encontraste y lo mataste. ¿Es verdad?
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