Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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Costa fue a buscar al conserje y lo encontró ante la puerta del apartamento. Uno de los agentes uniformados lo había retenido. Costa le pidió que volviera a entrar para hacerle unas preguntas y le ofreció asiento en un sillón, pero le dijo que no tocara nada. El hombre se sentó muy cerca del borde. Costa vio que estaba temblando.

– ¿Cómo se llama?

– ¡Balbino!

– ¿Quién es la víctima?

– Es la señora Scholl. Se mudó aquí hace año y medio.

– ¿Cuál era su nombre de pila?

– Ingrid.

Era correcto. Ya lo había comprobado en su permiso de conducir.

– ¿Quién la ha encontrado?

– La oí gritar.

Miró a Costa fijamente, como si todavía oyera el grito.

– Digo que quién la ha encontrado.

– Yo.

– ¿Cómo entró en el apartamento?

– La puerta estaba abierta.

Costa tomó nota.

– ¿La ha tocado?

– No. Enseguida he bajado a mi casa y he llamado a la policía.

– ¿Ha visto usted que la mujer estaba muerta?

El conserje asintió.

– ¿Ha visto que tenía los ojos vacíos?

El hombre se estremeció y volvió a asentir.

– ¿Ha podido verlo todo desde la puerta?

El hombre se mostraba cada vez más inseguro.

– Desde la puerta no.

– ¿De modo que se ha acercado?

El hombre lanzó una mirada de terror al cadáver.

– ¿Cuánto se ha acercado?

Volvió a mirar a la víctima y señaló a la mesa.

– Hasta ahí. Hasta el borde de la mesa. Después… he dado media vuelta.

– ¿Ha podido ver desde ahí los dos pinchos de carne que había en el suelo?

– No. No los he visto.

– ¿Tiene usted una copia de la llave?

– Una llave maestra, pero no la llevaba conmigo.

Llamaron al timbre. Costa se volvió hacia su compañera, que estaba señalizando el escenario del crimen con cartelitos numerados, y le pidió que saliera para asegurarse de que el resto del equipo, que por fin parecía haber llegado, entrara al apartamento con el traje aislante. Después se volvió de nuevo hacia el conserje.

– Ha oído el grito… ¿A qué hora ha sido eso?

– A las diez y cuarto.

– ¿Cómo lo sabe con tanta exactitud?

– Quería ver un partido de fútbol que empezaba a las diez y cuarto en Eurosport.

– ¿Y entonces ha venido corriendo? ¿Se ha encontrado con alguien en la escalera?

– No, pero el ascensor estaba ocupado.

Costa volvió a apuntar un par de cosas.

– ¿Podría decirme quién había dentro del ascensor?

– No. Ni siquiera se me ha ocurrido pensarlo.

Costa anotó su nombre y su número de teléfono.

– ¿Alguna otra cosa que le haya llamado la atención?

– No. -El conserje miró en derredor con impotencia-. No.

Costa se levantó.

– Mañana volveré a llamarlo o iré a buscarlo si tengo alguna pregunta más. Ya puede irse.

No tuvo que decírselo dos veces.

Costa saludó al doctor Torres. Entretanto, también los otros dos miembros del equipo habían llegado. El peninsular al que todos llamaban El Surfista, un joven al que había reclutado por ser especialista en rastros, le pidió al médico que examinara el cadáver de la cabeza a los pies y registrara todo el apartamento en busca de huellas dactilares.

Fuera, delante de la puerta, el conserje cuchicheaba con el agente más bajito y Costa le preguntó quién vivía en el apartamento de enfrente.

– La señora Franziska Haitinger.

– ¿Está en casa?

El conserje se encogió de hombros.

– Es amiga de la víctima.

Costa ya había llamado al timbre, pero no abría nadie. Llamó con más ganas. Como no pasaba nada, aporreó la puerta con fuerza y luego se volvió hacia el conserje.

– ¿Podría ir a buscar su llave maestra?

– La llevo encima.

El conserje se sacó a toda prisa un manojo de llaves del bolsillo y Costa le indicó que abriera la puerta. Lo cierto es que no tenía orden de registro, pero existía la posibilidad de que el asesino o la asesina hubiese estado también en ese apartamento, o incluso que todavía se encontrara allí.

El conserje le sostuvo la puerta abierta y Costa entró. En el piso había una luz encendida. La puerta que daba al salón estaba abierta. El capitán llamó a Franziska Haitinger y permaneció un momento quieto, escuchando. Oyó una respiración ronca y siguió avanzando con cautela. Los estertores eran cada vez más claros. Miró rápidamente hacia el sofá y el sillón, pero allí no había nadie. Con cuidado, dio otro paso en el interior de la sala. Entonces la vio.

Estaba agazapada en un rincón y lo miraba aterrorizada. Para no asustarla, Costa se le acercó despacio y murmuró su nombre con intención de tranquilizarla. Cuando ya estaba junto a ella y bajó la mirada, vio que tenía sangre en las manos y en la cara. «El asesino también la ha atacado», le cruzó por la cabeza.

– ¿Es usted la señora Haitinger? -preguntó en voz baja.

La mujer seguía mirándolo fijamente con ojos desorbitados y sin decir nada. «Está herida, o en estado de shock -pensó-. Será mejor que vaya a buscar a Torres.»

El forense ya había examinado el cadáver y estaba a punto de cederle el turno al fotógrafo.

– En el apartamento de enfrente hay una mujer completamente aturdida -dijo Costa-. Por favor, ocúpate de ella. Es importante que consigamos como sea una muestra de la sangre que tiene en las manos y en la cara.

– Pues ve a buscar a tu rastreador.

Costa asintió e informó a El Surfista. Al regresar con él al apartamento de Franziska Haitinger, el doctor Torres ya le había echado un vistazo.

Cuando El Surfista hubo hecho su trabajo, el médico le inyectó un tranquilizante, la ayudó a ponerse de pie y la llevó a un sillón.

– ¿Puedo hablar con ella? -preguntó Costa.

El forense se encogió de hombros.

– ¿Qué tiene?

– Taquicardia. Seguramente un ataque de pánico.

Costa le hizo varias preguntas, pero ella seguía muda. El horror de su rostro empezó a disiparse poco a poco. La mujer se reclinó en el sillón y puso las manos en el regazo sin darse cuenta de que enseñaba todos y cada uno de sus dedos ensangrentados. «A lo mejor no sabe que los tiene llenos de sangre», pensó el capitán. En cierto modo le parecía absurdo, pero no podía excluirla como posible asesina.

Franziska Haitinger era una mujer estupenda, seguramente no mucho mayor que Karin. Parecía estar fuerte y en muy buena forma física. Costa no lograba explicarse su comportamiento. De repente se sintió cansado, exhausto. Consultó el reloj, pasaban ya de las dos de la madrugada. ¿Qué podía hacer con esa mujer mientras estuviera en estado de shock? Tenía ganas de irse a la cama y tumbarse, nada más que estirarse y relajarse, pero no podía dejar solos a sus compañeros.

Se reunieron en el apartamento de Ingrid Scholl y El Obispo les sirvió a todos un café de su termo. Alzó una taza con indolencia, se volvió con su enorme barriga hacia el corro y, sonriendo, anunció que ese fin de semana iba a organizar una barbacoa en casa de sus suegros, que tenía una salsa especialmente picante creada por él y que al que le apeteciera, estaba más que invitado.

Costa iría. Rafel el Bisbe era un buen teniente y conocía bien a todos los isleños. Hasta al último pordiosero, ratero y contrabandista, pero también a todos los políticos.

– Amén, ha hablado El Obispo -dijo riendo El Surfista, y se bebió su café de un solo trago.

El capitán le preguntó al doctor Torres qué había averiguado sobre la víctima.

El forense explicó que, según parecía, la mujer primero había sido estrangulada, pero que la habían matado ensartándole los ojos. Había que examinar los espetones a fondo, pero los restos de fluidos que tenían pegados hacían suponer que se los habían clavado hasta la pared posterior del cráneo.

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