Se detuvo unos instantes ante el cuerpo de un hombre llamado Little Joseph, uno de los mejores jinetes que hubiera conocido nunca. Yacía en el suelo, con el pecho desgarrado por el disparo de un arma de fuego. Junto a la mano derecha se hallaba su cuchillo manchado de sangre. Su mano izquierda agarraba un jirón de tela, que parecía un pedazo de una camisa de hombre.
Little Joseph debía de haber herido a uno de sus atacantes, antes de que tuvieran tiempo de sacar la pistola y hacerle ese agujero en el pecho del cual los espíritus le habían absorbido la vida.
Eldero se agachó y cogió de la mano del muerto ese pequeño testimonio de su valor. Levantó del suelo el cuchillo manchado con la sangre del asesino y lo limpió en la tela, que se tiñó para siempre de rojo.
Pronto, ese pedacito de tela le serviría de mucho.
En ese momento algo le llamó la atención, un poco más allá del límite del campamento, del otro lado de donde había llegado él. Fue corriendo hasta el cuerpo tumbado en el suelo, rogando que sus ojos de hombre ya mayor lo hubieran traicionado y que en realidad no fuera cierto lo que creía haber visto.
Pero cuando llegó junto al cadáver, su vida quedó suspendida durante unos segundos. Se dijo que en aquel instante, en la montaña, esperaban dos mujeres: una no vería nunca más a su marido, y la otra jamás conocería a su padre. Ante él, tendido de espaldas con los ojos vueltos hacia el cielo y el pecho atravesado por una flecha, yacía el cuerpo de Colin Lovecraft, el hombre blanco de los ojos sinceros con el que se había casado su hija.
Se inclinó sobre el cadáver de su baadaan í , su yerno. Le pasó las manos alrededor del cuello hasta sentir bajo los dedos una correa de cuero. La quitó por la cabeza de ese pobre joven y sostuvo en sus manos el amuleto de plata con la figura de Kokopelli, igual al que, en una ocasión, él había dado a Thalena.
Le limpió la sangre y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
Se levantó sobre sus piernas de hombre.
A pesar del dolor y la ira, Eldero conservaba la frialdad suficiente para sentirse perplejo. Y su perplejidad fue aún mayor cuando un poco más allá encontró el cuerpo de otro hombre blanco, el que un día le dijo que se llamaba Stacy, cuando fue a sellar un compromiso de amor junto a su hijo. Lo habían herido en la espalda y después de muerto le habían arrancado el cuero cabelludo. A un par de pasos de distancia había una escopeta, y junto al cuerpo, el cadáver de Many Steps, otro de los hombres de su campamento, que todavía sujetaba en una mano un cuchillo manchado de sangre y en la otra un sanguinolento cuero cabelludo.
Todo parecía demasiado evidente para ser cierto.
Intentando hacer caso omiso de las moscas y del olor de la muerte, Eldero se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, concentró su mente y pidió ayuda al espíritu que lo había guiado siempre. Un velo negro se deslizó sobre sus ojos y por un instante vio…
… el viento llevaba el olor de los jinetes. Ven í an del oeste, con el sol a la espalda. Disparaban primero a los pocos hombres capaces de defender el campamento. Eran solo cuatro, pero no les cost ó dar cuenta de ellos, aunque Little Joseph consigui ó herir a uno. Hab í a un ind í gena que actuaba con la misma frialdad y rapidez que la muerte. Y un hombre joven, de barba, que se apeaba del caballo y parec í a disfrutar al matar a sangre fr í a a todas esas personas inermes que corr í an alrededor de é l tratando de ponerse a salvo. Era é l quien disparaba al ni ñ o y tambi é n a Bonito, el perro que se le hab í a acercado, ladrando y rechinando los dientes, para atacarlo.
Y tambi é n era é l quien…
Tal como había llegado, la visión se desvaneció, pero Eldero ya tenía la confirmación que necesitaba. Thalena le había dicho que a su bizh á ' áá d j í l í nt, el padre de su marido, lo habían asesinado en su casa, a muchas millas de allí. No le había hablado de Colin, pero Eldero tenía motivos para suponer que el joven había regresado a su casa guiado por la mala suerte. Debió de llegar poco después de la huida de Thalena, justo a tiempo de morir con su familia.
Pero si todo había ocurrido en otra parte, ¿por qué llevar los cadáveres hasta allí?
¿Y por qué solo a esos dos hombres?
Eldero conocía a los seres humanos y sabía de qué eran capaces a veces. Una pequeña luz se abrió paso en la oscuridad de su desconocimiento, y poco a poco empezó a entenderlo.
Quizá llegaría a deducir el motivo por el que esos hombres se habían tomado la molestia de arrastrar esos dos cuerpos hasta Flat Fields.
Era todo una puesta en escena.
Las flechas que sobresalían de los cuerpos de Colin y su padre eran de origen navajo. Eldero estaba seguro de que, si bajaba hasta la casa de los blancos para ver las que habían matado a las mujeres, serían iguales. El propósito era hacer creer que se trataba de un ataque de la gente de Eldero aprovechando la ausencia de los dos hombres, y que a continuación estos, tras regresar y ver lo ocurrido, habían ido hasta el campamento en busca de venganza.
Durante el enfrentamiento, todos habían muerto.
Esa era la razón de la presencia de los cuerpos de los dos blancos.
Y el motivo por el cual nadie debía sobrevivir para contar una verdad embarazosa.
Si había deducido bien la finalidad de tamaña representación, se trataba de algo carente de toda lógica. Pero por aquellos lares la justicia de los blancos, cuando se trataba de los indígenas, no se esforzaba mucho por cumplir su deber.
Lo que aún ignoraba era el motivo, pero no era tan importante como su deseo de justicia, la verdadera, la única posible, la única que ansiaba aplicar.
La suya.
Se levantó y volvió junto a su caballo, dejando a los cuervos los restos de esos pobres muertos. Se dijo que los responsables de aquella matanza pagarían también por ello. Mientras tanto, el sol ya empezaba a ponerse tras la silueta de la gran montaña. El aire se hacía más transparente, como cada atardecer al prepararse para adquirir el color de la noche.
Disponía de poco tiempo.
Debía apresurarse, porque con la oscuridad no conseguiría seguir el rastro de los hombres. Y nada deseaba más que encontrarlos. Aunque sentía que el coraje y el sentido de justicia combatían en su interior contra la razón.
Estaba solo y no podía hacer mucho contra cuatro individuos fuertes, decididos y bien armados. Ni siquiera tenía la posibilidad de arriesgarse demasiado porque, en aquel momento, él era la única referencia que les quedaba a Thalena y a su hijita.
Regresó a los arbustos donde se había ocultado y encontró el mustang en el lugar exacto donde lo había dejado. Lo montó y comenzó a escrutar el lado oeste siguiendo líneas paralelas hasta que halló señales de la llegada de los asesinos. Eldero sabía distinguir mejor que nadie las marcas que hombres y animales dejaban en la tierra, como si la propia tierra se abriera como una flor al alba para mostrar sus secretos a ese hijo tan cercano a su esencia.
Había en el terreno huellas de cuatro caballos que bajaban al galope, y en su secuencia se hallaba escrito todo lo sucedido en aquel lugar. Los cascos estaban todos herrados, lo que demostraba que One Feather había asimilado las costumbres de los blancos. Después de la matanza, dos jinetes se habían alejado para ir a coger otros dos caballos que se encontraban entre los árboles. Eldero vio huellas de la impaciencia de los animales y su reacción aterrada a los disparos. Después habían vuelto al campamento guiando a los animales que sin duda cargaban los cadáveres de los dos blancos, a los que habían dejado pastando para que no obstaculizaran el ataque.
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