Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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Costa explicó que por el momento no tenía más que decir y le preguntó a Rafel si había descubierto alguna otra cosa en casa de la señora Haitinger.

– La verdad es que sí -dijo la profunda voz de bajo que salía del portentoso cuerpo de El Obispo-. Uno: junto a la caja de fusibles de la entrada hay un armarito para las llaves con un gancho vacío marcado con el número 402. Es el apartamento de la víctima. La llave que falta la he encontrado en el bolsillo de la bata que Haitinger llevaba anoche. -Levantó en alto una bolsita de plástico con la llave-. La he probado. Abre. Dos: he registrado la caja fuerte. Contenía toda su documentación. Se gasta casi un millón de pesetas al mes y en este momento tiene en su cuenta corriente del Banco de Sabadell exactamente cinco millones cuatrocientas treinta mil seiscientas cuarenta pesetas. También tiene una cuenta de ahorro en el mismo banco con veintiún millones de pesetas y recibe, además, una transferencia periódica de diez mil marcos mensuales. -Había leído las cantidades de una libreta y levantó otra bolsita de plástico en la que se veían los documentos. En una tercera bolsa, que agitó entonces, había recogido joyas, dos relojes de oro y monedas, de oro también-. Lo interesante -dijo, sonriendo- es que son monedas romanas que se encontraron aquí en la isla y que en realidad tendrían que estar en una vitrina de cristal de nuestro Museo Arqueológico, y no en la caja fuerte privada de una pensionista precoz. -Dejó caer las bolsas y sacó una hoja escrita-. También hay un testamento. En caso de morir, deja toda su fortuna a un tal doctor Gabriel Schönbach, de Munich, Maximilianstrasse, 3.

– Habría que comprobar si tiene una relación con ese doctor Schönbach -dijo El Surfista.

– ¿Se ha encontrado testamento en casa de Scholl? -preguntó Costa.

Todos se miraron y sacudieron la cabeza. Costa comentó que habría que tenerlo en cuenta; los demás tomaron nota.

Entonces El Surfista explicó que por fin se había informado sobre qué era exactamente Vista Mar. Le preguntó a Elena si sabía que el centro de belleza Vista Mar era el más recomendado en todas las clínicas de cirugía estética de Europa. Ella negó con la cabeza. El Surfista rió y leyó un prospecto que había traído consigo.

– El complejo de bienestar de cinco estrellas está concebido como un hotel de lujo, pequeño pero elegante, con una residencia anexa para la tercera edad de ambiente cálido y agradable. Los últimos estándares en equipamiento y técnica. -Le dirigió una mirada maliciosa a El Obispo-. Salvo por las cajas fuertes, que cualquier picoleto con unos mínimos conocimientos técnicos puede abrir. -El Obispo iba a decir algo, pero El Surfista fue más rápido y prosiguió con exagerado énfasis-: La variedad de la oferta del centro de belleza va desde el fin de semana de bienestar «Instant Beauty», pasando por liftings faciales y masajes antiestrés con hierbas curativas ibicencas, hasta drenajes linfáticos con aparatos para todo el cuerpo. Se recomienda especialmente -los miró a todos, divertido- el masaje de reflexoterapia con acupuntura ocular final. O el peeling visual de pincho con parafina de extracto de albaricoque.

Todos rieron. Costa consultó su reloj, pero El Surfista ya había tomado impulso y había sacado otro prospecto con fotos a todo color.

– «Situados en un emplazamiento privilegiado, a ocho minutos a pie de la playa y rodeados de bosques de pino, ofrecemos apartamentos de lujo con servicio para la tercera edad desde trescientos cuatro mil marcos alemanes.»

– Prefiero una casita barata en el barrio gitano -dijo Elena.

– Las uvas están verdes, ¿no? -dijo El Surfista con una sonrisa.

Costa sabía que aún tenían una prolongada jornada por delante y lo apresuró para que terminara ya con su informe.

El conserje le había explicado a El Surfista las medidas de seguridad que protegían a los residentes. Los apartamentos estaban equipados con alarmas, que, sin embargo, casi nunca estaban encendidas o no funcionaban. Su manejo era complicado. La entrada de vehículos sólo se abría con un código numérico que los residentes no podían comunicar a otras personas. El mismo código de la verja del garaje bloqueaba también la entrada del edificio. Las puertas de los apartamentos tenían cerraduras de seguridad individuales.

– El dispositivo de casa de la señora Haitinger funciona. También el de la casa de la víctima. Además, ahora que caigo -añadió El Surfista-, ese doctor Schönbach que menciona el testamento de Haitinger podría ser el mismo especialista en cirugía estética de Munich que resulta ser el principal proveedor, por así decir, de Vista Mar. Dicen que es un cirujano bastante conocido y que envía a sus pacientes aquí después de las operaciones para que se recuperen. Así pueden decir que las vacaciones en Ibiza los han rejuvenecido y embellecido. En cuanto llegan, el doctor Hórlander, el gerente, los manda directos a esos maravillosos apartamentos. Naturalmente, se lleva una comisión si compran. Es posible que el cirujano esté implicado en todo ello. En cualquier caso, la adinerada clientela tiene mucho valor, y por eso todo el complejo cuenta con un estándar de seguridad bastante elevado. También tienen línea directa con la policía.

Costa preguntó si el conserje, que podía vigilar por videocámara la entrada de vehículos, la puerta principal y la del garaje, había visto algo extraño. El Surfista dijo que no.

Entre el resto de información que poseía se encontraban los datos personales de la señora Haitinger. Tenía cuarenta y nueve años e, igual que a Ingrid Scholl, la trataba la doctora Kirsten Sperl.

– ¿Cuándo redactó el testamento? -le preguntó Costa a El Obispo, que lo consultó.

– El sábado ocho de noviembre de mil novecientos noventa y siete.

Costa lo anotó todo y le pidió después a Elena su informe, pero El Surfista los interrumpió enseguida porque había olvidado mencionar que el doctor Torres todavía no había terminado con su dictamen. Había descubierto unas tenues marcas de estrangulamiento en el cuello, había enviado las porciones de piel correspondientes al Instituto de Medicina Forense de Barcelona y no tendría los resultados hasta el viernes.

Elena, con su natural tranquilo y profesional, expuso lo que había descubierto hablando con los residentes, en especial con una tal Lieselotte Mahler, una pensionista de setenta y seis años que vivía en Vista Mar desde el otoño de 1996. Había comprado el apartamento con su marido, que murió un año después. Tras la muerte de éste, se había hecho amiga de El Trío, como llamaba a Ingrid Scholl, Franziska Haitinger y Erika Brendel. Las tres eran inseparables y siempre lo hacían todo juntas. La mujer había descrito a la señora Scholl como una mujer muy resuelta que parecía más joven de lo que era. Muy rica, sí, pero tacaña hasta más no poder. Era de las que en las virtudes de los demás enseguida veía sus propios defectos. Sin embargo, la señora Scholl siempre había cuidado mucho de Erika Brendel. Por lo visto porque no tenía marido. La señora Mahler creía imposible que Franziska Haitinger fuera capaz de cometer un acto violento, mientras que con Erika Brendel no se había mostrado tan segura en ese punto, si bien no era capaz de imaginar semejante ingratitud, había dicho. A la señora Haitinger la consideraba demasiado débil para hacer algo así.

Se basaba en el hecho de que, si no, nunca se habría liado con ese joven que le había vendido el ordenador. Estaba segura de que ese chico sólo había querido utilizarla. Después la dejó plantada. La señora Haitinger había sufrido mucho con eso. Elena había descubierto, entretanto, de quién se trataba. Era el dueño de una tienda de ordenadores de Santa Eulalia, Compu-World, y se llamaba Wolfgang Krebs. De treinta y cuatro años.

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