Lázaro Covadlo - Bolero

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Aníbal iturralde es un delincuente sin escrúpulos. Víctor, su hijo, un muchacho de carácter débil que necesita protección, y para eso está Olsen, un pistolero temerario y con buena puntería, a quien le repugna matar.
Olsen es también un macho de arrebatada sexualidad y a la vez un individuo taciturno con problemas de conciencia. Un hombre traicionado que planea vengarse, un mañoso ladrón de automóviles y un amante susceptible. Y aún así, todas estas características no acaban de definirlo: su origen es incierto, tanto como sus instintos y designios.
En el umbral de la madurez, Olsen descubre en su ser una realidad que lo sorprende y desconcierta.
Bolero es novela negra y novela de amor, pero sobre todo una indagación sobre la amistad y el destino.

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Cada semana lo visita en su reducto del barrio de Legazpi. Bodoni vive y trabaja bajo el mismo techo: una amplia estancia que le sirve de taller, alcoba, comedor y sala de música y lectura. Antes el lugar era un obrador de carpintería, y todavía subsisten una vetusta garlopa mecánica, desprovista de motor, y un torno de madera que conviven con la antigua minerva a pedal que le basta a Bodoni, junto con sus cajas tipográficas y unos pocos artilugios, para realizar verdaderas maravillas de impresión. Un astillado banco de carpintero le sirve de mesa de comedor, pero el tablero de dibujo, en cambio, es la pura perfección, junto a éste un caballete de pintor, y a continuación la repisa con los tubos de óleo y las paletas.

– Ya ve, me gano la vida de mil maneras: ahora reproduzco cuadros, ¡pero ya no los falsifico, eh! Me cuido muy bien de variar tres o cuatro detalles, para que no digan que hay intención de engaño. También imprimo los catálogos de algunas galerías de arte: a los marchands les gustan las impresiones artesanales de alta calidad; en ocasiones yo mismo confecciono el papel -explica Gaspar Bodoni. Siempre que encuentra quien quiera escucharlo aprovecha para presumir de ilustre prosapia-: Desciendo de Giovanni Battista Bodoni, nada menos, el famoso inventor de los tipos de imprenta que perpetúan su nombre. Fue el tatarabuelo de mi abuelo, o el abuelo de mi tatarabuelo, corno quiera usted. Él en persona dirigió, en mil setecientos sesenta y ocho, la imprenta del gran duque de Parma; sus ediciones de los clásicos griegos, latinos, italianos y franceses se hicieron célebres. Siempre se ha dicho que por las venas de nuestra estirpe no circula sangre sino tinta de imprenta.

– Por eso los billetes de banco que usted imprimió tuvieron tal excelencia -se burla Víctor-. Sin embargo, no alcanzaron la suficiente perfección…

– ¡Y así tuve que pagarlo! -se lamenta Bodoni-. Doce años de presidio me costaron. Toda obra imperfecta lleva acoplada su propia penitencia, ¡bien que lo aprendí!… ¡Doce años; doce años en gayolaíi

– Explíqueme otra vez cómo Olsen y usted se hicieron amigos, Bodoni.

– Usted no desaprovecha ocasión, Víctor. Pero si ya se lo referí tantas veces. También Olsen se lo habrá contado.

– Sí, pero no es lo mismo. Vamos, Bodoni, es una historia que me encanta. -El viejo ladea ligeramente la cabeza para observar al visitante con un deje burlón, como si se tratara de un niño;, éste continúa con el mismo tono plañidero-: Debe comprenderme, Bodoni; Olsen fue mi mejor amigo. estuvo junto a mí durante cinco años y me enseñó muchas cosas… como un maestro de la vida. El fue para mí, quizá, lo que usted fue para él. Olsen es mi tema preterido.

– Está bien, a ver qué le puedo contar de nuevo -dice Bodoni, acompañándose de un suspiro-. Como sabe, Olsen ingresó en prisión cuando a mí me faltaban ocho años. Le habrá dicho que lo condenaron por homicidio. En el transcurso del juicio se comprobó que el otro disparó primero, así que obró en legítima defensa… pero ya sabe cómo son las cosas -un nuevo suspiro-: nunca quedó bien justificado el porqué llevaba un arma. El fiscal argumentó que la mejor defensa hubiese sido poner distancia de su agresor en lugar de responder con su propia pistola. Por otra parte, no contaba con un buen abogado; en fin, digamos que se sumaron en su contra una serie de circunstancias… Diez años… le dieron diez años. No es gran cosa, según como se mire. A mí, sin haber matado a nadie, me cargaron doce, y hay quien se pasa media vida o más entre rejas. Pero su amigo era entonces un potro joven que sólo coñocía la libertad. Qué quiere que le diga…

En este punto el viejo se interrumpe y va a sentarse en el camastro angosto, como de celda de monje, y enciende un cigarrillo.

– Y qué más, Bodoni; continúe -le insta Víctor, impaciente.

El nuestro impresor se incorpora y va hasta un pequeño armario del que extrae una botella de grapa y dos vasos pequeños; sirve la bebida y le alcanza un vaso a su visitante, a continuación le tiende el paquete de tabaco. Víctor niega con la cabeza e interpone la palma abierta de la mano, en gesto de rechazo. ¡Viejo estrafalario!, se dice, para qué le ofrece cigarrillos si sabe que él no fuma. '

– Pues, como le decía, parecía que iba a volverse loco, se pasaba el día solo, leyendo o fatigándose con ejercicios para endurecer los músculos, y no se daba con nadie. Algunos ya le estaban tomando manía por sus modos altaneros y Sus desprecios. En una ocasión, como sabe, intentaron matarlo, pero salió ileso. Bueno, yo era el bibliotecario; cierto día me dio por pasarle un libro de poesías, ignoraba que hasta entonces él sólo leía novelas, de modo que, sin saberlo, lo puse ante un mundo nuevo. Olsen por primera vez tuvo en sus manos un ejemplar de poemas de Villon, ya sabe: «Yo soy Francois, lo cual me pesa, / nacido en París, cerca de Pontoise, / y en el extremo de una soga / sabrá mi cuello cuánto pesa mi culo».

El maestro impresor vuelve a escanciar grapa. El resplandor marfilino que el día irradiaba desde la claraboya se ha corrido al gris oscuro. Bodoni enciende un par de luces de brillo indirecto y da lumbre a otro cigarrillo, y todo el tiempo se agita en el aire la presencia del amigo ausente. ¿Dónde estará en estos momentos? ¿De dónde provino? ¿Por qué no da señales de vida?

La primera vez que Olsen llegó a Madrid cargaba poco equipaje, pero traía las señas de Aníbal Iturralde. No mucho más de seis años habían transcurrido desde la última ocasión que estuvieron juntos, aquella tarde, en. Avellaneda, en el sórdido despacho ya medio desmantelado. Entonces, el Gallego recogía al tuntún unos cuantos papeles e improvisaba un reparto cicatero.

– Ya habrá más dinerillo, muchachos. Tened paciencia. Ya sabéis que las cosas han venido mal dadas. Pero os lo juro, volveréis a saber de mí en cuanto el ambiente se tranquilice. Ahora, cada uno por su lado y a esperar tiempos mejores…

– Pero, don Aníbal -protestó un tal Pereira, que era de Berisso y había alimentado la ilusión de que bajo la tutela de Iturralde podría terminar instalándose en la capital, en el mismo centro-, usted nos dijo que si tirábamos cada uno por su lado nos morfarían como a conejos.

– ¡Como a una rata te van a cazar, imbécil, si no desapareces antes de media hora! -le advirtió Godoy, el Caribeño, que fue el único a quien en el desbande Iturralde llevó consigo.

Iturralde terminó de llenar de papeles un par de maletines, sacó una pistola de uno de los cajones de su escritorio y la ajustó entre el cinturón y la ingle, se abotonó la americana y le hizo una seña con la cabeza al Caribeño. Inmediatamente, sin despedirse de nadie, salieron de! despacho. Los oyeron bajar hacia la calle los dos pisos por la escalera del edificio; sus pasos sonaban precipitados.

Y media hora después, confundido entre el montón de curiosos que desde poca distancia observaba el accionar de la- Policía Federal, Olsen vio a los agentes allanando las oficinas. Pero llegaron tarde, ya todos se habían dispersado y tampoco quedaron papeles comprometedores ni ninguna pista que valiese la pena. A fin de cuentas el Gallego no había hecho las cosas tan mal.

Esa misma tarde, en una zona despoblada de la orilla, Olsen arrojó al Riachuelo el revólver que meses atrás le regalara Iturralde. Por suerte, salvo para las prácticas, nunca había tenido necesidad de usarlo. Mientras duró, fue divertido, se dijo. Recordó las francachelas de madrugada, entre compinches.

Estaba a la vista que en España el Gallego había prosperado y, en esos años, se había convertido en un tipo poderoso. Tenía negocios legales y, casi de seguro, también de los otros, pero quizá más de los legales: construcciones: inmobiliarias; inversiones en la Costa del Sol, en la que aspiraba a ser electo alcalde en algún tiempo futuro, de cualquier localidad turística importante. Y era rico, muy rico; su dominio se iba extendiendo con tuertes nervaduras que alcanzaban considerables distancias: de otro modo no habría conseguido localizar a Olsen mediante sus intermediarios.

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