Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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– Después el asesino los ha sacado y los ha dejado tirados junto al cadáver. Me extraña que haya utilizado dos pinchos.

Añadió que la temperatura del cuerpo, 36,8 grados, indicaba que todavía no se había producido remisión del calor corporal. La muerte había tenido lugar entre las 21.35 y las 22.00 horas.

– No he encontrado en el cadáver ninguna señal que haga pensar en una pelea ni en abusos sexuales.

– Bien -dijo Costa-, entonces que metan el cuerpo en una bolsa de lona cuando acabe esta reunión y que se lo lleven para hacerle la autopsia. -Señaló el equipo de música-. Hay un CD en el reproductor. ¿Alguien le ha echado un vistazo?

El Surfista contestó enseguida.

– Sí, Purple Rain . Es una remezcla de club, ilegal, grabada en directo cuando Prince estuvo aquí en la isla. Menudo conciertazo.

A Costa le llamó la atención.

– ¿Ilegal? ¿Las señoras mayores tienen esas cosas?

– Depende de la dama. A veces salen más que los jóvenes. Aunque esta de aquí no parece que saliera mucho. Por lo demás, todo lo que tiene son óperas y tangos.

– ¿De qué trata la canción?

El Surfista se pasó una mano por el pelo a toda velocidad.

– El tío canta que sólo quiere ver a la chica bajo la lluvia roja. Que se la lleva hacia la lluvia roja.

– ¿Pero purple no es púrpura? ¿O sea, de un tono rojo sangre? -preguntó Elena.

– Exacto. Quiero verte bajo la lluvia rojo sangre. -Le sonrió-: Baby, love me or die!

Costa le pidió el CD y preguntó qué más tenían.

Todos sacudieron la cabeza. Elena Navarro dijo que en el armario del dormitorio había una caja fuerte. Costa preguntó si también habían buscado huellas dactilares allí. La teniente lo corroboró. Después, El Obispo la había abierto. Contenía doce mil marcos, joyas y una carpeta clasificador con documentación, casi toda sobre la compra del apartamento en propiedad. Elena lo había recogido todo, había dejado un recibo en la caja fuerte y la había vuelto a cerrar.

Costa le preguntó a El Surfista si el cadáver había sido examinado minuciosamente con material adherente en busca de posibles fibras de la vestimenta del asesino. El joven asintió.

– Bien -dijo Costa-, entonces ya hemos terminado aquí. -Se volvió hacia el forense-. ¿Qué hacemos con la vecina?

Torres dijo que la había dejado echada en la cama y le había administrado otra inyección de Valium, y que aconsejaba dejarla dormir.

Cuando Costa salió del edificio, empezaba a llover. Miró el cielo. El firmamento estaba negro, pero el mármol blanco que tenía ante sí se manchaba de un rojo sangre. Entornó los ojos y estiró una mano bajo la lluvia. ¡Roja! No cabía duda. Había llegado la lluvia roja.

Oyó rugir una moto. Elena Navarro Álvarez. Se preocupó; con la lluvia, las carreteras estarían resbaladizas. Cada año morían así como mínimo veinte personas, aunque era cierto que la mayoría no iba del todo sobria.

Cuando se sentó al volante, se encontró mal. No tendría que haberse tomado ese café tan cargado de El Obispo. Lo había acelerado innecesariamente y ante sus ojos no hacían más que aparecer imágenes inquietantes de aquellas dos mujeres. Así no podía irse a dormir.

Decidió dirigirse a tomar una absenta a Sa Calima, se sacó el CD del bolsillo de la camisa y lo puso en el reproductor. «Purple rain», cantó la voz masculina acompañada de ritmos tecno. «Quiero verte en la lluvia rojo sangre.» ¿Era esa lluvia una metáfora de la sangre de ella? Al final de la canción, el piano imitaba gotas de lluvia y sonaba con unos disonantes acordes menores. «Un extraño final melancólico para una canción pop», pensó Costa. Dolor y decadencia. ¿Tendría ante sí a alguna clase de psicópata asesino? Y en ese caso… ¿cómo habría podido saber que poco después del crimen caería la lluvia roja?

Costa volvió a sacar el CD y lo guardó.

La lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas. Apenas se veía nada, así que tenía que conducir con cuidado.

Al llegar al puerto, dejó el coche y corrió por Carlos III. Cuando llegó a Sa Calima estaba calado hasta los huesos.

Se apoyó en la barra y le pidió a Pep que pusiera Buena Vista Social Club. Las tonadas melancólicas de los viejos músicos de Cuba lo tranquilizaban. Su tío, al que llamaban El Cubano, le había regalado el disco unas vacaciones, antes aun de que Wim Wenders rodara su película sobre el grupo.

En el espejo que había detrás de la barra, Costa vio que la lluvia le había caído encima como un caldo rojo. Todo el mundo tendría que encalar de nuevo sus blancas casitas.

Pidió otro vaso de absenta. Pero ¿qué había esperado cuando decidió dejar su trabajo y regresar a la isla? ¿Proximidad y calidez humana? ¿Un clima que lo saludara a uno todos los días con los rayos del sol? ¿Poco trabajo y muchas horas de amor? Volvió a limpiarse la lluvia del pelo con rabia y se sacudió el agua de la ropa. Había soñado hacer excursiones con Karin, explicarle historias sobre la isla y sus gentes. Había imaginado que ella, como contrapartida, lo iniciaría en sus buenos hábitos alimenticios y sus ejercicios de relajación. De repente se dio cuenta de que era como un disco rayado.

Cuando Pep lo miró como si le preguntara si quería que volviera a llenarle el vaso, él levantó el pulgar.

A lo mejor también podría haber aprendido de Karin a leer novelas por la noche en la cama, en lugar de agotarse a base de cerveza, de absenta, para el caso.

¡A la mierda! A ella ya la había perdido, pero allí también estaba su familia. No la familia en la que él era el padre, sino en la que era el hijo. ¿Representaba para él la calidez humana la familia de su padre, que le llamaba El Alemán? Desde su regreso, había visitado a casi todos sus tíos y tías, bisabuela, sobrinos y primos, pero no por eso los sentía más cercanos. ¿Era cosa de él? Sabía que no les gustaban los policías. Algunos de ellos habían perdido incluso a sus maridos y padres en la resistencia contra los fascistas. Franco había tomado medidas cruentas y había ocupado la isla mediante su Guardia Civil. Ese cuerpo paramilitar con amplias competencias policiales estaba en la actualidad bajo las órdenes del rey. Una policía militar en la que no se necesitaban estudios, sólo convicciones. ¡Directamente de la guardería a la Guardia Civil! Sobre sus cuarteles seguía leyéndose en grandes letras el «Todo por la Patria», pero la patria no era esa isla de legado moro y costumbres paganas, la isla gobernada por la diosa Tanit, el único lugar del Mediterráneo en el que nunca habían vivido animales venenosos. La patria era la Castilla católica apostólica. Sin embargo, los castellanos no hablaban catalán, como los ibicencos. Hablaban el español de los soberanos, el mismo que conocían los turistas y que se hablaba también en Sudamérica. El español de los policías, entre quienes también él se contaba. Tenía que admitir que ninguno de sus familiares había hecho comentario alguno en su presencia, ni siquiera su tío abuelo El Bruto, el aguador, al que más de una vez habían pegado una paliza en los sótanos de la Guardia Civil. No, nadie. No eran como su madre alemana, que lo había reprendido a voz en grito cuando, terminada su formación en el ejército alemán, le había anunciado que pensaba ingresar en la Brigada de Investigación Criminal. Todavía alguna vez, cuando iba a visitarla a su pequeño hostal de Santa Inés, su madre le preguntaba si ya había descubierto por qué había acabado castigándose con una profesión tan espantosa. Vació otro vaso de absenta, siempre sentía un profundo malestar cuando se acercaba a ese punto: ¿por qué hacía lo que hacía? También Karin se metía con él por ser policía, siempre le decía que no estaba del todo bien de la cabeza. Aunque él, en realidad, no sabía qué quería decir. ¿También eso tendría que descubrirlo? ¿Cómo se descubre qué es lo que le pasa a la cabeza de uno? ¿Y por qué?

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