– Señora Haitinger, tengo que hablar con usted -lo dijo con suavidad pero con insistencia.
Ella sacó los brazos de debajo de la colcha y lo rechazó con las manos. Todavía estaban embadurnadas de sangre, o sea que no se había despertado por la noche y aún no se había visto en el espejo.
– ¿Qué pasa? ¿Quién es usted? -preguntó con voz lenta y pesada.
– Me llamo Costa. Soy de la Guardia Civil. Ayer le administraron dos tranquilizantes y seguramente todavía le dura el efecto.
Le propuso preparar un café fuerte mientras ella se levantaba y se arreglaba un poco.
En la cocina encontró una cafetera exprés y la preparó para hacer uno triple. Abrió la nevera y vio que dentro había un bote de mermelada de fresa, un trozo de Gouda, un bote de olivas y un par de cosas más. Mientras el café caía en la taza, miró por la ventana. Hacía ya casi doce horas que llovía sin parar. El agua de los estanques de baldosas azules de la fuente que subía la pendiente en escalones presentaba un color violeta turbio.
Se acordó de una vez, de niño, en que había ayudado a blanquear la finca de sus abuelos. Había sido poco después de Semana Santa. Cuando hubieron terminado y el blanco nuevo relucía ya contra el verde de los campos, se sintió henchido de orgullo y alegría. Había pintado toda una pared él solo. Se había puesto a dar saltos y había ido a explicárselo a todo el mundo mientras su abuelo miraba al cielo, alzaba ambos brazos y soltaba un espantoso alarido. El cielo, igual que antes de una tormenta de verano, se había puesto de repente de color ocre. Como si el sol hubiera encendido su horno celeste, las nubes se tiñeron de un rojo candente veteado por intensos colores de lava. La temperatura cayó de pronto, se levantó el viento. Los pinos, que de súbito parecían azules, empezaron a zarandearse. El mar enloqueció, enfureció y adoptó una tonalidad entre verde oscuro y violeta. De súbito cayeron del cielo gotas de sangre, al principio sólo unas pocas en las mangas de su camisa blanca, después muchas más, hasta que al final la lluvia sangrienta golpeteó contra la tierra y, cuando se volvió hacia la casa, su precioso blanco se había teñido de rosa.
Oyó algo tras de sí y se volvió. Franziska Haitinger estaba en la puerta de la cocina con un albornoz blanco. Apoyó el brazo derecho en el marco de la puerta y le preguntó a Costa quién era y qué hacía allí. Él le explicó la situación mientras ella seguía mirándolo con incredulidad. Se le aceleró la respiración y se llevó una mano al pecho para cerrarse el albornoz. Costa se fijó en sus dedos largos y algo morenos, e intentó imaginarla ensartando a su amiga.
– Aquí tiene el café.
Le acercó el exprés triple.
Ella lo miraba y se esforzaba por controlar la respiración, pero no se movió.
– No le he puesto nada -dijo Costa, y se dio cuenta de que lo había susurrado como un idiota. Añadió-: ¿Lo quiere con azúcar?
Sin apartar la mirada, ella alargó lentamente la mano izquierda y él le dio la taza. La mujer se tomó el brebaje caliente a pequeños sorbos, pero sin dejar de mirarlo. «Tiene que darse cuenta de que no me quita ojo de encima -pensó Costa-. A lo mejor está pensando en alguna otra cosa. Pero ¿en qué?»
– ¿Recuerda lo sucedido ayer por la noche?
La mujer fue hasta la mesa, dejó la taza con mano temblorosa y salió de la cocina.
– ¿No quiere contestar a mi pregunta? -añadió Costa, aunque ella ya había salido.
Llamó a El Obispo al móvil y le pidió que ejecutara la orden judicial de registro que entretanto él ya había recibido por teléfono. El Obispo estaba en el segundo piso interrogando a más testigos, pero subiría enseguida.
Costa llamó entonces a la puerta del dormitorio y, como no obtuvo respuesta, abrió con cuidado. No vio a Franziska Haitinger. Al otro lado de la puerta cerrada del baño oyó el agua de la ducha. Se acercó a la puerta y la llamó por su nombre, pero tampoco esta vez respondió la mujer. En una estantería esmaltada en blanco, el capitán vio varios marcos con fotografías. Las examinó en detalle. Eran fotos de familia en las que se veía a la mujer con un hombre y dos niños.
Los niños, un chico y chica, eran tan guapos como el hombre. Todos tenían cejas pobladas, una sonrisa resplandeciente y dientes perfectos. Él jugaba al tenis y al golf, navegaba y conducía un Porsche 911. Costa sintió un repentino disgusto por trabajar tanto como trabajaba, la sensación de ser absurdo.
Oyó que El Obispo gritaba su nombre desde fuera y quiso salir a su encuentro, pero entonces se abrió la puerta del baño y Franziska Haitinger apareció en el vano. Se había envuelto en una toalla y llevaba otra de rizo blanco hecha un turbante en la cabeza. Tras ella se levantaban nubes de vapor. Costa percibió un aroma a almendras.
– Tenga la amabilidad de hacer una bolsa con todo lo que vaya a necesitar para pasar una noche fuera. Tengo una orden judicial de arresto contra usted y me la llevaré en cuanto se haya vestido. Mientras tanto, registraremos el apartamento.
Esperó una respuesta, que la mujer pusiera algún reparo. Sin embargo, como no decía nada, Costa salió y le pidió a El Obispo que inspeccionara la caja fuerte.
– Pero dile que te dé la llave. Tenemos una orden de registro.
Después le informó brevemente de lo que había sucedido y le dijo que se llevaría a la señora Haitinger en cuanto estuviera lista. Más tarde regresaría, porque seguro que no conseguiría nada de ella antes de la reunión. El Obispo asintió y empezó a registrar la habitación sistemáticamente.
Costa se sintió cansado y se sentó en un sillón a esperar. Cuando la señora Haitinger salió del dormitorio, vestida y con una bolsa de viaje de Louis Vuitton, El Obispo le pidió la llave de la caja fuerte.
Ella se lo tomó con bastante indiferencia, fue a buscarla al dormitorio y se la entregó sin decir media palabra.
Elena Navarro y El Surfista ya estaban en la sala de reuniones cuando llegó Costa.
– Aún falta el gordo de El Obispo -dijo El Surfista con la boca llena, y le dio otro mordisco a su chocolatina Mars.
En la otra mano tenía un refresco de cola con el que hizo gárgaras y se enjuagó antes de tragar. Costa se dio cuenta entonces de que tenía un hambre voraz y le supo mal no haber cogido el trozo de Gouda de la nevera de Franziska Haitinger. «De todas formas -pensó-, ella ya no tendrá ocasión de comérselo.» Tenía tanta hambre que estuvo a punto de pedirle a El Surfista un mordisco de su chocolatina. En lugar de eso, propuso empezar con su informe sobre Haitinger sin esperar más, porque El Obispo ya estaba al tanto de lo más esencial.
Elena y El Surfista asintieron y abrieron sus libretas. Costa se tomó un momento para concentrarse. Salvo por el martilleo de la lluvia, toda la parte trasera y superior del edificio estaba en silencio. Al correr desde el coche hasta el puesto se había vuelto a mojar, estaba empapado, se sentía pegajoso.
– La tal señora Haitinger no ha hecho ninguna declaración -empezó a decir con cierto malestar-. Ni siquiera ha querido darme sus datos personales. La he detenido y se la he entregado al compañero Ramón, aquí abajo. El Obispo está ocupado todavía con el registro del apartamento. Interrogaré a Haitinger después de la reunión y luego me la llevaré a la cárcel. Le he dicho que tal vez sea mejor que se busque un abogado. Aquí tenéis una foto de ella. -Se sacó del bolsillo una fotografía que había cogido del dormitorio y se la acercó a Elena-. Está con sus hijos y su marido. Todas las demás eran semejantes. En todas parecen una familia feliz.
Elena miró la fotografía. En ese momento se abrió la puerta y El Surfista saludó con una sonrisa a El Obispo, que entró, se acercó una silla a toda prisa, sacó su termo y los miró a todos dispuesto a entrar en materia. Cuando su mirada tropezó con la botella de cola de El Surfista, puso cara de asco y la apartó de sí.
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