Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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La voz de la señora Brendel se había cargado de rabia. No le gustaba el marido de Ingrid, de eso no cabía duda. Esa rabia la estabilizó y ayudó a Costa a descubrir todo lo posible sobre la vida de la víctima. El asesino debía de acechar no muy lejos de esas mujeres, y tarde o temprano Costa vislumbraría sus contornos. Lo sabía por experiencia.

– ¿De modo que ella era más ambiciosa que él?

– Exacto. Para ella era importante, y creo que al final también él le estaba agradecido, porque llevaba la cabeza muy, muy alta, como si lo hubiera conseguido todo él sólito. Está claro que en el camino siempre hay alguien que se queda en la estacada, y al final ésa fue Ingrid, lógicamente.

Costa se preguntó si la mujer sería consciente de que, con sus declaraciones, estaba haciendo recaer muchas sospechas sobre el marido.

– Entonces, ¿pidió el divorcio?

– Sí.

– ¿Cómo había sido el matrimonio hasta ese momento?

– Al principio seguramente fue todo muy bonito. Se divertían mucho juntos. -Miró durante un rato por la ventana-. Ingrid, sin embargo, enseguida empezó a sentirse a disgusto; al casarse se había alejado de nuestro círculo de amistades, que para ella siempre había significado muchísimo. La informática de él era muy poco para ella, le resultaba demasiado árida y carente de fantasía. -Por un momento pareció perderse en el recuerdo-. Otra cosa que tampoco le gustaba era que él… corría detrás de todas las faldas. Ese fue otro de los motivos por los que se divorció después de más de treinta años. De la mañana a la noche ese hombre empezó a serle indiferente. Al principio había tenido una opinión muy distinta de él, ¡claro está! El gran fanfarrón, el arrogante que todo lo consigue. Pero después era ella la que tenía que encargarse de todo. Él no hacía más que quedarse ahí plantado, con su pipa en la boca, asintiendo con la cabeza. No contribuía en nada. Yo creo que Ingrid podía estar bien contenta de haberse librado finalmente de él.

– ¿No tuvo problemas económicos después del divorcio?

– No. Tenía acciones de la empresa de informática y había heredado de sus padres la casa de Colonia.

– ¿Tenía hijos?

– No, hijos no.

– ¿Por qué no?

– No hubo tiempo. Salió así. Tenían que hacer una barbaridad de cosas si querían sacar la empresa adelante. No les quedó tiempo para pensar en nada más. Ni en hijos ni en ninguna otra cosa. De vez en cuando hacían unas vacaciones. Siempre al sur. A ella le gustaba. Le encantaban el sol y la gente alegre. Igual que a mí.

– ¿También vino a Ibiza de vacaciones?

– Vinimos juntas dos veces. Él no pudo. Por suerte, si quiere saber mi opinión. Suerte para él, ¡porque esto era una locura! Era la época de los hippies. Tipos interesantes con el pelo largo y fumados hasta arriba.

Costa volvió a dirigirle una mirada sondeadora. ¡Sonreía!

– ¿Trabajó todos esos años junto a él y luego se separaron?

– Después del divorcio, ella se dedicó a pasearse por todos los bares. Lo mismo me pasó a mí.

– ¿Cuántos años tenía entonces?

– Cincuenta y siete.

– ¿Y cómo fue la cosa? ¿Algún gran amor?

– No. Siempre era lo mismo: compartías una cerveza con alguien, te enamorabas perdidamente y al día siguiente todo había terminado. En los albores de la borrachera, una veía a los hombres maravillosos, pero luego llegaba otra vez el ocaso.

– ¿Tenía Ingrid más amigos aquí, aparte de usted?

– Nos tenía a Franziska y a mí.

– ¿A nadie más?

– Nadie. Bueno, en Colonia todavía tenía a Anke.

– Anke, ¿quién es Anke?

– Anke Vogt, trabajaba en la empresa de su marido como chica para todo.

– ¿De modo que ella podría explicarme más cosas sobre el ex marido de la víctima?

– Si alguien lo conoce, ésa es Anke.

Costa se lo apuntó.

– ¿Padecía Ingrid Scholl alguna enfermedad?

– Tenía algunos problemas con la tensión arterial.

– ¿Algún otro problema de salud? ¿Anterior, tal vez?

– Nada. Ingrid estaba en muy buena forma. Sólo se quedó un poco sensible desde la apoplejía.

– ¿Tuvo un ataque de apoplejía?

– Así es. Creo que en el noventa y uno. Siempre hablaba de ello. Fue muy curioso. ¡Se despertó en plena noche con el cuerpo dividido justo por la mitad! Un lado completamente dormido y el otro normal. Muy raro. No quisiera yo vivirlo. En el hospital le diagnosticaron un ataque de apoplejía. Estuvo allí tres semanas. Fui a verla todos los días.

– ¿Le quedaron secuelas permanentes?

– No tuvo que ir en silla de ruedas y tampoco sufrió alteraciones en el habla. Simplemente quedó algo más sensible, las enfermedades la atacaban más deprisa que antes. Por eso tenía que cuidarse más. Ya no podíamos pasarnos la noche entera en un bar. Eso, desde luego, era una desgracia.

– Pero sí que fumaba. Lo hemos corroborado en el registro del apartamento.

– Sí, en secreto, por así decir. A espaldas de los médicos.

– ¿Cuánto fumaba al día?

– Depende. A veces cinco, a veces quince, a veces ninguno. Dependía del ánimo.

– ¿Qué fumaba?

– Marlboro Light.

Ya habían llegado a la gran entrada de vehículos de Vista Mar. La mujer sacó el mando electrónico de su bolso y abrió. Ante ellos apareció la avenida de palmeras que llevaba hasta la puerta principal.

– ¿Tenía Ingrid Scholl enemigos?

– No, que yo sepa. Quizá su marido. Pero ¿seguirá contando como enemigo? Ella siempre se llevó bien con todo el mundo. Siempre tenía una opinión positiva de la gente.

Costa conducía a velocidad de paso. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente de un lado a otro.

– ¿Cree usted que alguien conocido por Ingrid Scholl o de su entorno más cercano haya podido atentar contra su vida?

– Eso es absolutamente inconcebible. Tiene que haber sido un extraño.

– ¿Qué relación tenía con Franziska Haitinger?

– ¿Adónde quiere ir a parar?

– Franziska Haitinger fue una de las primeras personas que la vio muerta. El médico tuvo que administrarle ayer un fuerte calmante. Está tan conmocionada que no puede hablar. Por eso me gustaría preguntarle a usted un par de cosas más.

Detuvo el coche y se quedó callado. ¿Había dejado de llover por fin?

– No, no puede ser. Antes necesito estar sola un rato. Tengo que asimilar todo lo que me ha explicado usted.

¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿Por qué se mostraba de repente tan reacia?

– ¿Y si vuelvo dentro de una hora?

– No, no, vuelva mañana. Antes tengo que recuperarme.

Abrió la puerta y bajó del coche. También él salió, para sacar la maleta del portaequipajes. La mujer se marchó sin despedirse.

Sí que había dejado de llover. Sólo el viento seguía arrancando gotas de las hojas de los árboles.

– Me gustaría mucho sacar a la señora Haitinger de la cárcel -exclamó Costa tras ella-. Para que pueda volver a casa. Y creo que su declaración me ayudaría mucho.

La mujer se volvió.

– ¿En la cárcel? ¿Qué dice? ¿Por qué está Franzi en la cárcel?

– Resulta que las pruebas señalan claramente en su dirección.

– ¿En qué dirección? ¿En dirección a Franzi? ¿Me está diciendo que ella ha matado a Ingeli? ¡No me lo creo! ¡No puede hablar usted en serio!

– En su casa encontramos un libro, El asesinato perfecto. ¿Lo conoce usted?

– ¡Esto es cada vez más descabellado! ¡Desaparezca de mi vista! ¡Déjeme en paz!

– ¿Cuándo puedo…?

– ¡No puede! ¡Váyase! ¡Largo de aquí!

Entró por la puerta, que se cerró de golpe tras ella.

Al volver al coche, Costa llamó a Elena Navarro, pero no pudo localizarla: había apagado el móvil. Sí logró encontrar a El Obispo, que le dijo que Elena seguía con el interrogatorio de la señora Haitinger. Podía intentar ponerlo en contacto con ella, pero la verdad era que la teniente había desconectado todos los teléfonos. Rafel le dijo que había asomado por allí la cabeza y le había dado la sensación de que estaban bastante tensas.

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