En días así, la vida parecía tan larga y benigna como la verde vista de Long Meadow. Paseábamos los dos, Susan y yo, con Jennifer en medio, y cruzábamos miradas cuando ella prorrumpía en interminables andanadas de preguntas, observaciones y bromas comprensibles sólo para un niño. Yo llevaba a Jennifer de la mano y, a través de ella, podía sentirme unido a Susan y pensar que nuestras diferencias se resolverían, que de algún modo lograríamos salvar el abismo que se abría cada vez más entre nosotros. Si Jennifer echaba a correr, me acercaba a Susan, la tomaba de la mano y ella me sonreía al decirle que la quería. Luego desviaba la vista, se miraba los pies o llamaba a Jenny, porque los dos sabíamos que no bastaba con decirle que la quería.
Cuando decidí regresar a Nueva York a comienzos del verano, después de meses en busca de algún rastro de su asesino, informé a mi abogado y le pedí que me recomendara una agencia inmobiliaria. En Nueva York hay más de veinticinco millones de metros cuadrados destinados a espacio de oficina, pero no hay viviendas suficientes para alojar a quienes trabajan allí. No sabía por qué quería vivir en Manhattan. Quizá sólo porque no era Brooklyn.
En lugar de una agencia inmobiliaria, mi abogado me puso en contacto con una red de amigos y colegas que al final me llevó a alquilar un apartamento en una casa de obra vista del East Village, con postigos blancos y una escalinata ante la puerta de entrada, rematada con un montante en forma de abanico. Para mi gusto, estaba demasiado cerca de St. Mark's Place, pese a lo cual el precio era razonable. Desde los tiempos en que W.H. Auden y Leon Trotski vivieron allí, St. Mark's se había integrado plenamente en el East Village, y la zona estaba llena de bares, cafeterías y tiendas caras.
Era un apartamento sin amueblar y casi lo dejé así, sólo añadí una cama, un escritorio, unas butacas, un aparato de música y un televisor pequeño. Retiré del guardamuebles los libros, las cintas, los cedés y los discos de vinilo, junto con algún que otro efecto personal, y organicé mi vida en un espacio por el que sentía un mínimo apego.
Fuera había oscurecido cuando coloqué las armas en el escritorio, las desmonté y las limpié meticulosamente. Si los Ferrera venían por mí, quería estar preparado.
Durante mi etapa en el cuerpo de policía me había visto obligado a desenfundar el arma para protegerme en contadas ocasiones. Jamás había matado a un hombre y sólo en una ocasión había disparado contra un ser humano: cuando un proxeneta se abalanzó sobre mí con una navaja y lo herí en el estómago.
Como inspector, había trabajado casi siempre en Robos y Homicidios. A diferencia de la Brigada Antivicio, un mundo donde la amenaza de violencia y muerte era una posibilidad muy real para un policía, Homicidios implicaba una clase de trabajo muy distinta. Como decía Tommy Morrison, mi primer compañero, quienquiera que haya de morir en la investigación de un homicidio ha muerto ya cuando llega la policía.
Me había desprendido de mi Colt Delta Elite tras la muerte de Susan y Jennifer. Ahora tenía tres armas. El Colt Detective Special del 38 había sido de mi padre, la única pertenencia suya que yo conservaba. El emblema con el potro encabritado que había en el lado izquierdo de la culata estaba gastado y el armazón se veía rayado y picado, pero seguía siendo un arma útil, ligera con alrededor de un cuarto de kilo de peso y fácil, de ocultar en una pistolera de tobillo o en un cinturón. Era un revólver sencillo y potente, y lo guardaba en una funda sujeta con cinta adhesiva bajo el larguero de la cama.
Nunca había utilizado la Heckler & Kock VP70M fuera de un polígono de tiro. La semiautomática de nueve milímetros había pertenecido a un camello que murió por engancharse a su propio producto. Lo encontré muerto en su apartamento cuando un vecino se quejó del olor. La VP 70M, una pistola militar parcialmente de plástico con dieciocho balas en el cargador, permanecía, aún sin utilizar, en su estuche, pero había tomado la precaución de borrar con una lima el número de serie.
Al igual que el Colt, carecía de seguro. Su principal atractivo consistía en una culata accesoria para el hombro que el camello también había adquirido. Al acoplarla, se reajustaba simultáneamente el mecanismo de disparo y se convertía en una metralleta automática que disparaba doscientas veinte balas por minuto. Si alguna vez los chinos decidían invadir el país, podría mantenerlos a raya al menos durante diez segundos con la munición de que disponía. Después tendría que empezar a lanzarles muebles. Había sacado la H &K de un compartimento del maletero del Mustang, donde acostumbraba guardarla. No quería que alguien la encontrara por casualidad mientras reparaban el coche.
La Smith & Wesson de tercera generación era la única arma que llevaba encima, un modelo de diez milímetros desarrollado específicamente para el FBI y que había obtenido gracias a los esfuerzos de Woolrich. Después de limpiarla, la cargué con cuidado y la enfundé en la pistolera del hombro. Fuera veía a la gente camino de los bares y restaurantes del East Village. Me disponía a sumarme a la muchedumbre cuando sonó el móvil junto a mí. Treinta minutos más tarde me preparaba para ver el cadáver de Stephen Barton.
Los destellos de las luces rojas bañaban por completo el aparcamiento con el cálido resplandor de la ley y el orden. Una mancha oscura se perfilaba allí donde estaba el McCarren Park, y al sudoeste el tráfico circulaba por el puente de Williamsburg en dirección a la autovía de Brooklyn-Queens. Los agentes, inmóviles, cerca de los coches, impedían cruzar el cerco a curiosos y morbosos. Uno alargó el brazo para cortarme el paso.
– Eh, tiene que quedarse ahí -dijo, pero al instante nos reconocimos. Tyler, que recordaba a mi padre y nunca pasaría de sargento, retiró la mano.
– Es oficial, Jimmy. Me ha llamado Cole.
Echó un vistazo por encima del hombro, y Walter, que hablaba con un agente, le dirigió una mirada y asintió con la cabeza. El brazo de Jimmy se alzó como una barrera automática y pasé.
Incluso a varios metros de la cloaca me llegaba el hedor. Habían levantado un armazón alrededor de la boca de la alcantarilla y un técnico de laboratorio calzado con unas botas salía afuera.
– ¿Puedo bajar? -pregunté.
Dos hombres con trajes impecables y gabardinas de la marca London Fog se habían acercado a Cole, que apenas los saludó. No llevaban a la vista en la espalda las siglas FBI, así que supuse que estaban allí de incógnito.
– Increíble -comenté al pasar-. Casi parecen personas normales.
Walter frunció el entrecejo y ellos también.
Me puse unos guantes y bajé a la cloaca por la escalera. Al respirar sentí náuseas, y noté en el fondo de la garganta un sabor a bilis provocado por el río de inmundicia que corría bajo las arboladas avenidas de la ciudad.
– Es más fácil de soportar si toma aire con inhalaciones cortas -me aconsejó un trabajador del sistema de alcantarillado que estaba al pie de la escalera. Mentía.
Sin bajar de la escalera, saqué mi linterna del bolsillo y la dirigí hacia un grupo de empleados de mantenimiento y policías reunidos en torno a una zona iluminada, con los pies hundidos en una sustancia en la que preferí ni pensar. Los policías me echaron una ojeada y, con cara de aburrimiento, siguieron observando el trabajo del equipo forense. Stephen Barton yacía a unos cinco metros de la escalera en medio de un río de mierda y desperdicios, y la corriente agitaba su pelo rubio. Era evidente que lo habían arrojado por la boca de la alcantarilla desde la calle y que su cuerpo había rodado tras el impacto contra el suelo.
El forense se irguió y se quitó los guantes de goma. Un inspector de Homicidios vestido de paisano, uno que no reconocí, le dirigió una mirada burlona. Él se la devolvió con cara de frustración y enojo.
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