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Lázaro Covadlo: Bolero

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Lázaro Covadlo Bolero

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Aníbal iturralde es un delincuente sin escrúpulos. Víctor, su hijo, un muchacho de carácter débil que necesita protección, y para eso está Olsen, un pistolero temerario y con buena puntería, a quien le repugna matar. Olsen es también un macho de arrebatada sexualidad y a la vez un individuo taciturno con problemas de conciencia. Un hombre traicionado que planea vengarse, un mañoso ladrón de automóviles y un amante susceptible. Y aún así, todas estas características no acaban de definirlo: su origen es incierto, tanto como sus instintos y designios. En el umbral de la madurez, Olsen descubre en su ser una realidad que lo sorprende y desconcierta. Bolero es novela negra y novela de amor, pero sobre todo una indagación sobre la amistad y el destino.

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Pero Iturralde, el devoto de las armas, paradójicamente se reveló como el peor del grupo, y es que.al parecer temía los estampidos. El hombre cometía los peores desaciertos de cualquier tirador: tensaba el brazo con excesiva rigidez y cerraba los párpados en el momento de apretar el gatillo.

– Pero, ahora, supongo que ya no irás armado -aventuró Olsen.

– Cómo te equivocas, amigo mío -sonrió Iturralde-; siempre llevo a mamá conmigo. -Y de seguido se desabrochó la chaqueta del traje y mostró la culata de nácar que asomaba desde una pistolera de lustroso cuero marrón, junto al sobaco izquierdo. Extrajo la pistola y la depositó encima de la mesa, Era un objeto pesado y negro, y bien empavonado-. Es una Makarov de nueve milímetros; soviética, corno sabrás. Una verdadera joya: una vez disparado el último cartucho del cargador sube la teja lo suficiente como para empujar el tope que mantiene la corredera hacia atrás, lo cual indica que es necesario descargar. Como ves, no me gusta andar huérfano por el mundo. Y ahora te voy a presentar a tu propia madre. -Abrió un cajón del escritorio y sacó otra arma-. Aquí la tienes, es toda tuya; una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. No está nada mal.

Olsen recordó que Aníbal Iturralde gozaba con tales fanfarronadas.

– No sé si sabrás que el mundo de los negocios a veces se pone difícil y hay que estar al loro, pues eso de la libre competencia no deja de ser una mentira… -Se detuvo para servir otro par de vasos de whisky, después continuó su monólogo-: Además, están los Medina. Manca te hablé de ellos, pero para empezar debes saber que es mala gente… muy pero que muy mala gente. Hace muchos, muchos años que, para hablar claro, están tocándome los cojones, y es imposible pactar. Por otro lado, tampoco sé si a estas alturas quiero hacerlo. Tenemos muchas cuentas pendientes…

Olsen observó que los rasgos de su interlocutor iban endureciéndose tras la flaccidez de la piel y que tensaba la mandíbula. Imaginó la dentadura postiza del Gallego con las piezas dentales presionándose entre sí, mientras veía cómo se le enrojecía el rostro y se le dilataban las pupilas al tiempo-que pasaba lista de sus enemigos:

– … Salvador, que tiene mis años; Domingo, el gordo, unos dos menos, o sea, cincuenta y seis; Adolfo, de cincuenta, que hizo boxeo y le dicen el Cachas, y Marcelino, el menor: lo llaman el Chulo y también el Niñato y el Torero, porque un par de veces descendió al ruedo en plazas de provincia para mostrar unos pases lamentables. Ese tiene cuarenta y siete. Sí, lo llaman Torero. La gente pone motes que no tienen nada que ver. A mí, por ejemplo, en Buenos Aires me llamabais Gallego, y eso que nunca estuve en Galicia. Bueno, que estábamos hablando de los Medina…

»No te contaré cómo empezó la bronca entre nosotros, pero puedo decirte que nos odiamos de casi toda la vida, V cuando tuve que marcharme de España fue por culpa de ellos, ¡coño! Recuerda bien sus nombres, Olsen, pues dejando de lado la amistad, es a causa de esos señores por lo que te he hecho venir, para que me apoyes en caso de peligro.

Recuerda sus nombres: Salvador. Domingo, Adolfo y Marcelino Medina.

Y ahora Olsen recuerda esos cuatro nombres. Al cabo de veinte años los guarda en la memoria. Recuerda sobre todo a Marcelino, el niñato chuleta, el torero. Fue el hombre al que mató. Es cierto que el otro disparó primero y la bala de su arma impacto muy cerca, pero él nunca quiso matar a nadie, al menos eso cree. Sin embargo extendió el brazo y apuntó con precisión a la cabeza antes de oprimir el disparador, como cuando tiraba sobre un blanco inanimado. Así que recuerda, también con nitidez, el fogonazo y el estampido que sacudió el arma y su propio puño y a continuación un cuerpo que cae como un muñeco de trapo a cincuenta metros. Tal vez, si Marcelino hubiese estado más cerca, no le habría disparado, pero a esa distancia no parecía del todo real; a esa distancia no pudo percibir su humanidad: así procuró exculparse cada vez que pensaba en Marcelino muerto. Recuerda el fogonazo y el estampido y la sacudida, y enseguida el sonido de un ronquido arrítmico que silba mientras quien lo emite, desde el suelo, mueve convulsivamente los brazos v las piernas hasta que cesan los estertores. Olsen recuerda cómo fue acercándose a Marcelino con lentitud y con la precaución de quien teme nuevos peligros; con el pavor de haber cometido un acto irreversible, hasta llegar junto al hombre a quien, desde la perforación en la garganta, se le escapaba junto con la sangre el aire en burbujas, y recuerda su propia impotencia de aquel momento y del otro momento, el de su infancia, en que tomó conciencia de la imposibilidad de reparar el juguete que había roto. Pero sobre todo recuerda cómo no atinó a hacer otra cosa que llevar la mano a su propia garganta, y cada vez que lo recuerda vuelve a experimentar la sensación deque es a él a quien se le escapa el aire. En cambio, le es difícil evocar los instantes posteriores: la estridencia de una sirena de coche policial, unos hombres uniformados que le apuntan y lo desarman y esposan sus manos tras la espalda.

En la memoria todo eso es vivido como si le hubiese ocurrido a otro.

También Domingo, el gordo, el segundo de los hermanos, está muerto, pero en este caso la muerte le vino desde el interior de su propio organismo, de modo que el recuerdo de su nombre ya no lo inquieta, como en cambio sí le inquietan Salvador y Adolfo Medina, quienes no deben de haber cesado de buscarle.

¿Y será posible que puedan ubicarme aquí, en este rancherío cochambroso del culo del mundo?, se pregunta. Se encoge de hombros y enciende un cigarrillo, como cada vez que no encuentra respuestas. Trata de convencerse de que no le importa; si dan con él será porque así deben ser las cosas, a fin de cuentas en toda su vida casi nunca decidió nada y los hechos fueron cayendo sobre él por sí solos.

Está sentado en el banco de madera a la puerta de su barraca mientras baja la noche. Matilde, en el interior, prepara la cena. Le conviene entrar antes de que ella venga a buscarlo y al verlo solitario y sombrío, como si quisiera disolverse en la penumbra, le diga, igual que otras veces, que está muy pensativo y muy cerrado, como un bicho bolita.

Pero permanece un poco más. al menos hasta acabar el cigarrillo. No deja de pensar en Iturralde y en los hermanos Medina. Una vez llegó a saber que en tiempos de la posguerra todos ellos estaban asociados en asuntos de prostitución y estraperlo. Se repartían, de común acuerdo, vastas áreas de Barcelona, Valencia y Alicante. Hacia el cuarenta y cuatro empezaron los roces y pronto brotaron los insultos. Al fin se produjo una denuncia que obligó a Iturralde a escurrirse. Fue _a parar a Colombia, y después a Cuba, y de allí a Argentina, en donde Olsen lo coñoció. Más bien él me pescó, se dice. juntaba a sus muchachos con la unción de un apóstol que recluta adeptos. No prometía el cielo, pero sí riquezas y buena vida.

Y volvió a pescarlo años más tarde, haciéndolo ir hasta Madrid para que lo ayudara a defenderse de los Medina.

Cuando éstos le prepararon la encerrona, Olsen, en efecto, lo defendió. Es probable que le haya salvado la vida, y, sin embargo, aunque Iturralde mostró la adecuada ostentación de solidaridad, no le consta que se empeñara lo suficiente para librarlo de los diez años de condena, si bien es cierto que, dentro de lo que cabe, no le faltó nada mientras estuvo preso. También, es cierto, encargó que lo protegieran, y ese hecho le libró de la muerte. Deuda saldada, debe de haber pensado Iturralde. Recuerda a Elizalde, la Bestia.

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