A la mañana siguiente, pasaban ya de las diez cuando llegué a casa de los Barton. Un lacayo no identificado abrió la puerta y me acompañó al mismo despacho en el que había conocido a Isobel Barton el día anterior, con el mismo escritorio y la misma señorita Christie, quien, aparentemente, llevaba el mismo traje gris y tenía la misma expresión antipática en la cara.
No me ofreció asiento, así que permanecí de pie con las manos en los bolsillos para que los dedos no se me entumeciesen en aquel ambiente frío. Se concentró en unos papeles que tenía sobre el escritorio sin dirigirme siquiera la mirada de nuevo. Me acerqué a la chimenea y admiré un perro de porcelana colocado en el extremo de la repisa. Probablemente formaba parte de lo que en otro tiempo había sido una pareja, ya que había un espacio vacío en el lado opuesto. Parecía solo y sin un amigo.
– Pensaba que estas piezas venían por parejas.
La señorita Christie alzó la vista y arrugó el rostro con una mueca de enfado como una imagen de un periódico antiguo.
– El perro -repetí-. Pensaba que estos perros de porcelana se venden por parejas a juego.
El perro no me interesaba especialmente, pero ya me había cansado de que la señorita Christie hiciera como si yo no estuviese, e irritarla me proporcionó cierto placer.
– Formaba parte de una pareja -respondió al cabo de un momento-. El otro se… rompió hace tiempo.
– Debió de ser una pena -comenté, intentando aparentar que lo decía en serio pero sin conseguirlo.
– Lo fue. Tenía un valor sentimental.
– ¿Para usted o para la señora Barton?
– Para las dos.
La señorita Christie cayó en la cuenta de que la había obligado a reconocer mi presencia pese a sus esfuerzos, así que tapó el bolígrafo cuidadosamente, cruzó las manos y adoptó una actitud formal.
– ¿Cómo está la señora Barton? -pregunté.
Algo que acaso podría identificarse como preocupación asomó por un instante al rostro de la señorita Christie y desapareció, igual que una gaviota al perderse de vista tras el borde de un acantilado.
– Está bajo el efecto de los sedantes desde anoche. Como puede imaginar, la noticia la afectó mucho.
– No pensaba que ella y su hijastro estuviesen tan unidos.
La señorita Christie me lanzó una mirada de desprecio. Quizá la mereciera.
– La señora Barton quería a Stephen como si fuera su propio hijo. No olvide que es usted un simple empleado, señor Parker. No tiene derecho a poner en tela de juicio la reputación de los vivos o de los muertos. -Movió la cabeza con un gesto de reproche ante mi falta de sensibilidad-. ¿A qué ha venido? Tenemos muchas cosas que hacer antes… -Se interrumpió y pareció ensimismarse por un momento-. Antes del funeral de Stephen -concluyó, y advertí que posiblemente su manifiesto pesar por los acontecimientos de la noche anterior no era simple preocupación por su jefa. Para ser un individuo con los elevados principios morales de un pez martillo, Stephen Barton tenía, desde luego, toda una corte de admiradoras.
– Debo ir a Virginia -dije-. Puede que el anticipo que recibí no sea suficiente. Quería que la señora Barton lo supiera antes de marcharme.
– ¿Tiene eso algo que ver con el asesinato?
– No lo sé. -La frase empezaba a convertirse en un estribillo-. Puede que haya relación entre la desaparición de Catherine Demeter y la muerte del señor Barton, pero no lo sabremos hasta que la policía averigüe algo o aparezca la chica.
– Bueno, yo no puedo autorizar esa clase de gastos en este momento -comenzó a explicar la señorita Christie-. Deberá esperar hasta después de…
La interrumpí. Sinceramente, empezaba a cansarme de la señorita Christie. Estaba acostumbrado a caer mal a la gente, pero la mayoría, como mínimo, tenía la decencia de conocerme antes, aunque fuera un poco.
– No le pido que lo autorice, y en cuanto vea a la señora Barton, no creo que siga siendo asunto suyo. Pero, como elemental norma de cortesía, he venido a expresar mis condolencias e informarle de mis avances.
– ¿ Y cuáles son sus avances? -preguntó ella entre dientes. Se había puesto de pie y tenía los nudillos blancos, apoyados en el escritorio. En sus ojos asomó algo malévolo y ponzoñoso que enseñó los colmillos.
– Es posible que la chica se haya ido de la ciudad. Creo que ha vuelto a su casa, o lo que antes era su casa, pero no sé por qué. Si está allí, la encontraré, me aseguraré de que sigue bien y me pondré en contacto con la señora Barton.
– ¿Y si no está?
Dejé la pregunta en el aire. No había respuesta, ya que si Catherine Demeter no estaba en Haven, sería como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra hasta que hiciera algo que permitiera seguirle la pista, como utilizar una tarjeta de crédito o telefonear a su preocupada amiga.
Me invadió una sensación de cansancio y crispación. Parecía que el caso se fragmentaba, y los trozos se apartaban de mí vertiginosamente y brillaban a lo lejos. Había en juego demasiados elementos para ser mera coincidencia, y sin embargo la experiencia me disuadía de intentar unirlos por la fuerza para formar una imagen con sentido pero falsa, un orden impuesto sobre el caos de la muerte y el asesinato. Aun así, tenía la impresión de que Catherine Demeter era una de las piezas, y de que debía encontrarla para establecer qué papel desempeñaba en todo aquello.
– Me voy a última hora de la mañana. Telefonearé si averiguo algo.
El brillo había desaparecido de los ojos de la señorita Christie y la virulenta criatura que habitaba dentro de ella había vuelto a enroscarse para dormir un rato. Ni siquiera estaba seguro de si me había oído. La dejé así, con los nudillos todavía sobre el escritorio, la mirada ausente, perdida en su interior, el rostro terso y pálido como si la inquietase lo que veía.
Finalmente me retrasé a causa de nuevos problemas con el coche, y eran ya las cuatro de la tarde cuando regresé en el Mustang a mi apartamento para hacer la maleta.
Soplaba una agradable brisa cuando subí por la escalinata buscando a tientas las llaves. Envoltorios de caramelos rodaban por la calle y las latas de refrescos vacías tintineaban como campanillas al desplazarse. Un periódico abandonado se deslizó por la acera, y el roce sonó como los susurros de una amante muerta.
Subí los cuatro tramos de escalera hasta mi puerta, entré en el apartamento y encendí una lámpara. Media hora después estaba terminándome el café, con la bolsa ya preparada a mis pies, cuando sonó el móvil.
– Hola, señor Parker -dijo una voz masculina. Era una voz neutra, casi artificial, y oía chasquidos entre las palabras como si éstas fueran fragmentos de otra conversación recompuesta.
– ¿Quién es?
– Ah, no nos han presentado, pero tenemos conocidos comunes. Su esposa y su hija. Podría decirse que estuve con ellas en sus últimos momentos.
La voz cambiaba cada pocas palabras: de pronto era aguda, de pronto grave, primero masculina, luego femenina. En cierto punto me dio la impresión de que hablaban tres voces simultáneamente y después pasó a ser de nuevo una única voz masculina.
Noté como si la temperatura del apartamento bajara y éste se alejara de mí. Sólo quedaban el teléfono, los diminutos orificios del micrófono y el silencio al otro lado de la línea.
– No es la primera vez que me llama un bicho raro -repliqué con más aplomo del que sentía-. Usted no es más que otro tipo solitario en busca de una casa que rondar.
– Les despellejé la cara. Le rompí la nariz a su mujer estampándola contra la pared junto a la puerta de la cocina. No dude de mí. Soy el hombre que ha estado buscando. -Pronunció las últimas palabras con voz de niño, alegre y penetrante.
Читать дальше