Dos policías hicieron oscilar un ariete de hierro con las palabras hola A todos pintadas en blanco en el extremo plano. Bastó una embestida para abrir la puerta. Los hombres del FBI entraron en el apartamento mientras la policía controlaba la calle y los patios colindantes. Examinaron la pequeña cocina, la cama sin hacer, la sala de estar con la televisión nueva, los envoltorios de pizza vacíos y las latas de cerveza, las ediciones de poesía de Penguin guardadas dentro de un cajón de embalaje, la foto de Woolrich y su hija sonrientes, sobre una mesa nido.
En el dormitorio había un armario grande, abierto y con un montón de ropa arrugada y dos pares de zapatos de color marrón, así como otro metálico más pequeño, éste cerrado con un enorme candado de acero.
– Rompedlo -ordenó el hombre del FBI al frente de la operación, el agente especial con rango de subjefe, Cameron Tate.
O'Neill Brouchard, el joven agente federal que conducía el coche en que fuimos a la casa de Tante Marie hacía siglos, golpeó el candado con la culata de su metralleta. Se rompió al tercer intento, y Brouchard abrió las puertas.
La explosión lo lanzó hacia atrás a través de la ventana, arrancándole casi la cabeza, y arrojó una lluvia de esquirlas de cristal por todos los rincones del estrecho dormitorio. Tate quedó cegado al instante, tenía cristales incrustados en la cara, el cuello y el chaleco antibalas. Otros dos agentes del FBI sufrieron heridas graves en la cara y las manos cuando parte de los tarros de cristal vacíos almacenados por Woolrich, su ordenador portátil, un sintetizador de voz adaptado H3000, un modificador de voz más pequeño y portátil con capacidad para alterar el timbre y el tono, y una máscara de color carne, utilizada para cubrirse la nariz y la boca, volaron en mil pedazos. Y entre las llamas y el humo y las esquirlas de cristal, revolotearon por el aire como mariposas negras las hojas en llamas de una pila de textos apócrifos bíblicos que quedaron reducidos a cenizas.
Mientras O'Neill Brouchard moría, yo estaba sentado en la sala de reuniones de la oficina del sheriff de St. Martinville, donde se reunían todos los efectivos arrancados de sus vacaciones y días libres para colaborar en la búsqueda. Woolrich había apagado su móvil, pero se había alertado ya a la compañía telefónica. Si lo utilizaba, intentarían localizar la llamada.
Alguien me entregó una taza de café, y mientras bebía, intenté llamar una vez más a la habitación de Rachel en el motel. Cuando el timbre sonó diez veces, el conserje atendió la llamada.
– ¿Es usted…? ¿Se llama Birdman? -preguntó. Parecía joven e inseguro.
– Sí, algunos me llaman así.
– Disculpe. ¿Ha telefoneado usted antes?
Contesté que ya era la tercera vez, consciente de que había cierta tensión en mi voz.
– Estaba comiendo. Tengo un mensaje para usted, del FBI. -Pronunció esas tres letras con cierto tono de admiración. Las náuseas me subieron a borbotones a la garganta-. Es del agente Woolrich, señor Birdman. Me ha encargado que le diga que él y la señorita Wolfe se han ido a dar un paseo, y que usted sabría dónde encontrarlos. Ha dicho que quería que el asunto quedara entre ustedes tres. No desea que nadie más estropee la ocasión. Me ha pedido especialmente que insista en esto último. -Cerré los ojos y su voz pareció alejarse-. Éste es el mensaje. ¿Lo he hecho bien? -preguntó.
Toussaint, Dupree y yo extendimos el mapa sobre el escritorio del sheriff. Dupree sacó un rotulador rojo y trazó un círculo en torno a la zona de Crowley-Ramah, con estos dos pueblos en los extremos del diámetro y Lafayette en el centro.
– Supongo que tiene una casa en algún lugar de por ahí -dijo Dupree -. Si lleva usted razón y necesitaba estar cerca de Byron, y quizá también de los Aguillard, el área se extendería hasta Krotz Springs por el norte y puede que hasta el pantano de Sorrel al sur. Si se ha llevado a su amiga, probablemente se habrá retrasado un poco: le habrá llevado tiempo comprobar las reservas en los moteles, no mucho pero sí suficiente de no haber tenido suerte con los sitios adonde llamaba, y habrá tardado algo en sacarla de allí. Procurará evitar las carreteras, así que se esconderá, quizás en un motel o en su propia casa si está relativamente cerca. -Golpeó el centro del círculo con la punta del rotulador-. Hemos puesto sobre aviso a las fuerzas del orden locales a los federales y a la policía del estado. El resto depende de nosotros y de usted.
Iba dándole vueltas a las palabras de Woolrich, que sabría dónde encontrarlos, pero de momento no se me había ocurrido nada.
– No tengo la menor idea. Los sitios obvios, como la casa de los Aguillard y su apartamento de Algiers, ya se han registrado, pero era poco probable que estuviera allí.
Apoyé la cabeza entre las manos. El miedo por Rachel me impedía razonar. Necesitaba estar solo. Cogí la chaqueta y me dirigí hacia la puerta.
– Necesito espacio para pensar. Me mantendré en contacto.
Dio la impresión de que Dupree iba a oponerse, pero guardó silencio. Fuera, mi coche estaba aparcado en una de las plazas reservadas a la policía. Entré, bajé las ventanillas y saqué de la guantera mi mapa de Louisiana. Recorrí con los dedos los nombres de las poblaciones: Arnaudville, Grand Coteau, Carencro, Broussard, Milton, Catahoula, Coteau Holmes y el propio St. Martinville.
El último nombre me sonaba de algo, pero a esas alturas me parecía ver cierto significado en todos los pueblos, y eso les quitaba a la vez significado a todos. Era como si uno repitiese su propio nombre una y otra vez en la mente, hasta que el nombre perdiese familiaridad y uno empezase a dudar de su propia identidad. Me puse en marcha para salir del pueblo en dirección a Lafayette.
No obstante, St. Martinville me volvió otra vez a la cabeza. Algo sobre New Iberia y un hospital. Una enfermera. La enfermera Judy Neubolt. Judy la chiflada. Mientras conducía, recordé la conversación que había mantenido con Woolrich en mi primera visita a Nueva Orleans después de la muerte de Susan y Jennifer. Judy la chiflada. «Me dijo que en una vida anterior yo la había asesinado.» ¿Era cierta esa historia o entrañaba otro significado? ¿Jugaba Woolrich ya por entonces conmigo?
Cuantas más vueltas le daba, más convencido estaba. Me había contado que, después de romperse la relación, Judy Neubolt se trasladó a La Jolla con un contrato de un año. Dudaba de que Judy hubiera llegado a La Jolla.
Judy Neubolt no constaba en el listín telefónico actual ni en el del año anterior. La encontré en un listín antiguo de una gasolinera -su teléfono ya había sido desconectado- y supuse que encontraría más datos en St. Martinville. A continuación llamé a Huckstetter a su casa, le di la dirección de Judy Neubolt y le pedí que se pusiera en contacto con Dupree al cabo de una hora si no había tenido noticias mías. Accedió de mala gana.
Al volante del coche, pensé en David Fontenot y en la llamada de Woolrich, que casi con toda seguridad lo había llevado hasta Honey Island con la promesa de poner fin a la búsqueda de su hermana. Cuando murió, ignoraba lo cerca que estaba de la última morada de Lutice.
Pensé en la muerte de Morphy y Angie, a la que yo los había llevado; en el eco de la voz de Tante Marie en mi cabeza cuando Woolrich fue a por ella; y en Remarr, bajo la luz dorada del sol poniente. Creo que también comprendí por qué los detalles habían aparecido en la prensa: por ese medio, Woolrich hacía llegar su obra a un mayor número de espectadores, un equivalente moderno de la anatomía pública.
Pensé en Lisa, una chica de ojos oscuros, baja y con exceso de peso, que había reaccionado mal a la separación de sus padres, que había buscado refugio en una extraña comunidad cristiana de México, y que al final había vuelto junto a su padre. ¿Qué había visto Lisa para obligarlo a matarla? ¿A su padre lavándose las manos de sangre en un lavabo? ¿Los restos de Lutice Fontenot o de alguna otra desdichada flotando en un tarro?
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