Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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– ¿Por qué pasó usted a ver a Ingrid Scholl ayer por la noche?

– Por eso mismo.

– No lo entiendo.

– Era un error pasar tanto tiempo dedicada a pensar en cómo vengarme de mi marido.

– ¿Por qué?

– Me generaba sentimientos de culpabilidad. No lograba conciliar el sueño por las noches y por eso muchas veces iba a ver a Ingrid y le leía en voz alta.

Se quedó mirando un rato al vacío.

– ¿Y ayer también quería ir a leerle?

– Ayer pensé que él se me había adelantado. Que había descubierto mis intenciones antes de que yo pudiera hacerle nada. Como siempre.

– ¿Que se había adelantado? ¿Es que quería usted matar a Ingrid Scholl?

No apartó los ojos de la señora Haitinger, pero notó la tirantez de Elena.

La detenida se quedó como petrificada en su silla. Costa iba a hacerle otra pregunta, pero entonces la mujer se movió y dijo:

– Él siempre sabía lo que estaba pensando, antes que yo misma.

Costa tuvo que seguir ese hilo.

– ¿Y qué pensamientos suyos conocía?

Esta vez no respondió. Se había acabado, lo vio en su postura. Kosta adoptó un tono de voz más severo.

– ¿Cómo extrajo los pinchos?

Haitinger se lo quedó mirando.

– ¿Puede hacernos una demostración?

La mujer sacudió la cabeza, despacio.

– Usted es diestra. ¿Sacó uno después del otro?

Ella volvió a negar con la cabeza. Tal vez se negaba a responder, pero también podía significar un no.

– ¿Eso es que no? ¿Quiere decir que los sacó los dos con la izquierda?

– No lo sé -susurró-. No lo recuerdo bien.

Costa se levantó y le pidió a Elena Navarro que imprimiera el acta. Le preguntó a Franziska Haitinger si estaba dispuesta a firmar su declaración. Ella no reaccionó, así que el capitán le explicó que, como persona entendida en cuestiones de «asesinatos perfectos», debería haber sabido que nunca hay que tocar un cadáver, para no borrar ninguna huella. Sin embargo, ella lo había hecho, había dejado sus huellas dactilares en las armas del crimen y se había manchado las manos con la sangre de Ingrid Scholl. En vista de cómo estaban las cosas, tendría que permanecer en prisión preventiva. Además, tampoco había hecho nada por desmentir esas sospechas, seguramente ya se había dado cuenta de eso. Puede que lo mejor fuera que se buscara un abogado.

Cuando Costa estaba a punto de salir del despacho, Franziska Haitinger pidió hacer una breve llamada telefónica para avisar a su familia. El capitán hizo un gesto con la cabeza en dirección a Elena y dijo que la teniente Navarro la pondría en contacto con el número que deseara a través de la centralita. A Elena le dijo que se reunirían una hora después.

Costa estaba de mal humor. Recorrió el pasillo con una sensación desagradable en el estómago que le subía hasta el pecho y el cuello. No sabía qué la producía, pero una cosa era segura: sólo tenía una hora, la única hora en la que podría hacer gimnasia para estabilizar su espalda. Aun así, no le apetecía lo más mínimo conducir hasta casa, cambiarse de ropa en un momento, ir corriendo al gimnasio y torturarse con los ejercicios. Al decidir que no lo haría, se le ocurrió que también era una buena oportunidad para ir a su piso a poner una lavadora y recoger la cocina, algo que llevaba retrasando desde hacía más de una semana. Pero eso le dio aún más pereza, y se preguntó si no tenía nada agradable que hacer en esa hora. Aquel día estaba acabando con él y creía que se merecía un pequeño momento de relax. ¿Podía ir al Club Social que había detrás del puesto? ¿O ir a ver a Karin y cenar con ella? Consultó el reloj. Si se lo pensaba mucho rato, acabaría haciéndose tarde para cualquier cosa. Además, seguro que el encuentro con Karin no sería divertido, seguro que seguiría enfadada. Se detuvo un momento para tomar una decisión, por lo que seguía en la escalera cuando Elena Navarro bajó con la señora Haitinger para llevarla a la cárcel. Ninguna de las dos pareció fijarse en él. Eso hundió más aún el ánimo de Costa, que se dijo: «A la mierda», y bajó también la escalera. Montó en la bicicleta que tenía en el patio y dio la vuelta a la manzana para ir al Club Social.

Estaba lleno, como todas las tardes durante las vacaciones. La primera sala, repleta de trofeos, se encontraba incluso abarrotada; voces fuertes y carcajadas, estruendo de pies y sillas de madera que resonaba en las paredes. Se abrió camino hasta la barra, que también estaba llena de copas de deporte, y le gritó a Toni lo que quería. Éste, con un paño de cocina echado al hombro, cogió un plato de la estantería con impulso, lo lanzó al mostrador de piedra y, sonriendo, dejó caer en él dos bocadillos de queso. Le sirvió también dos cervezas.

Costa puso una en el plato, cogió la otra con la mano derecha y lo sacó todo del local haciendo equilibrios. Colocó una silla al sol del atardecer y estiró las piernas. Después del primer trago largo, se relajó. Ya se encontraba mejor.

En el jardín que había delante del Club se celebraban tres barbacoas a la vez. Los hombres daban la vuelta a la carne, las mujeres estaban sentadas en unas cuantas sillas que habían sacado del local y hablaban y chismorreaban como si el mundo fuera a acabarse mañana. Las ancianas llevaban abultados y largos vestidos negros y hacían ganchillo.

Costa se bebió la segunda cerveza de un solo trago en cuanto se dio cuenta de que se estaba poniendo triste. Le habría alegrado poder tener consigo a sus dos hijos en esa bonita tarde de septiembre y ver cómo su chico se le acercaba corriendo de pronto para preguntarle algo, o cómo Annalena se abalanzaba sobre él para abrazarlo y acariciarlo. «¿Por qué no vivirá uno la vida con sencillez y cariño?», se preguntó.

Eso le hizo sentirse aún peor, por lo que se echó una tercera cerveza al cuerpo antes de marcharse a la reunión.

Enseguida se dio cuenta de que había vuelto a comer demasiado deprisa y de que había bebido mucho. Sentía el cuerpo pesado y exhausto, así que empezó por exponer su informe para ir cogiendo ritmo.

La víctima era rica y parecía que había forjado su fortuna trabajando junto a su marido, del que ya estaba divorciada. Describió a Erika Brendel y su relación con la muerta. Ambas mujeres parecían haber tenido mucho interés por los hombres. No podía descartarse que el asesino perteneciera al círculo de sus amantes. La tercera del grupo de amigas era Franziska Haitinger. ¿Sería Franziska Haitinger la asesina? Erika Brendel había rechazado la idea por considerarla completamente absurda. Según su declaración, Franziska gozaba de un buen matrimonio con dos hijos ya crecidos y un marido generoso, lo cual coincidía con la impresión que transmitían las fotografías de su casa.

Le cedió entonces la palabra a Elena Navarro, que resumió lo sucedido durante el interrogatorio. Costa comentó que estaba psicológicamente demostrado que una mujer que abriga pensamientos homicidas contra su marido también siente miedo y teme que el marido pueda darse cuenta de ello y adelantársele.

El Surfista rió con suficiencia y se inclinó un poco hacia delante.

– ¿Debemos pensar que Haitinger tenía pensado asesinar a su marido con unos pinchos para la carne? ¿Y que un buen día se encuentra delante del cadáver de su amiga, a la que han matado justamente así, y piensa: «Le ha hecho lo que yo quería hacerle a él»? Venga ya, ¿y por qué iba a haber elegido precisamente a Scholl?

Costa se preguntó por qué había vuelto a sentarle mal ese comentario. ¿Acaso era tan absurdo estar convencido de la culpabilidad de Franziska Haitinger? Estaba claro que El Surfista, siguiendo una lógica pura, tenía razón. Pero la lógica pura no explicaba el comportamiento de las personas, y menos aún de alguien que se había encontrado en una situación extrema. Si la señora Haitinger de verdad había ido a ver a su amiga nada más que para charlar un rato y la había encontrado en el sofá con las extremidades retorcidas y dos espetones saliéndole de los ojos, cualquier reacción imaginable era tan posible como cualquier idea descabellada.

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