Wells meneó la cabeza, aprovechando la ocasión para desentumecerse los músculos del cuello.
– No creo. En total son unas quince personas, la mitad mujeres y niños. Y los hombres casi no tienen escopetas. Si los cogemos por sorpresa será todavía más fácil que con estos desdichados.
– Muy bien.
Sin más comentarios, los dos dieron media vuelta y fueron hacia un lugar entre los árboles, donde habían escondido los caballos.
Wells y One Feather se quedaron solos. El indígena miraba un lugar indefinido de la montaña cuando habló en voz baja a su cómplice blanco.
– Te equivocas si subestimas a Eldero.
Wells lo miró asombrado. Conocía a ese hombre lo suficiente para considerarlo impermeable a las emociones. Su voz, ahora, contenía algo que sonaba a preocupación. De no haberse tratado de One Feather, habría sentido miedo.
– ¿De veras? No es más que un viejo rodeado de cuatro locos que solo él sigue llamando guerreros.
One Feather bajó la vista al suelo y agachó la cabeza. Su voz parecía teñida por el temor a las palabras que pronunciaba.
– Tú no lo entiendes. Eldero es un brujo -dijo en castellano.
Wells sabía un poco de español y conocía el significado de esa palabra.
– ¿Un hechicero, quieres decir?
– Sí, un hechicero muy poderoso.
Jeremy Wells era un asesino, y, como todos los asesinos, era asimismo un hombre práctico. Para él existían solo la causa y el efecto. Un golpe de espuelas, y el caballo partía al galope. Algunos dólares, y una puta se metía en su cama. Un disparo de pistola, y un hombre caía muerto en el suelo.
Nada más que causa y efecto. En su cabeza no había espacio para esas tonterías en las que creían los indígenas, todas esas fantasías sobre chamanes y espíritus y quién sabía qué más.
Sin embargo, esta vez parecía distinto. Conocía a One Feather y ahora tenía en los ojos, si no miedo, una viva aprensión.
Y un profundo respeto.
Mientras tanto, Ozzie y Scott habían salido de la protección de los árboles y se acercaban a ellos, llevando cada uno, por las riendas, un caballo.
Wells habló deprisa, antes de que se acercaran lo suficiente para poder oírlo.
– Si tienes miedo puedes quedarte aquí. Nos encargaremos nosotros.
Pronunció estas palabras casi con indiferencia, pero sabía que el hopi no reaccionaría con indiferencia a aquella insinuación. El hombre que sabía clavar una flecha en un corazón desde cincuenta pasos de distancia permaneció un instante en silencio.
Cuando contestó, su voz volvía a ser neutra, como siempre. Apenas contenía un leve rastro de compasión por ese hombre que no quería creer.
– Yo no tengo miedo. Eres tú quien debería tenerlo.
Poco después, Ozzie Siringo hizo que el caballo que llevaba de las riendas se detuviera mansamente a su lado.
Mientras ponía el pie en el estribo y se acomodaba en la silla, pensó en las palabras de One Feather. Jeremy Wells no pudo evitar una extraña sensación de inquietud.
Sentada precariamente en el lomo de Metzcal, Thalena cabalgaba el caballo tan rápido como su estado de gravidez le permitía. Estaba acostumbrada a cabalgar a pelo desde niña, de modo que ello no le significaba ningún problema. Desde que Cochito, su único hermano, fue asesinado por error por un soldado ebrio, su padre la había considerado el varón de la familia y le había enseñado a montar corno un hombre. Se aferraba sin esfuerzo a las crines y agradecía en su mente la seguridad y la fuerza de ese noble animal al que debía la vida.
Todo había ocurrido con una rapidez pasmosa. Ella salía del lado izquierdo de la casa, donde guardaban en un pequeño cobertizo el alimento para los caballos y otras provisiones, para protegerlos de las correrías de los mapaches. Con un cubo lleno de pienso se dirigía al corral para ocuparse de Metzcal. Mientras se aproximaba a la cerca, sintió que el niño hacía un fuerte movimiento en su vientre, y enseguida notó una intensa sensación de presión en la vejiga.
Con una sonrisa, se dijo que el hijo de Colin iba a tener mucho carácter, si ya antes de nacer le causaba tales incomodidades. Superó la franja de matas que bordeaba el lado derecho de la construcción y, cuando se había alejado lo suficiente para disponer de intimidad, se levantó la falda y se acuclilló a orinar. Era una mujer indígena, acostumbrada a la vida al aire libre. Para resolver ciertas necesidades urgentes no tenía los problemas de Kathe y Linda, que habían pedido y obtenido que se construyera a cierta distancia de la casa un pequeño y rudimentario retrete de tablones de madera.
Desde el lugar donde se hallaba, entre los matorrales, vio que su suegro, bizh áá ' á d j í l í n í Stacy, salía de la casa y se encaminaba hacia donde se encontraba ella hasta hacía unos instantes. Había dado unos pocos pasos cuando de la nada salió silbando la primera flecha. Le dio en la espalda y el hombre se desplomó sobre un costado con un grito sofocado. Poco después, Kathe se asomó a la puerta, probablemente atraída por la urgencia dolorosa de ese gemido. Una segunda flecha la alcanzó a ella, en el pecho. La fuerza del golpe la hizo retroceder, tambaleándose, hacia el interior de la vivienda. Luego, se oyó el ruido de una silla caída y un cuenco que se rompía.
Llegó un hombre corriendo, silencioso como la muerte que acababa de arrojar con sus flechas. Entró veloz en la casa, seguido de otro. Después Thalena oyó que Linda gritaba aterrada, y luego nada. La esposa de Colin se metió en la boca una parte de la manga de gamuza de su chaqueta y la mordió hasta que le dolieron las mandíbulas, para evitar echarse a gritar.
Los reconoció enseguida. Eran dos de los hombres a los que había visto el día anterior: el hopi de la cara picada de viruela y el blanco de barba y ojos malvados. Al vivir en un campamento indígena, Thalena había crecido con el constante peligro de sufrir incursiones. En esos casos, la primera preocupación consistía en no dejarse descubrir y ponerse a salvo. Ignoraba por qué esos hombres habían atacado la casa, pero estaba segura de que si la encontraban la matarían también.
Avanzó agachada, para mantenerse al amparo de las matas de salvia, hasta llegar al corral de los caballos, y abrió la verja tratando de que no crujiera al manipular las correas de cuero que la cerraban. Se acercó a Metzcal y, ocultándose tras el cuerpo del caballo, lo guió fuera. Mientras lo montaba con esfuerzo, rogando que el niño no eligiera ese momento para moverse de nuevo, otros dos hombres salieron del bosque que se extendía frente a la casa. Iban a pie, por lo que Thalena dedujo que sus caballos estaban atados a cierta distancia entre los árboles para impedir que algún relincho delatara su presencia. En la medida en que podía, se recostó sobre el lomo de Metzcal. Era bastante improbable que los hombres no la vieran, y un disparo de escopeta constituía un peligro considerable, incluso desde esa distancia.
Echó al galope a su cabalgadura, al tiempo que pedía mentalmente disculpas al niño que llevaba dentro. Mientras se alejaba del lugar de esa matanza cuyo motivo ignoraba, Thalena pensó con alivio que Colin, en aquel momento, se hallaba a salvo en los pastos altos, protegido por los hombres elegidos por Eldero. No llegaría hasta el día siguiente, de modo que ella disponía de bastante tiempo para avisarle de lo ocurrido y librarlo del peligro.
Ahora iba a advertir a Eldero. Él sabría qué hacer. Thalena estaba convencida de que ese ataque no era más que el primer paso de un objetivo mayor y que, fuera lo que fuese lo que esos hombres tenían en mente, todavía no había terminado. Rogó a su protectora, la Mujer Araña, que no les pasara nada malo a su marido, a su hijo y a su gente.
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