Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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– ¿O sea que Haitinger ya habla?

El Obispo le dijo que no sabía si hablaba o no, pero que sí había gritado.

– Creo que está bien haber enviado a Elena, siendo mujer -dijo Costa, y colgó.

Reflexionó un momento y luego se decidió a acercarse hasta la finca de sus abuelos, en la que tanto tiempo había pasado de niño. A lo mejor sus sueños infantiles le devolvían el buen humor.

Condujo a buen ritmo, pero al salir de la carretera asfaltada redujo la velocidad, porque el agua roja de baches y socavones salpicaba los parabrisas como si fueran grandes surtidores.

El enorme terreno de la finca estaba vallado y Costa no consiguió encontrar un lugar por el que colarse, así que intentó ver al menos la casa principal por entre las matas verdes. Lástima, la vegetación era muy espesa. Se apoyó en la tela metálica y no pudo evitar pensar en las enormes fluctuaciones emocionales de la señora Brendel. ¿Por qué se había cerrado en banda al preguntarle por Haitinger? Le molestaba haberse dejado desconcertar por sus aspavientos. La amenazaría con una citación. A fin de cuentas, era importante ir bien informado al interrogatorio de Franziska Haitinger.

Subió al coche y regresó a Vista Mar.

Como la verja no se abría, tuvo que bajar y llamar.

La señora Brendel lo escuchó sin decir nada. La amenaza parecía innecesaria, ya que la mujer lo invitó a pasar con buena disposición y le dijo que esperaba sus preguntas. Costa reprimió un comentario e intentó abarcar todo el apartamento con una rauda mirada. Cuando conocía a alguien, siempre le interesaba ver cómo había equipado esa persona su nido. A menudo conjeturaba por adelantado qué iba a encontrarse, pero en algunos casos se había equivocado de medio a medio.

Erika Brendel vivía en un apartamento de dos habitaciones con grandes ventanales y suelo de parqué. Lo hizo pasar a la sala de estar con vistas al mar. De las paredes anaranjadas colgaban cuadros pintados por ella o por amigos suyos, eso le pareció a Costa. Junto a la ventana había una lámpara modernista con la cabeza de Nefertiti. En la entrada, otra lámpara modernista se alzaba desde el suelo, una bailarina que se recogía el vestido con ambas manos. Al lado del sofá, de mimbre y con muchos cojines de colores, había una silla cubierta con una piel de leopardo. Como revistero tenía un perro de madera tallada y pintada de colores. Sobre un secreter antiguo había una extraña escultura. Le preguntó por ella y la mujer le explicó que no era una escultura, sino una rosa del desierto de cinco mil años de antigüedad cuyos pétalos estaban hechos de la arena de las dunas, solidificada a lo largo de los años. Sorprendió a Costa añadiendo que se trataba de un recuerdo de un amante rico.

– ¿Por qué ha ido usted a Mallorca?

– Mi hijo está ahora allí de vacaciones con su mujer.

– ¿Ha venido él aquí alguna vez a visitarla?

– Mi hijo no viene a visitarme. Su mujer no quiere.

– Pero ¿accede a que vaya usted?

– Nos hemos visto en mi hotel.

– ¿Es un matrimonio feliz?

Ella soltó una carcajada amarga y dijo que bien debía de serlo, porque, si no, no sabía para qué se molestaba en montar todo ese teatro.

– La señora Haitinger también sigue casada -prosiguió él, ligando temas-. ¿Cree que un matrimonio puede funcionar con tanta distancia de por medio?

– Quizá mejor que sin ella.

Costa comprendió que empezar hablando de su hijo no había sido demasiado buena idea.

– ¿La señora Haitinger es feliz, entonces?

– Aquí puede llevar otra vida.

– ¿Eso hace?

La mujer hizo un gesto de impaciencia con el que quería decir que no había sido más que una broma. A Costa no le quedó muy claro, su siguiente declaración le sonó demasiado forzada.

– Franzi tiene un marido triunfador, adinerado y bien parecido, y dos niños guapos y listos que van a los mejores colegios de Europa. Tienen una villa estupenda en Offenbach, junto a Frankfurt, y su marido, Rolf, es lo bastante generoso para dejarle espacio cuando lo necesita y apoyarla económicamente. ¿Cómo no va a ser feliz así?

Costa no aflojó.

– ¿Por qué necesita ese espacio?

– Tiene un pequeño defecto en el corazón y padece arritmias. En Frankfurt siempre estaba al lado de él y no podía bajar la guardia. Por eso su marido quiso que viviera en un lugar donde no se estresara con tanta facilidad.

«Sí -pensó Costa-, la gente con dinero puede permitirse todo eso, no tienen por qué sacarse de quicio uno al otro y pueden seguir relacionándose respetuosamente.»

– Tengo que volver a preguntarle cómo era la relación entre Franziska Haitinger e Ingrid Scholl.

– Franzi es una lectora apasionada, pero no le gusta mucho estar sola. Así que por las noches solía ir a ver a Ingrid, se sentaba en su cama y le leía. Yo me habría subido por las paredes, prefiero leer a solas, pero Ingrid no tenía nada en contra.

– ¿De modo que no tenía ningún motivo para hacerle nada?

– ¿Se refiere a ensartarla? -Su voz volvió a adoptar un tono cínico y lo miró fríamente con sus grandes ojos azules. Puesto que Costa le sostenía la mirada sin decir nada, añadió-: Sí, puede que Franzi tuviera la costumbre de ir por ahí clavándole tenedores a la gente en secreto, sólo que a lo mejor esta vez los pinchos le quedaban más a mano.

A Costa no le gustaba esa clase de humor y, algo furioso, pensó que la señora Brendel seguramente se habría abstenido de hacer esas bromas si hubiese sido El Surfista quien le hubiera hecho la pregunta.

Le dio las gracias y le dejó su tarjeta.

Cuando subió al coche, sonó su móvil. El Obispo le preguntó si tendrían alguna reunión más ese día y Costa le dijo que sí, pero que en todo caso no sería hasta que hubieran terminado con la señora Haitinger. El Obispo le informó de que Elena seguía dentro con ella. Él iba a volver un momento a casa para hacerles algo de comer a los niños, pero Costa podía localizarlo en el móvil cuando quisiera.

– Está bien -repuso éste, y le pidió que le dijera a Elena que él salía de Siesta en ese momento.

– En la setecientos treinta y tres ha habido un accidente por la lluvia; de momento la carretera está cortada.

Costa le dio las gracias y cogió la carretera de Jesús.

Por el camino volvió a pensar en todo lo que le había explicado la señora Brendel. A sus sesenta y cinco años, Ingrid Scholl probablemente ya sólo tenía en común con su marido la empresa. El matrimonio se había resentido por todos esos años de trabajo. A ello le siguió la separación y la batalla por el dinero, y finalmente la tercera edad en un entorno de lujo: un modelo muy estadounidense. Antes la gente se iba al sur de Alemania, ahora al sur de la Unión Europea.

Capítulo 4

Costa llegó al puesto de la Guardia Civil y subió a la cuarta planta, donde Elena compartía despacho con dos tenientes más. Se propuso encargarse de que pronto hubiera una redistribución para que los cuatro miembros del equipo pudieran trabajar juntos en el caso.

Llamó a la puerta y Elena Navarro apareció en el vano, salió enseguida y le hizo una señal indicándole que quería hablar con él allí, en el pasillo. Se alejaron un poco de la puerta y le explicó cómo estaban las cosas. La señora Haitinger por fin le había dado sus datos personales, pero sólo después de haberla informado de que estaba obligada a ello y que, si no, no podrían dejarla en libertad. Sin embargo, esos datos eran los mismos que ya tenían. Después se había ofrecido a avisar al abogado que ella quisiera, pero la mujer había rechazado su oferta. Elena había decidido entonces quedarse igual de callada que la sospechosa. Así habían estado, sentadas una frente a la otra, Elena con los dedos en el teclado del ordenador y la señora Haitinger muy erguida y con las manos en el regazo. Se habían pasado así una hora y media, hasta que al final la mujer había preguntado qué querían de ella. También había gritado un par de veces. Elena le había explicado con tranquilidad que querían saber lo sucedido la noche anterior.

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