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John Connolly: Todo Lo Que Muere

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John Connolly Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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¿O la había matado simplemente porque el placer de eliminarla, de mutilar a quien era carne de su carne y sangre de su sangre, era lo más parecido que podía encontrar a dirigir el cuchillo contra su propio cuerpo, a someterse él mismo a una anatomía y descubrir por fin en su interior la oscuridad roja y profunda?

50

Extensiones de césped bien cuidado se alternaban con densos cipresales a lo largo de la 96 mientras me dirigía a St. Martinville, después de dejar atrás un cartel que rezaba dios es provida y el edificio con aspecto de almacén del local nocturno Podnuh. En el Thibodeaux Café, en la limpia plaza del pueblo, pedí indicaciones para llegar a la dirección de Judy Neubolt. Conocían la casa y sabían incluso que la enfermera se había trasladado a La Jolla durante un año, quizá más, y que su novio mantenía la casa.

Perkins Street nacía casi enfrente de la entrada al parque estatal Evangeline. Al final de la calle había un cruce y el desvío de la derecha desaparecía en un paisaje rural, con casas esparcidas unas lejos de las otras. La casa de Judy Neubolt estaba en esa calle, una vivienda pequeña de dos plantas, extrañamente baja a pesar de los dos pisos, con dos ventanas a los lados de una puerta mosquitera y otras tres ventanas mucho más pequeñas arriba. En el lado este, el tejado caía en pendiente reduciéndola a un solo piso. La madera estaba recién pintada de un blanco inmaculado y las tejas rotas habían sido sustituidas, pero la mala hierba se extendía por el jardín y el bosque lindante había empezado a invadirlo.

Aparqué a cierta distancia de la casa, me aproximé por el bosque y me detuve al borde del jardín. El sol había rebasado ya su cenit y bañaba de un resplandor rojizo el tejado y las paredes. La puerta trasera estaba cerrada con un candado. Aparentemente no había más opción que entrar por delante.

Cuando avancé, se aguzaron mis sentidos a causa de la tensión, una tensión que jamás había sentido antes. Los sonidos, los olores y los colores me resultaban demasiado intensos, abrumadores. Tenía la sensación de poder separar por partes cada ruido procedente de los árboles. Apuntaba la pistola en una u otra dirección con movimientos bruscos, porque mi mano respondía con excesiva precipitación a las señales de mi cerebro. Era consciente de hasta qué punto estaba firme el gatillo bajo la yema de mi dedo y del relieve de la empuñadura en la palma de la mano. Sentía cómo los latidos de mi corazón me resonaban en los oídos igual que si una mano descomunal golpeara contra una puerta de roble macizo; el ruido de mis pasos sobre las hojas y las ramas me pareció la crepitación de un gran incendio.

Tanto en las ventanas superiores e inferiores como en la puerta interior estaban echadas las cortinas. A través de un resquicio en la cortina de la puerta, vi una tela negra, colgada para impedir toda visibilidad desde el exterior. Los goznes herrumbrosos de la mosquitera chirriaron cuando la entreabrí con el pie derecho; me quedé a cubierto tras la pared de la casa. En la parte superior del marco vi una tupida telaraña y, al abrir la puerta, las vibraciones hicieron temblar los restos secos de los insectos allí atrapados.

Alargué el brazo y accioné el picaporte de la puerta principal. Cedió sin problemas. La abrí de par en par y quedó a la vista el lóbrego interior. Vi el borde de un sofá, media ventana en el lado opuesto de la casa y, a mi derecha, el principio de un pasillo. Respiré hondo, y el aire que inhalaba resonó en mi cabeza como el jadeo débil y dolorido de un animal enfermo. A continuación doblé deprisa a la derecha y la mosquitera se cerró a mis espaldas.

Desde allí veía sin obstáculo alguno el espacio principal de la casa. El exterior era engañoso. Judy Neubolt, o quienquiera que hubiese decidido el diseño interior, había eliminado una planta por completo, de modo que la sala llegaba hasta el techo, donde dos claraboyas, ahora cubiertas de inmundicia y parcialmente tapadas por cortinas negras extendidas bajo ellas, permitían que finos haces de sol penetraran hasta las tablas desnudas del suelo. La única iluminación procedía de un par de lámparas de luz tenue, cada una en un extremo de la sala.

Había un sofá largo que, forrado de una tela roja y naranja con un estampado en zigzag, se hallaba de cara a la fachada de la casa. Tenía un sillón a juego a cada lado, enfrente una mesita de centro y, bajo una de las ventanas, un mueble para el televisor. Detrás del sofá había una mesa de comedor y seis sillas, y más allá una chimenea. Decoraban las paredes muestras de artesanía india y uno o dos cuadros vagamente místicos donde se reproducían mujeres en una montaña o a la orilla del mar. Era difícil discernir los detalles en aquella penumbra.

En el lado este había una galería de madera a la que se accedía por una escalera situada a mi izquierda, y al final de ésta un espacio a modo de dormitorio con una cama de pino y un armario a juego.

Rachel colgaba cabeza abajo de la galería, sujeta de los tobillos por una cuerda atada a la barandilla. Estaba desnuda y el cabello pendía a medio metro del suelo. Tenía los brazos libres y las manos inertes por debajo del pelo. Estaba con los ojos y la boca abiertos, pero no dio señales de verme. Llevaba clavada en el brazo izquierdo, sujeta con esparadrapo, una aguja hipodérmica unida al tubo de plástico de un gotero. La bolsa del gotero colgaba de un armazón metálico, y desde ella la ketamina entraba lenta y continuamente en su organismo. Debajo de ella, una lámina de plástico transparente cubría el suelo.

Una oscura cocina ocupaba el espacio bajo la galería, con armarios de pino, un frigorífico alto y un horno microondas al lado del fregadero. Tres taburetes vacíos se alzaban en el rincón destinado al desayuno. A mi derecha, en la pared opuesta a la galería, pendía un tapiz bordado con un dibujo parecido al de la tapicería del sofá y los sillones. Una fina capa de polvo lo cubría todo.

Eché un vistazo al pasillo que tenía a mis espaldas. Conducía a un segundo dormitorio, éste vacío excepto por un colchón descubierto sobre el que había un saco de dormir verde del ejército. Junto al colchón vi una mochila verde abierta y, dentro, unos vaqueros, unos pantalones de color crema y unas cuantas camisas de hombre. La habitación, con el techo abuhardillado, ocupaba casi la mitad del ancho de la casa, lo cual significaba que había otra habitación de tamaño similar al otro lado.

Volví hacia la sala principal sin perder de vista a Rachel. No había ni rastro de Woolrich, aunque podía estar oculto en el pasillo al otro lado de la casa. Rachel no podía darme indicación alguna de dónde se hallaba. Arrimado a la pared del tapiz, me dirigí despacio hacia la pared del fondo.

Estaba casi a medio camino cuando un movimiento detrás de Rachel atrajo mi atención y al instante di media vuelta, adoptando instintivamente postura de tirador con la pistola a la altura de los hombros.

– Baja el arma, Birdman, o morirá ahora mismo.

Había estado esperando en la oscuridad, oculto detrás de Rachel. Ahora se encontraba cerca de ella y se escudaba tras su cuerpo. Sólo veía una parte de sus pantalones marrones, de la manga de su camisa blanca y de la cabeza, nada más. Si intentaba disparar, casi con toda seguridad heriría a Rachel.

– Bird, tengo una pistola apuntando a sus riñones. No quiero estropear un cuerpo tan hermoso con un orificio de bala, así que baja el arma. -Me agaché y dejé la pistola con cuidado en el suelo-. Ahora mándala hacia aquí con el pie.

Obedecí, y observé el arma mientras se deslizaba por el suelo y giraba hasta detenerse junto a la pata del sillón más cercano.

Woolrich salió de la oscuridad, pero ya no era el hombre que yo conocía. Daba la impresión de que, al revelarse su verdadera naturaleza, se hubiera producido una metamorfosis.

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