Menos conocido era el hecho de que Louis, alto, negro y con un gusto en el vestir muy sofisticado, era un asesino a sueldo casi sin igual, un delincuente que se había reformado hasta cierto punto gracias a su relación con Ángel y ahora elegía sus esporádicos objetivos con lo que podría describirse como conciencia social.
Según se rumoreaba, el asesinato en Chicago de un experto en informática alemán llamado Gunther Bloch el año anterior había sido obra de Louis. Bloch era un violador y torturador en serie que se cebaba con mujeres jóvenes, a veces muy jóvenes, en los centros de turismo sexual del Sudeste asiático, donde llevaba a cabo la mayor parte de sus negocios. El dinero solía encubrir todos los males, dinero pagado a chulos, a padres, a policías, a políticos.
Por desgracia para Bloch, alguien de las altas esferas del gobierno de una de esas naciones no se había dejado comprar, y menos cuando Bloch estranguló a una niña de once años y arrojó el cadáver a un cubo de basura. Bloch huyó del país, una partida de dinero se destinó a un «proyecto especial», y Louis ahogó a Gunther Bloch en la bañera de la suite de un hotel de lujo en Chicago.
O como decía, eso se rumoreaba. Verdad o no, se consideraba que la presencia de Louis nunca auguraba nada bueno, y Tommy Q quería poder darse un baño en el futuro, aunque fuera muy de cuando en cuando, sin miedo a morir ahogado.
– Una buena anécdota -comentó Ángel.
– Es sólo una anécdota, Ángel. No lo he dicho con mala intención. No quería ofenderte.
– No me has ofendido -respondió Ángel-. A mí no, al menos.
Detrás de él se advirtió un movimiento en la oscuridad, y apareció Louis. La calva le brillaba a la tenue luz y su musculoso cuello asomaba de una camisa gris de seda y un traje gris de corte impecable. Le sacaba a Ángel más de treinta centímetros, y miró a Tommy Q fijamente por un momento.
– ¿Esteta? -dijo-. Ésa es una palabra… ambigua, señor Q. ¿A qué se refiere exactamente?
Tommy Q se quedó lívido, y durante un buen rato apenas pudo tragar saliva. Cuando por fin lo consiguió, dio la impresión de que engullía una pelota de golf. Abrió la boca pero fue incapaz de articular palabra, así que volvió a cerrarla y miró al suelo con la vana esperanza de que éste se abriera y se lo tragara.
– No pasa nada, señor Q; es una buena anécdota -dijo Louis con una voz tan suave como su camisa-. Sólo lleve cuidado con la manera de contarla.
A continuación dirigió una radiante sonrisa a Tommy Q, la clase de sonrisa que un gato dedicaría a un ratón para que lo acompañara a la tumba. Una gota de sudor resbaló por la nariz de Tommy Q, permaneció suspendida en la punta por un instante y luego se estrelló contra el suelo. Para entonces, Louis ya se había marchado.
– No te olvides de mi coche, Willie -dije, y salí del garaje detrás de Ángel.
Caminamos una o dos manzanas hasta un bar-restaurante que Ángel conocía, abierto hasta altas horas de la noche. Louis nos precedía a unos cuantos pasos, y la multitud se separaba ante él como el mar Rojo ante Moisés. Alguna que otra mujer lo miró con interés. Los hombres, en su mayoría, mantenían la vista fija en la acera o de pronto encontraban algo interesante en los escaparates de las tiendas cerradas o en el cielo nocturno.
Del interior del bar nos llegó el sonido de un cantante vagamente folk que practicaba una intervención quirúrgica a guitarra abierta a Only Love Can Break Your Heart, de Neil Young. No parecía que la canción fuera a sobrevivir.
– Toca como si odiara a Neil Young -comentó Ángel cuando entramos.
Delante de nosotros, Louis se encogió de hombros.
– Si Neil Young oyera esa mierda, probablemente él mismo se odiaría.
Ocupamos un reservado. El dueño, un gordo dispéptico llamado Ernest, se acercó con andar torpe a tomar nota de lo que queríamos. Normalmente eran las camareras quienes lo hacían, pero Ángel y Louis imponían cierto respeto incluso allí.
– Eh, Ernest -dijo Ángel-, ¿cómo va el negocio?
– Si tuviera una funeraria, la gente dejaría de morirse -contestó Ernest-. Y antes de que me lo preguntes, mi mujer sigue tan fea como siempre.
Este diálogo era una arraigada costumbre entre ellos.
– Llevas cuarenta años casado, joder -dijo Ángel-. No va a ganar en belleza ahora.
Ángel y Louis pidieron sándwiches dobles de beicon y pollo, y Ernest se marchó.
– Si de niño me hubiera parecido a él, me habría cortado la polla para ganarme la vida cantando papeles de castrato, porque no iba a servirme para nada más.
– A ti ser feo no te ha perjudicado tanto -dijo Louis.
– No lo sé. -Ángel sonrió-. Si fuera más guapo, podría tirarme a un blanco.
Dejaron de discutir, y esperamos a que el cantante acabara con la agonía de Neil Young. Me resultaba extraño reunirme con aquel par ahora que ya no era policía. Cuando nos encontrábamos antes, en el garaje de Willie, o para tomar un café, o en el Central Park si Ángel tenía información útil que comunicarme, o simplemente si él quería charlar un rato para preguntarme por Susan y Jennifer, siempre había entre nosotros cierta incomodidad, cierta tensión, sobre todo si Louis andaba cerca. Sabía lo que habían hecho, lo que Louis, creía yo, aún hacía: acuerdos clandestinos, por más que tuvieran lugar en distintos restaurantes, establecimientos legalmente constituidos o el garaje de Willie Brew.
Ahora esa tensión ya no existía, y en su lugar experimenté por primera vez la fuerza del lazo de la amistad que de algún modo se había desarrollado entre Ángel y yo. Más aún, notaba en los dos preocupación, pesar, humanidad, confianza. No estaría allí, me constaba, si no sintiera eso.
Pero quizás había algo más, algo que sólo había empezado a percibir. Mi vida era la pesadilla de un policía. Los policías, sus familias, sus esposas e hijos, son intocables. Uno ha de estar loco para acosar a un policía, y más loco aún para arrebatarle a sus seres queridos. Son los supuestos con arreglo a los que vivimos, la convicción de que después de pasarnos el día viendo cadáveres, interrogando a ladrones y violadores, camellos y chulos, podemos volver a nuestras vidas con la certeza de que nuestras familias están al margen de todo eso, y de que gracias a ellas nosotros también podemos quedarnos al margen.
Pero esa convicción se había tambaleado con la muerte de Jennifer y Susan. Alguien no respetaba las reglas, y al no aparecer ninguna respuesta fácil, al no producirse la oportuna detención de un criminal con un agravio que reparar, hecho que habría podido explicar lo ocurrido, era necesario encontrar otra razón: yo de algún modo había cargado la culpa sobre mis hombros, y sobre los hombros de quienes se hallaban cerca de mí. Era un buen policía camino de convertirme en alcohólico. Estaba desmoronándome y eso me debilitaba, y alguien se había aprovechado de esa debilidad. Los demás policías me miraban y no veían a un compañero necesitado de ayuda, sino una fuente de contagio, de corrupción. Nadie lamentó mi marcha, quizá ni siquiera Walter.
Y, al mismo tiempo, lo sucedido me había acercado en cierta manera a Ángel y a Louis. Ellos no se hacían ilusiones con respecto al mundo en que vivían, no recurrían a interpretaciones filosóficas que les permitieran formar parte del mundo y al mismo tiempo quedarse al margen. Louis era un asesino: no podía recurrir a semejantes engaños. Por el estrecho vínculo que existía entre ellos, Ángel tampoco podía recurrir a ellos. Ahora también yo me había visto despojado de falsas ilusiones, como si una venda se hubiera desprendido de mis ojos, y tenía que reasentarme, encontrar un nuevo lugar en el mundo.
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