John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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– ¿Tiene idea de a quién vio?

– No. Se negó a hablar del asunto. Que yo sepa, no tiene amigos entre el personal, y ahora lo entiendo.

Hablé con el guardia de seguridad y con el supervisor, pero no pudieron añadir nada a la información que la señora Friedman me había proporcionado. Entré en un bar a tomar un café y un sándwich, regresé a mi apartamento a recoger una pequeña bolsa negra que me había dado mi amigo Ángel y cogí otro taxi para ir al apartamento de Catherine Demeter.

7

El apartamento, en un edificio rehabilitado de obra vista con cuatro plantas, estaba en Greenpoint, una parte de Brooklyn habitada mayoritariamente por italianos, irlandeses y polacos, entre estos últimos un gran número de ex activistas del sindicato Solidaridad. De la Fundición Continental de Greenpoint había salido el acorazado Monitor para combatir contra el buque confederado Merrimac cuando Greenpoint era el centro industrial de Brooklyn.

Los forjadores, los alfareros y los impresores ya habían desaparecido, pero muchos de los descendientes de los antiguos trabajadores seguían allí. Pequeñas boutiques y panaderías polacas compartían fachada con arraigadas tiendas de kosher y con establecimientos que vendían aparatos eléctricos de segunda mano.

La manzana donde vivía Catherine Demeter dejaba aún bastante que desear, y en los peldaños de la mayoría de los edificios se veía a muchachos sentados con zapatillas de deporte y vaqueros por debajo de la cintura, que se dedicaban a fumar, silbar y gritar a las mujeres que pasaban. Vivía en el apartamento 14, probablemente en uno de los últimos pisos del bloque. Llamé al timbre, pero no me sorprendió comprobar que nadie contestaba por el portero automático. Probé en el 20, y cuando respondió una anciana, le dije que era de la compañía de gas y que había recibido aviso de un escape pero que el portero no estaba en su apartamento. Guardó silencio por un instante y luego me dejó pasar.

Imaginé que lo verificaría con el portero, así que disponía de poco tiempo, aunque si el apartamento no revelaba nada sobre el posible paradero de Catherine Demeter, tendría que hablar con el portero de todos modos o recurrir a los vecinos, o quizás incluso al cartero. Al cruzar el vestíbulo, abrí el buzón del apartamento 14 con una ganzúa y allí sólo encontré el último número de la revista New York y dos sobres que parecían de propaganda. Cerré el buzón y subí al tercer piso por la escalera.

El tercer piso estaba en silencio, con seis puertas recién barnizadas a lo largo del rellano, tres a cada lado. Me acerqué sigilosamente al número 14 y saqué la bolsa negra del interior de la chaqueta. Volví a llamar a la puerta, sólo para mayor seguridad, y extraje la espátula eléctrica de la bolsa. Ángel era el mejor especialista en allanamiento de morada que conocía, y yo, incluso estando en la policía, había tenido razones para solicitar sus servicios. A cambio, nunca lo había molestado y él se había mantenido fuera de mi camino desde el punto de vista profesional. Cuando tuvo que cumplir condena, hice lo que pude por facilitarle un poco las cosas dentro. La espátula fue una especie de prueba de gratitud. Una prueba de gratitud ilegal.

Parecía un taladro eléctrico pero era más pequeña y delgada, con una púa en un extremo que actuaba como ganzúa y palanca. Introduje la púa en la cerradura y apreté el gatillo. La espátula vibró ruidosamente durante un par de segundos y el resorte cedió. Entré en silencio y cerré la puerta, segundos antes de que otra puerta se abriese en el rellano. Inmóvil, esperé a que se cerrara y entonces guardé la espátula en la bolsa, volví a abrir la puerta y saqué un mondadientes del bolsillo. Lo partí en cuatro trozos que metí en la cerradura. Eso me daría tiempo de llegar a la escalera de incendios si alguien intentaba entrar en el apartamento mientras yo estaba allí. A continuación cerré la puerta y encendí la luz.

Un pasillo corto, cubierto con una alfombra raída, daba a una sala de estar limpia y con muebles baratos, un televisor viejo y un sofá y unas butacas que no hacían juego. A un lado había una cocina pequeña y al otro un dormitorio.

Empecé por el dormitorio. Junto a la cama, sobre un estante, había unas cuantas novelas en rústica. El resto del mobiliario se reducía a un armario y un tocador, y ambos parecían hechos a partir de kits de montaje de IKEA. Miré bajo la cama y encontré una maleta vacía. No había cosméticos en el tocador, lo cual significaba que quizá se los había llevado junto con unas cuantas cosas más para pasar fuera un par de días. Probablemente no tenía intención de quedarse fuera mucho tiempo y desde luego no parecía haberse marchado para siempre.

Eché un vistazo al armario pero dentro sólo había ropa y unos cuantos pares de zapatos. Los dos primeros cajones del tocador también contenían sólo ropa, pero el último estaba lleno de papeles, los documentos, declaraciones de renta y certificados de trabajo de una vida transcurrida de ciudad en ciudad, de empleo en empleo.

Catherine Demeter había trabajado como camarera durante mucho tiempo, trasladándose de New Hampshire a Florida y viceversa según la temporada. También había pasado épocas en Chicago, Las Vegas y Phoenix, así como en numerosos pueblos, a juzgar por las nóminas y justificantes de ingresos del cajón. Había asimismo varios extractos bancarios. Tenía unos mil novecientos dólares en una cuenta de ahorros de una sucursal del Citibank, además de acciones y obligaciones cuidadosamente atadas con una ancha cinta de color azul. Al final encontré un pasaporte, renovado en fecha reciente, y dentro tres fotos de pasaporte sueltas de la propia Catherine.

Catherine Demeter, tal como Isobel Barton la había descrito, era una mujer menuda y atractiva de unos treinta y cinco años, un metro sesenta de estatura, cabello oscuro, media melena, ojos de color azul y tez clara. Me hice con las fotos sueltas y las guardé en mi cartera. Luego examiné el único objeto de carácter muy personal que había en el cajón.

Era un álbum de fotos, grueso y ajado en las esquinas. Mostraba lo que, supuse, era la historia de la familia Demeter: fotografías en sepia de los abuelos, la boda de un hombre y una mujer que probablemente eran sus padres y las fotos de dos niñas año tras año, a veces con sus padres y amigos, a veces juntas, a veces solas. Imágenes de la playa, de las vacaciones familiares, de los cumpleaños y las navidades y los días de Acción de Gracias; los recuerdos de dos hermanas que empezaban a vivir. El parecido entre ambas saltaba a la vista. Catherine era la menor, y ya entonces eran visibles sus dientes salidos. La que suponía que era su hermana tenía dos o tres años más, una niña de pelo rubio rojizo, preciosa ya a los once o doce años.

No había más fotografías de la hermana mayor a partir de esa edad. El resto era de Catherine sola o con sus padres, y el testimonio de su crecimiento se hacía menos frecuente, a la vez que desaparecía la sensación de celebración y alegría. Con el paso del tiempo, las fotos eran ya muy esporádicas, hasta una última de Catherine el día de su graduación, una muchacha de aspecto solemne, con ojeras y al borde del llanto. Firmaba el certificado adjunto el director del instituto Haven de Virginia.

Entre las hojas finales del álbum se notaba que se había extraído algo. A pie de página quedaban restos de lo que parecía papel de periódico, en su mayoría trozos diminutos del grosor de una hebra, pero había uno que era un cuadrado de unos cinco centímetros de lado. El papel amarilleaba y contenía un fragmento de un parte meteorológico en una cara y un trozo de una foto en la otra, que mostraba la parte superior de una cabeza de pelo rubio rojizo en uno de los ángulos. En la última página había dos partidas de nacimiento, una de Catherine

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