Sciorra medía un metro ochenta y cinco y debía de pesar unos setenta kilos; bajo el traje gris, sus miembros se dibujaban como afiladas hojas. Su cuello estriado era casi tan largo como el de una mujer, y la inmaculada blancura de la camisa sin cuello, abrochada hasta el último botón, realzaba su palidez. Mechones de cabello corto y oscuro le rodeaban la calva, y su cabeza formaba un cono tan aguzado que parecía puntiaguda. Sciorra era un cuchillo hecho carne, un instrumento humano de dolor, a la vez cirujano y bisturí. El FBI creía que había intervenido directamente en más de treinta asesinatos. La mayoría de quienes lo conocían opinaba que el FBI se quedaba corto en sus cálculos.
Cuando me acerqué, sonrió mostrando unos dientes perfectamente blancos que resplandecían entre los finos labios. Pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos; desapareció en la irregular cicatriz que descendía desde su oreja izquierda, cruzaba el puente de la nariz y terminaba justo debajo del lóbulo de la oreja derecha. La cicatriz devoró su sonrisa como una segunda boca.
– Has de tener huevos para presentarte aquí -dijo todavía sonriente, moviendo de manera casi imperceptible la cabeza de un lado a otro.
– ¿Es una admisión de culpabilidad, Bobby? -pregunté.
La sonrisa siguió inalterable.
– ¿Para qué quieres ver al jefe? No tiene tiempo para un mierda como tú. -La sonrisa se ensanchó visiblemente-. Por cierto, ¿cómo están tu mujer y tu hija? La niña debe de haber cumplido ya…, ¿cuántos? ¿Cuatro años?
Empecé a notar un latido rojo y sordo en la cabeza, pero me contuve apretando los puños a los costados. Sabía que sería hombre muerto aun antes de que mis manos se cerraran en torno a la blanca piel de Sciorra.
– Stephen Barton ha aparecido muerto en una cloaca esta noche. Los federales buscan a Sonny y probablemente a ti también. Me preocupa vuestro bienestar. No me gustaría que os pasara nada malo a ninguno de los dos sin mi intervención.
La sonrisa de Sciorra no cambió. Parecía a punto de contestar cuando una voz, baja pero imperiosa, sonó por el sistema intercomunicador de la casa. La edad le daba una ronca resonancia en la que estaba presente el estertor de la muerte, acechando desde el fondo como los vestigios de las raíces sicilianas de Don Ferrera.
– Déjalo pasar, Bobby -dijo.
Sciorra retrocedió y abrió una puerta de dos hojas situada en medio del zaguán para evitar las corrientes de aire. El canoso guarda entró detrás de mí cuando seguí a Sciorra, que esperó a que él hubiese cerrado la primera puerta antes de abrir una segunda al final del zaguán.
Aun sentado y encorvado por la edad, el viejo era un hombre imponente. Tenía el pelo plateado y alisado con brillantina hacia atrás desde las sienes, pero bajo su bronceada piel se adivinaba una palidez enfermiza y sus ojos parecían legañosos. Sciorra cerró la puerta dejando al guarda fuera, y volvió a adoptar su pose sacerdotal.
– Siéntese, por favor -dijo el viejo y señaló un sillón. Abrió una caja de taracea que contenía cigarrillos turcos, cada uno con una pequeña cinta dorada. Le di las gracias pero rehusé el ofrecimiento. Suspiró-. Lástima. Me gusta el aroma, y me los han prohibido. Nada de tabaco, nada de mujeres, nada de alcohol. -Cerró la caja y la contempló con nostalgia por un momento. Luego cruzó las manos y las apoyó en el escritorio-. Ahora no tiene usted título -añadió.
Entre los «hombres de honor» ser llamado «señor» cuando uno tenía un título equivalía a un insulto intencionado. A veces los investigadores federales lo utilizaban para denigrar a los sospechosos de la mafia, prescindiendo del trato más formal de «don» o «tío».
– Entiendo que no pretende insultarme, don Ferrera -contesté.
Asintió con la cabeza y se quedó en silencio.
Durante la época que fui inspector, había tratado alguna vez con los hombres de honor y siempre me dirigía a ellos con cautela y sin arrogancia ni presunción. El respeto debía pagarse con respeto y los silencios debían interpretarse como señales. Entre ellos, todo tenía un significado y en su forma de comunicarse aplicaban la misma economía y eficacia que en sus métodos de violencia.
Los hombres de honor hablaban sólo de lo que les atañía de forma directa, respondían sólo a preguntas específicas y preferían guardar silencio a mentir. Un hombre de honor estaba absolutamente obligado a decir la verdad y no quebrantaba estas normas más que cuando lo justificaba el comportamiento anómalo de los demás. Ello presuponía, para empezar, que se consideraba honorables a los chulos, a los asesinos y a los narcotraficantes, o que el código no era más que el extemporáneo ceremonial de otra época, conservado para conferir una pátina aristocrática a matones y criminales.
Aguardé a que rompiera el silencio.
Se levantó y, con andar lento y casi penoso, cruzó el despacho y se detuvo junto a un aparador sobre el que un plato irradiaba un brillo apagado.
– Al Capone comía en platos de oro, ¿lo sabía? -preguntó. Le contesté que no-. Sus hombres los llevaban en una funda de violín al restaurante y los ponían en la mesa para que Al Capone y sus invitados comieran en ellos. ¿Por qué cree que un hombre siente la necesidad de comer en un plato de oro?
Esperó una respuesta a la vez que intentaba ver mi reflejo en el plato.
– Cuando uno tiene mucho dinero, adquiere gustos raros, excéntricos -dije-. Al cabo de un tiempo, ni siquiera la comida le sabe bien a menos que se la sirvan en porcelana u oro. No es digno de alguien con tanto dinero e influencia comer en los mismos platos que la gente corriente.
– Se cae en la exageración, creo -afirmó, pero ya no parecía hablarme a mí y era su propio reflejo el que observaba en el plato-. En cierto modo está mal. Hay gustos que uno no debería permitirse porque son vulgares. Son indecentes. Van contra la naturaleza.
– Supongo, pues, que ése no es uno de los platos de Al Capone.
– No, me lo regaló mi hijo en mi último cumpleaños. Se lo conté y encargó el plato.
– Quizá no captó la esencia de la historia -dije.
El cansancio se dibujaba en su rostro. Era el rostro de un hombre que no dormía bien desde hacía tiempo.
– En cuanto a ese muchacho asesinado, ¿piensa que mi hijo ha tenido algo que ver?, ¿piensa que esto ha sido obra suya? -preguntó por fin, y volvió a situarse frente a mí, con la vista clavada en algo lejano. No seguí su mirada para averiguar en qué se fijaba.
– No lo sé. Pero, por lo visto, el FBI sí lo cree.
Esbozó una sonrisa vacía y cruel que por un instante me recordó la de Bobby Sciorra.
– Y su interés en esto es la chica, ¿no?
Me sorprendí, aunque no tenía por qué. Como mínimo para Bobby Sciorra, el pasado de Barton debía de ser sobradamente conocido, y con toda seguridad había circulado deprisa en cuanto se descubrió el cadáver. Pensé que mi visita a Pete Hayes quizá también hubiese contribuido. Ignoraba si el viejo sabría mucho o no, pero su siguiente pregunta lo dejó claro: no mucho.
– ¿Para quién trabaja?
– No puedo decirlo.
– Podemos averiguarlo. Al viejo del gimnasio le sacamos bastante información.
Así que había sido eso. Hice un leve gesto de indiferencia. De nuevo permaneció en silencio por un rato.
– ¿Cree que mi hijo ha matado a la chica?
– ¿La ha matado? -pregunté.
Don Ferrera volvió la cabeza hacia mí y aguzó sus ojos legañosos.
– Cuentan de un hombre que cree que su mujer le pone los cuernos. Acude a un amigo, un viejo amigo de confianza, y le dice: «Creo que mi mujer me engaña pero no sé con quién. La he observado pero no puedo averiguar la identidad del hombre. ¿Qué hago?».
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