John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Seguía sin gustarme la idea de hacerle el trabajo sucio a Walter Cole y aprovecharme de Isobel Barton, pero apenas tenía algo más entre manos aparte de la comparecencia en un juicio al día siguiente como testigo de una compañía de seguros, otro caso que había aceptado por dinero y disponer de tiempo libre.

Si había alguna relación entre Sonny Ferrera y la desaparición de Catherine Demeter, casi con toda seguridad la chica estaba en un aprieto. Si Sonny estaba implicado en el asesinato de Ollie Watts, el Gordo, era evidente que había perdido el norte.

– Le dedicaré unos días -dije, y añadí-: A modo de favor. ¿Quiere saber mis honorarios?

Había empezado a extender un cheque a cargo de su cuenta personal, no de la fundación.

– Aquí tiene un anticipo de tres mil dólares, y ésta es mi tarjeta. Al dorso encontrará mi número de teléfono particular. -Desplazó la silla hacia delante-. Y dígame, ¿qué más necesita saber?

Esa noche cené en el River, en Amsterdam Avenue, casi en la esquina con la calle 70, donde preparaban una magnífica ternera que lo convertía en el mejor restaurante vietnamita de la ciudad, y donde los camareros se movían con tal delicadeza que uno tenía la sensación de que lo servían sombras o brisas pasajeras. Observé a una pareja joven en la mesa contigua con las manos entrelazadas. Se acariciaban mutuamente los nudillos y las yemas de los dedos, trazaban suaves círculos en las palmas y luego se tomaban las manos en un fuerte apretón. Y mientras simulaban así que hacían el amor, una camarera pasó a mi lado y me dirigió una sonrisa de complicidad.

6

Al día siguiente de mi entrevista con Isobel Barton pasé brevemente por el juzgado para el caso de la aseguradora. Una compañía telefónica había sido demandada por un electricista en nómina que alegaba haber caído por un agujero en el suelo mientras revisaba unos cables subterráneos y que, como consecuencia del accidente, no podía seguir trabajando.

Quizá no pudiera trabajar, pero sí había sido capaz de levantar doscientos veinticinco kilos en una competición de halterofilia con premios en metálico organizada por un gimnasio de Boston. Yo había grabado su momento de gloria con una microvideocámara Panasonic. La aseguradora presentó la prueba a un juez, que pospuso toda decisión al respecto hasta la semana siguiente. Ni siquiera tuve que prestar declaración. Después me tomé un café y leí el periódico en un bar antes de ir al viejo gimnasio de Pete Hayes en Tribeca.

Sabía que Stephen Barton hacía ejercicio allí de vez en cuando. Si su novia había desaparecido, era muy posible que Barton supiera adónde se había marchado o, igual de importante, por qué. Recordaba vagamente que era un hombre fornido de aspecto nórdico, con el cuerpo hinchado hasta límites repugnantes a causa de los esteroides. Aunque todavía no había cumplido los treinta, aparentaba diez años más debido a la textura de cuero viejo de su piel, fruto de la mezcla de culturismo y salones de bronceado.

Cuando los artistas y los abogados de Wall Street empezaron a mudarse a la zona de Tribeca, atraídos por los lofts de los edificios de hierro forjado y mampostería, el gimnasio de Pete subió de categoría; en lo que antes era un local con el suelo cubierto de escupitajos y serrín, había ahora espejos y macetas con palmeras y, para colmo de sacrilegios, un bar de zumos. Ahora las masas de músculos sin cerebro y los auténticos levantadores de pesas se codeaban con economistas que habían echado barriga y ejecutivas con teléfonos móviles y trajes sastre de marca. El tablón de la entrada anunciaba algo llamado spinning, que consistía en pasarse una hora sentado en una bicicleta hasta sudar sangre. Diez años atrás la asidua clientela de Pete habría reducido a escombros el gimnasio ante la sola idea de que pudiera utilizarse con ese fin.

Una rubia de aspecto saludable con unos leotardos grises me dejó pasar al despacho de Pete, el último bastión de lo que había sido el gimnasio en otro tiempo. Pósters antiguos de competiciones de halterofilia y concursos de Mister Universo compartían las paredes con fotografías en las que aparecía Pete en compañía de Steve Reeves, Joe Weider y, curiosamente, el luchador Hulk Hogan. En una vitrina había expuestos trofeos de fisioculturismo y tras un desportillado escritorio de pino estaba Pete, con sus músculos cada vez más fláccidos a causa de la edad pero todavía fuerte e imponente, y con el pelo entrecano cortado a lo militar. Yo había ido al gimnasio durante seis años, hasta que me ascendieron a inspector e inicié mi proceso de autodestrucción.

Pete se levantó y me saludó con la cabeza. Tenía las manos en los bolsillos y su holgado jersey no disimulaba la envergadura de sus hombros y sus brazos.

– ¡Cuánto tiempo sin vernos! -exclamó-. Siento mucho lo que ocurrió… -Bajó la voz gradualmente hasta interrumpirse y se encogió de hombros a la vez que movía el mentón en un gesto dirigido al pasado y lo sucedido.

Asentí y me apoyé contra un viejo archivador de color gris plomo salpicado de pegatinas con propaganda de suplementos vitamínicos y revistas de halterofilia.

– ¿Conque spinning eh, Pete?

Hizo un mohín.

– Sí, ya lo sé. Sin embargo, con el spinning me saco doscientos dólares la hora. En el piso de arriba, justo encima de nosotros, tengo cuarenta bicicletas, y no ganaría más dinero falsificando billetes.

– ¿Anda por aquí Stephen Barton?

Pete dio un puntapié a un obstáculo imaginario en el gastado suelo de madera.

– No viene desde hace una semana más o menos. ¿Está metido en algún lío?

– No lo sé -contesté-. ¿Lo está?

Pete se sentó lentamente y, con una mueca de dolor, estiró las piernas. Los años de sentadillas le habían pasado factura a sus rodillas dejándoselas débiles y artríticas.

– No eres el primero que pregunta por él esta semana. Ayer lo buscaban por aquí un par de individuos que vestían trajes baratos. Reconocí a uno de ellos, un tal Sal Inzerillo. Fue un buen peso medio hasta que empezó a pasarse alguna que otra temporada entre rejas.

– Lo recuerdo. -Guardé silencio por un instante-. He oído decir que ahora trabaja para el viejo Ferrera.

– Es posible -respondió Pete a la vez que asentía con la cabeza-. Es posible. Quizá ya trabajara para el viejo en el cuadrilátero si damos crédito a lo que se contaba. ¿Tiene algo que ver con las drogas?

– No lo sé -contesté. Pete me lanzó una mirada furtiva para comprobar si mentía, decidió que no y volvió a bajar la vista hacia sus zapatillas-. ¿Te has enterado de si hay algún problema entre Sonny y el viejo, algo relacionado con Stephen Barton?

– Tienen problemas, eso desde luego, o si no, ¿por qué iba a venir Inzerillo a estropearme el suelo con sus suelas negras de goma? Pero no me consta que Barton esté por medio.

Pasé al tema de Catherine Demeter.

– ¿Recuerdas si acompañaba a Barton una chica últimamente? Quizá viniera por aquí alguna vez. Baja, morena, dentuda, treintañera.

– Barton anda con muchas chicas, pero a ésa no la recuerdo. En general, no me fijo a menos que sean más listas que Barton, y entonces sólo porque me sorprende.

– No es difícil ser más listo que él -dije-. Ésta probablemente lo era. ¿Barton maltrata a las mujeres?

– Tiene un humor de perros, desde luego. Las pastillas le han trastornado el cerebro, la furia de los esteroides le ha salido por donde no debía. Para él todo se reduce a follar o pelearse. Básicamente a follar. Con mi mujer tendría una pelea detrás de otra. -Me miró con atención-. Sé en qué anda metido, pero aquí no vende. Le habría hecho tragarse su mierda por la fuerza si lo hubiera intentado.

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