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Lázaro Covadlo: Bolero

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Lázaro Covadlo Bolero

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Aníbal iturralde es un delincuente sin escrúpulos. Víctor, su hijo, un muchacho de carácter débil que necesita protección, y para eso está Olsen, un pistolero temerario y con buena puntería, a quien le repugna matar. Olsen es también un macho de arrebatada sexualidad y a la vez un individuo taciturno con problemas de conciencia. Un hombre traicionado que planea vengarse, un mañoso ladrón de automóviles y un amante susceptible. Y aún así, todas estas características no acaban de definirlo: su origen es incierto, tanto como sus instintos y designios. En el umbral de la madurez, Olsen descubre en su ser una realidad que lo sorprende y desconcierta. Bolero es novela negra y novela de amor, pero sobre todo una indagación sobre la amistad y el destino.

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Así que ahí estaba él, en Madrid, recién llegado, y era a principios del año setenta y tres. Iturralde lo recibió, en su presuntuoso despacho de la calle de Velázquez, con un abrazo y una botella de whisky. Dedicaron algo más de media hora a vaciar media botella y a recordar viejos tiempos. Después el jefe le hizo saber que tendría a su disposición un apartamento, sueldo y dinero de bolsillo para los gastos imprecisos, y a partir de ese punto comenzó, paulatinamente, a establecer la medida de distancia que deseaba mantener en el futuro. Cuando Olsen, nada más que por simple cortesía, le preguntó por su esposa e hijo -pues ya se había enterado de; que Iturralde tenia un hijo-, la tajante respuesta del patrón hizo más patente la distancia:

– No tengo esposa, y en el futuro las cuestiones personales quedarán de lado.

Ese asunto tuvo que haber acabado mal reflexionó Olsen. Un destello le iluminó durante un instante la memoria: ella siempre pareció estar fuera de lugar junto al Gallego, como descolgada. Su aparente recato daba la impresión de ser un recurso de ocultamiento, y el modo como desviaba la vista ante los hombres abría, inevitablemente, la tapa de las sospechas. En una sola ocasión ellos dos estuvieron asolas durante poco más de un cuarto de hora. Ambos esperaban a Iturralde, en su despacho de Avellaneda. Entonces y sólo por un momento, a Olsen le pareció que Victoria quería confiarle algo muy importante. Por primera vez,sostuvo su mirada, y el confuso y urgente mensaje que creyó leer en sus ojos alternaba la provocación y el pedido de auxilio. Entonces ella empezó a musitar alguna frase cuyo significado no llegó con claridad hasta los oídos de Olsen, pero de inmediato, con brusquedad, pareció cambiar de intención y terminó hablando del tiempo. Bueno, quizá fue una sensación falsa, se dijo luego, cada vez que evocaba aquel momento. Quizás es que Victoria lo atraía, por qué negarlo, con ese aire falsamente pudoroso y algo sumiso y blando.

– Tampoco yo me meteré en tus asuntos privados, Olsen -continuó Iturralde-, y eso que te he traído sin saber demasiado de ti. Ni siquiera me has dicho, después de tantos años, donde coño has nacido. Vamos, que por no saber, tampoco estoy seguro de que te presentas con tu verdadero nombre y apellido. Pero en fin, nunca has querido contarme nada, y a fin de cuentas los detalles no vienen al caso lo que sí sé de ti es que además de saber defenderte con los puños no eres nada tonto… y lo principal: que disparas muy bien… ¿Te acuerdas de cuando practicábamos en San Vicente?

Una nueva tanda de recuerdos: el Gallego continuamente insistía en que sus muchachos fueran armados, como si quisiera disponer de su propia milicia. Nunca dispararon contra nadie ni tampoco se dedicaron a los atracos a mano armada, pero Iturralde tenía ese capricho de los revólveres y las pistolas.

Acudían algunos fines de semana a una finca alquilada en los pagos de San Vicente, de la provincia de Buenos Aires, a medio camino de Cañuelas. Les disparaban a las botellas y al los tarros de conserva de tomates, para que reventaran aparatosamente. Les disparaban también a los postes, a los nidos de hornero, a los teros y torcazas, y a los patos y otras aves. Menos Olsen, quien sentía repulsión por las matanzas, pero en cambio disparaba a objetos arrojados al aire: platos, tazas, latas y pelotas de tenis. En tales demostraciones resultaba el mejor, a gran distancia de cualquier otro.

Pero Iturralde, el devoto de las armas, paradójicamente se reveló como el peor del grupo, y es que.al parecer temía los estampidos. El hombre cometía los peores desaciertos de cualquier tirador: tensaba el brazo con excesiva rigidez y cerraba los párpados en el momento de apretar el gatillo.

– Pero, ahora, supongo que ya no irás armado -aventuró Olsen.

– Cómo te equivocas, amigo mío -sonrió Iturralde-; siempre llevo a mamá conmigo. -Y de seguido se desabrochó la chaqueta del traje y mostró la culata de nácar que asomaba desde una pistolera de lustroso cuero marrón, junto al sobaco izquierdo. Extrajo la pistola y la depositó encima de la mesa ,Era un objeto pesado y negro, y bien empavonado-. Es una Makarov de nueve milímetros; soviética, corno sabrás. Una verdadera joya: una vez disparado el último cartucho del cargador sube la teja lo suficiente como para empujar el tope que mantiene la corredera hacia atrás, lo cual indica que es necesario descargar. Como ves, no me gusta andar huérfano por el mundo. Y ahora te voy a presentar a tu propia madre. -Abrió un cajón del escritorio y sacó otra arma-. Aquí la tienes, es toda tuya; una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. No está nada mal.

Olsen recordó que Aníbal Iturralde gozaba con tales fanfarronadas.

– No sé si sabrás que el mundo de los negocios a veces se pone difícil y hay que estar al loro, pues eso de la libre competencia no deja de ser una mentira… -Se detuvo para servir otro par de vasos de whisky, después continuó su monólogo-: Además, están los Medina. Manca te hablé de ellos, pero para empezar debes saber que es mala gente… muy pero que muy mala gente. Hace muchos, muchos años que, para hablar claro, están tocándome los cojones, y es imposible pactar. Por otro lado, tampoco sé si a estas alturas quiero hacerlo. Tenemos muchas cuentas pendientes…

Olsen observó que los rasgos de su interlocutor iban endureciéndose tras la flaccidez de la piel y que tensaba la mandíbula. Imaginó la dentadura postiza del Gallego con las piezas dentales presionándose entre sí, mientras veía cómo se le enrojecía el rostro y se le dilataban las pupilas al tiempo-que pasaba lista de sus enemigos:

– … Salvador, que tiene mis años; Domingo, el gordo, unos dos menos, o sea, cincuenta y seis; Adolfo, de cincuenta, que hizo boxeo y le dicen el Cachas, y Marcelino, el menor: lo llaman el Chulo y también el Niñato y el Torero, porque un par de veces descendió al ruedo en plazas de provincia para mostrar unos pases lamentables. Ese tiene cuarenta y siete. Sí, lo llaman Torero. La gente pone motes que no tienen nada que ver. A mí, por ejemplo, en Buenos Aires me llamabais Gallego, y eso que nunca estuve en Galicia. Bueno, que estábamos hablando de los Medina…

»No te contaré cómo empezó la bronca entre nosotros, pero puedo decirte que nos odiamos de casi toda la vida, V cuando tuve que marcharme de España fue por culpa de ellos, ¡coño! Recuerda bien sus nombres, Olsen, pues dejando de lado la amistad, es a causa de esos señores por lo que te he hecho venir, para que me apoyes en caso de peligro.

Recuerda sus nombres: Salvador. Domingo, Adolfo y Marcelino Medina.

Y ahora Olsen recuerda esos cuatro nombres. Al cabo de veinte años los guarda en la memoria. Recuerda sobre todo a Marcelino, el niñato chuleta, el torero. Fue el hombre al que mató. Es cierto que el otro disparó primero y la bala de su arma impacto muy cerca, pero él nunca quiso matar a nadie, al menos eso cree. Sin embargo extendió el brazo y apuntó con precisión a la cabeza antes de oprimir el disparador, como cuando tiraba sobre un blanco inanimado. Así que recuerda, también con nitidez, el fogonazo y el estampido que sacudió el arma y su propio puño y a continuación un cuerpo que cae como un muñeco de trapo a cincuenta metros. Tal vez, si Marcelino hubiese estado más cerca, no le habría disparado, pero a esa distancia no parecía del todo real; a esa distancia no pudo percibir su humanidad: así procuró exculparse cada vez que pensaba en Marcelino muerto. Recuerda el fogonazo y el estampido y la sacudida, y enseguida el sonido de un ronquido arrítmico que silba mientras quien lo emite, desde el suelo, mueve convulsivamente los brazos v las piernas hasta que cesan los estertores. Olsen recuerda cómo fue acercándose a Marcelino con lentitud y con la precaución de quien teme nuevos peligros; con el pavor de haber cometido un acto irreversible, hasta llegar junto al hombre a quien, desde la perforación en la garganta, se le escapaba junto con la sangre el aire en burbujas, y recuerda su propia impotencia de aquel momento y del otro momento, el de su infancia, en que tomó conciencia de la imposibilidad de reparar el juguete que había roto. Pero sobre todo recuerda cómo no atinó a hacer otra cosa que llevar la mano a su propia garganta, y cada vez que lo recuerda vuelve a experimentar la sensación deque es a él a quien se le escapa el aire. En cambio, le es difícil evocar los instantes posteriores: la estridencia de una sirena de coche policial, unos hombres uniformados que le apuntan y lo desarman y esposan sus manos tras la espalda.

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