Ángel tomó un periódico abandonado del reservado contiguo y leyó el titular.
– ¿Has visto esto?
Eché un vistazo y asentí con la cabeza. Esa mañana, un tipo había intentado hacer una heroicidad durante un atraco a un banco en Flushing, y habían vaciado en él las dos recámaras de una escopeta de cañones recortados. Era la noticia del día en diarios y boletines informativos.
– Llegan unos tipos para hacer un trabajo -dijo Ángel-. No quieren que nadie salga herido. Su única intención es entrar, hacerse con el dinero, que además está asegurado y por tanto al banco le da lo mismo, y salir. Sólo llevan armas porque de lo contrario nadie va a tomarlos en serio. ¿Qué van a usar, si no? ¿Palabras severas?
»Pero siempre ha de haber un gilipollas que se cree inmortal porque todavía no está muerto. El tipo es joven, se conserva en forma, y se cree que va a ligar más que un ídolo del porno si frustra el atraco y salva el día. Fíjate: agente inmobiliario, veintinueve años, soltero, con unos ingresos de ciento cincuenta mil al año, y recibe un agujero más grande que el túnel de Holland. Lance Petersen. -Movió la cabeza con un gesto de perplejidad-. En mi vida he conocido a nadie que se llame Lance.
– Eso es porque están todos muertos -dijo Louis mientras miraba alrededor con aparente despreocupación-. Los muy tarados se quedan de pie en los bancos y les pegan un tiro. Probablemente ése era el último Lance que quedaba vivo.
Llegaron los sándwiches y Ángel empezó a comer. Sólo él lo hizo.
– ¿Y cómo van las cosas?
– Bien -contesté-. ¿A qué se debe esta emboscada?
– No escribes, no llamas. -Sonrió irónicamente.
Louis me miró con un ligero interés y luego volvió a concentrar la atención en la puerta, las otras mesas y las puertas de los servicios.
– Según he oído, has estado trabajando para Benny Low. ¿Cómo se te ocurre trabajar para ese gordo de mierda?
– Era sólo por matar el tiempo.
– Si quieres matar el tiempo, clávate agujas en los ojos. Benny no vale ni el aire que respira.
– Vamos, Ángel, ve al grano. Tú te andas por las ramas y Louis actúa como si la banda de Dillinger fuese a entrar y tirotear la barra de un momento a otro.
Ángel dejó el sándwich a medio comer y se limpió los labios con una servilleta casi remilgadamente.
– He oído decir que has estado preguntando por una novia de Stephen Barton. A cierta gente le pica mucho la curiosidad saber a qué se debe tu interés.
– ¿Como quién?
– Como Bobby Sciorra, tengo entendido.
Ignoraba si Bobby Sciorra era un psicótico o no, pero era un hombre al que le gustaba matar y en el viejo Ferrera había encontrado a un patrón bien dispuesto. Emo Ellison podía dar fe de las posibles consecuencias de que Bobby Sciorra se interesara por las actividades que llevabas a cabo. Sospechaba que Ollie Watts, en sus momentos finales, también lo había averiguado.
– Benny Low hablaba de ciertos problemas entre el viejo y Sonny -dije-. «Esos jodidos mañosos que andan peleándose entre sí», según sus propias palabras.
– Benny siempre ha sido muy diplomático -comentó Ángel-. Lo único raro es que no le hayan ofrecido ya un puesto en la ONU. Aquí pasa algo raro. Sonny se ha escondido y se ha llevado a Pili. Nadie los ha visto, nadie sabe dónde están, pero Bobby Sciorra no escatima esfuerzos para encontrarlos. -Tomó otro enorme bocado de sándwich-. ¿Y qué sabes de Barton?
– Supongo que también se ha escondido, pero no lo sé. Es una figura de segunda fila y difícilmente tendría trato profesional con Sonny o el viejo aparte de hacer de camello, aunque quizás en otro tiempo mantuvo estrechas relaciones con Sonny. Puede que no haya nada, que Barton no tenga nada que ver.
– Quizá no, pero vas a topar con problemas mayores que encontrar a Barton o a su chica. -Esperé-. Te busca un asesino a sueldo.
– ¿Quién?
– No es de aquí. Ha venido de fuera. Louis no sabe quién es.
– ¿Es por lo de Ollie el Gordo?
– No lo sé. Ni siquiera Sonny es tan imbécil como para poner precio a la cabeza de alguien por un matón que hubo que liquidar porque tú interviniste. Ese chico no le importaba a nadie, y Ollie el Gordo está muerto. Yo sólo sé que estás poniendo nerviosas a dos generaciones de la familia Ferrera, y eso no puede ser bueno.
El favor a Walter Cole estaba convirtiéndose en algo más complicado que la búsqueda de una persona desaparecida, si es que alguna vez había sido sencillo.
– Yo tengo una pregunta para ti -dije-. ¿Conoces a alguien con un arma capaz de abrir un agujero en un muro con una bala de cinco coma siete milímetros que pesa menos de cincuenta grains? Munición de metralleta.
– Me tomas el pelo. La última vez que vi algo así estaba en lo alto de la torreta de un tanque.
– Pues con eso mataron al asesino de Ollie. Vi cómo el cuerpo saltaba por los aires, después había un agujero en la pared detrás de mí. Es un arma de fabricación belga, diseñada para las fuerzas antiterroristas. Alguien de aquí se hizo con un artefacto como ése y lo llevó al campo de tiro; tiene que haber dado que hablar.
– Preguntaré -dijo Ángel-. ¿Alguna sospecha?
– Yo sospecharía de Bobby Sciorra.
– Yo también. ¿Y por qué tendría que andar arreglando los estropicios de Sonny?
– Por orden del viejo.
Ángel movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
– Ándate con cuidado, Bird.
Terminó el sándwich y se levantó para marcharse.
– Vamos. ¿Te llevamos a algún sitio?
– No, me apetece pasear un rato.
Ángel se encogió de hombros.
Asentí. Dijo que se mantendría en contacto. Los dejé en la puerta. Mientras caminaba, fui consciente del peso de la pistola bajo el brazo, de los rostros de toda la gente con la que me cruzaba, y del misterioso latido de la ciudad bajo mis pies.
bobby sciorra: un demonio malévolo, una viva representación de la ferocidad y el sadismo que se había aparecido ante el viejo, Stefano Ferrera, cuando éste estaba al borde de la locura y la muerte. Sciorra parecía haber llegado de algún tétrico rincón del infierno invocado por la ira y la amargura de un anciano, una manifestación física de la tortura y la destrucción que deseaba infligir al mundo que lo rodeaba. En Bobby Sciorra encontró el instrumento perfecto del dolor y la muerte más horrenda.
Stefano había visto levantar a su padre un pequeño imperio desde la humilde casa de la familia en Bensonhurst. Por aquel entonces Bensonhurst, delimitado por la bahía de Gravesend y el océano Atlántico, conservaba aún aires de pueblo. El aroma a delicatessen se mezclaba con el de los hornos de leña de las pizzerías. La gente vivía en casas bifamiliares con verjas de hierro forjado y, cuando lucía el sol, se sentaba en los porches y miraba a los niños jugar en los jardines.
A Stefano la ambición lo alejó de sus raíces. Cuando le llegó el momento de asumir las responsabilidades del negocio, construyó una casa enorme en Staten Island; al asomarse a las ventanas traseras, veía las lindes de la mansión de Paul Castellano en Todt Hill, la Casa Blanca de tres millones y medio de dólares, y, probablemente, desde la ventana más alta, los jardines de la finca de los Barton. Si Staten Island valía para el jefe de la familia Gambino y un millonario benévolo, valía también para Stefano. Cuando murió Castellano, tras recibir seis balazos en el Sparks Steak House de Manhattan, Stefano fue por un breve periodo de tiempo el principal capo de Staten Island.
Stefano contrajo matrimonio con una mujer de Bensonhurst llamada Louisa. Ella no se casó con él por la clase de amor que describen las novelas románticas; lo amaba por su poder, su violencia y, sobre todo, su dinero. Aquellos que se casan por dinero al final acaban pagándolo. En el caso de Louisa, así fue. Recibió malos tratos psíquicos y murió poco después en el parto de su tercer hijo. Stefano no volvió a casarse, y no fue por el dolor de la pérdida; sencillamente no necesitaba molestarse en buscar a otra esposa, porque la primera ya le había dado herederos.
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