«Resulta que su amigo es el hombre con quien lo engaña la esposa, pero éste, para despistarlo, dice que ha visto a la mujer con otro hombre, un individuo conocido por su comportamiento deshonroso con las esposas ajenas. Y entonces el cornudo dirige la atención hacia ese tipo y su mujer continúa engañándolo con su mejor amigo. -Terminó y me miró fijamente.
Todo ha de interpretarse, todo está en clave. Vivir mediante señales es comprender la necesidad de encontrar significado a información en apariencia intrascendente. El viejo se había pasado casi toda la vida buscando el significado de las cosas y esperaba que los demás obraran del mismo modo. Con su cínica anécdota expresaba la convicción de que su hijo no era el responsable de la muerte de Barton y de que quienquiera que fuese el responsable se beneficiaba del hecho de que el FBI y la policía se concentrasen en la presunta culpabilidad de Sonny. Tras aquellos ojos, don Ferrera sabía realmente qué ocurría. Sciorra era capaz de todo, incluso de perjudicar a su jefe en su propio provecho.
– Ha llegado a mis oídos que quizá Sonny tenga un repentino interés en mi estado de salud -dije.
El viejo sonrió.
– ¿Qué clase de interés en su salud, señor Parker?
– La clase de interés que podría provocar un súbito empeoramiento de mi salud.
– No sé nada de eso. Sonny es un hombre independiente.
– Es posible, pero si alguien me la juega, me encontraré con Sonny en el infierno.
– Pediré a Bobby que lo compruebe.
Eso no representó un gran alivio. Me levanté para marcharme.
– Un hombre inteligente buscaría a la chica -dijo el viejo, también de pie, dirigiéndose hacia una puerta del rincón, al otro lado del escritorio-. Viva o muerta, la chica es la clave.
Quizás estaba en lo cierto, pero debía de tener sus razones para señalarme en dirección a la chica. Y mientras Bobby Sciorra me acompañaba a la puerta de entrada, me pregunté si yo era el único que buscaba a Catherine Demeter.
Un taxi esperaba frente a la verja de la mansión de Ferrera para llevarme de regreso al East Village. Al final me dio tiempo de ducharme y preparar café en mi apartamento antes de que el FBI llamase a la puerta. Me había puesto un pantalón largo de deporte y una sudadera, así que tuve la sensación de ir vestido de un modo un tanto informal al lado de los agentes especiales Ross y Hernández. Como música de fondo, los Blue Nile tocaban A Walk Across de Rooftops, ante lo cual Hernández arrugó la nariz en un gesto de aversión. No vi necesidad de disculparme.
Era Ross quien más hablaba, mientras Hernández examinaba sin disimulo el contenido de la estantería, mirando las tapas de los libros y leyendo las polvorientas solapas. No me pidió permiso para hacerlo, y a mí no me gustó.
– En el estante de abajo hay algunos ilustrados -comenté-. Pero no tengo lápices de colores. Confío en que hayáis traído los vuestros.
Hernández me miró con expresión ceñuda. Contaba cerca de treinta años y probablemente aún daba crédito a todo lo que le habían enseñado en Quantico sobre la agencia. Me recordaba a los guías turísticos del Edificio Hoover, esos que llevan en rebaño de un lado a otro a las amas de casa de Minnesota mientras sueñan con abatir a tiros a narcotraficantes y terroristas internacionales. Probablemente Hernández aún se negaba a creer que Hoover se vestía de mujer.
Ross era harina de otro costal. Había pertenecido a la Brigada de Incautación de Alijos en Nueva York durante los años setenta y su nombre había sonado en relación con unos cuantos casos importantes posteriores a las leyes del proyecto RICO. Tenía la impresión de que probablemente era un buen agente pero un ser humano despreciable. Ya había decidido qué le diría: nada.
– ¿Qué has ido a hacer a casa de Ferrera esta noche? -preguntó después de declinar mi ofrecimiento de café como un mono que rechazara un fruto seco.
– Soy repartidor de periódicos y está en mi ruta.
Ross ni siquiera fingió una sonrisa. Hernández me miró con expresión aún más ceñuda. Si yo hubiera sido una persona nerviosa, quizá la tensión se me habría disparado.
– No seas gilipollas -replicó Ross-. Podría detenerte como sospechoso de estar implicado en el crimen organizado, dejarte encerrado durante un tiempo y luego soltarte, pero ¿de qué nos serviría eso a nosotros o a ti? Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué has ido a casa de Ferrera esta noche?
– Llevo a cabo una investigación. Es posible que Ferrera tenga algo que ver.
– ¿Qué investigas?
– Eso es confidencial.
– ¿Quién te ha contratado?
– Confidencial. -Estuve tentado de repetirlo entonando como un sonsonete, pero dudé de que Ross estuviera de humor. Quizá tenía razón, quizá yo era un gilipollas; pero no me hallaba más cerca de encontrar a Catherine Demeter que veinticuatro horas antes, y la muerte de su amigo había abierto todo un abanico de posibilidades, sin que una sola de ellas fuera especialmente atractiva. Si Ross pretendía atrapar a Sonny Ferrera o a su padre, era su problema. Yo ya tenía problemas de sobra.
– ¿Qué le has dicho a Ferrera sobre la muerte de Barton?
– Nada que no supiera ya, teniendo en cuenta que Hansen llegó al lugar del crimen antes que vosotros -contesté. Hansen era un reportero del Post, un buen reportero. Había moscas que envidiaban la capacidad de Hansen para olfatear un cadáver, pero si alguien tuvo tiempo de pasar el soplo a Hansen, casi con toda seguridad ese alguien había informado a Ferrera aún antes. Walter estaba en lo cierto: en algunas secciones del Departamento de Policía había más filtraciones que en una casa con goteras.
– Oye -dije-, sé lo mismo que vosotros. No creo que Sonny esté involucrado, tampoco el viejo. En cuanto a otros…
Ross alzó la vista con un gesto de frustración. Un momento después me preguntó si conocía a Bobby Sciorra. Le dije que había tenido el placer. Ross se quitó una microscópica mota de la corbata, que parecía una de esas que encuentras en las rebajas de Filene's Basement cuando ya se han llevado todo lo que merecía la pena.
– Según he oído, Sciorra ha estado diciendo por ahí que va a darte una lección. Opina que eres un entrometido de mierda. Probablemente tenga razón.
– Espero que hagáis cuanto esté en vuestras manos para protegerme.
Ross sonrió, una mínima contracción de los labios que reveló unos colmillos pequeños y puntiagudos. Pareció la reacción de una rata al golpearle la cara con un palo.
– Quédate tranquilo, haremos cuanto esté en nuestras manos para encontrar al culpable en cuanto te pase algo.
Hernández sonrió también cuando se encaminaron hacia la puerta. Tal para cual.
Le devolví la sonrisa.
– Ya sabéis dónde está la salida. Y por cierto, Hernández… -Se detuvo y se volvió-. Voy a contar los libros.
Ross hacía bien concentrando sus energías en Sonny. Quizá fuera, en rigor, un personaje de segunda fila en muchos sentidos -unas cuantas salas de espectáculos porno cerca del puerto, un club en Mott con un letrero escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el teléfono que recordaba a los miembros que éste estaba pinchado, diversos trapicheos con la droga, préstamos con usura y proxenetismo difícilmente iban a convertirlo en un enemigo público número uno-, pero Sonny era el eslabón débil en la cadena de Ferrera. Si se rompía, quizá los llevara hasta Sciorra y el propio viejo.
Observé a los dos agentes del FBI desde la ventana mientras subían al coche. Ross se detuvo junto a la puerta del copiloto y miró hacia la ventana un instante. El cristal no se hizo añicos bajo la presión. Yo tampoco, pero tuve la sensación de que el agente Ross no se había esforzado realmente, no todavía.
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