Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Márchate.

Thalena espoleó a su cabalgadura, y Eldero permaneció de pie junto a la entrada de su refugio secreto hasta que la vio echarle una última mirada y desaparecer entre los árboles.

Luego volvió a entrar con decisión en la cueva. Cuando salió llevaba en una mano los sombreros, el jirón de camisa y el pañuelo robados en su incursión de la noche anterior. En la otra cargaba una vasija de terracota ancha y baja.

Colgada al hombro como un arma llevaba su bolso de medicinas, el símbolo de su poder, el medio ancestral de su venganza.

Dejó su carga en el suelo y fue a recoger unas ramitas secas en la linde del bosque. Las rompió y las puso en la vasija. Agregó un puñado de agujas de pino que olían a resina y encendió el fuego en un brasero improvisado. Cuando las llamas se elevaron, cogió el cuchillo y cortó un pedazo de cada uno de los sombreros. Los mantuvo suspendidos sobre las llamas hasta que ardieron. Luego los dejó caer en el brasero. Lo mismo hizo con un pedazo del pañuelo y del jirón de la camisa ensangrentada que había encontrado en las manos de uno de los muertos en Flat Fields. Contempló el humo oscuro que se desprendía de esos trozos de telas, que se quemaban con dificultad. De su saco de medicinas cogió una pizca de un polvo amarillento y lo esparció sobre las llamas. De inmediato el fuego se avivó. El color del humo viró enseguida hacia el blanco sucio y se esparció por el aire con un leve olor a azufre.

Eldero removió con un palito los residuos y agregó más polvos para alimentar la combustión hasta que en la vasija no quedaron más que cenizas. Cogió del suelo una piedra redondeada en un extremo y, empleándola como la mano de un mortero, las molió hasta hacer una masa homogénea.

Permaneció un instante contemplando el resultado, mientras oía cómo su corazón latía en su pecho como un tambor de guerra.

En ese momento, las cenizas que había en el brasero contenían la esencia de cuatro hombres. La sangre, el sudor y los humores de sus cuerpos de asesinos de mujeres, viejos y niños.

No habría piedad para ellos.

Colocó la vasija frente a él y se quedó un cuarto de hora sentado, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, pronunciando entre dientes un cántico seco, unos pocos versos repetidos con la misma melodía que Thalena había oído salir de su flauta. La música era igual, pero las palabras que la acompañaban pedían la ayuda de Shimah, la Tierra Madre de todos los seres humanos, para obtener justicia por un mal sufrido.

Por su mente pasaban imágenes del pasado, épocas felices vividas por su gente en el comienzo de los tiempos. Escenas de vida y de caza, de amor y de danza, cielos azules y polvo del desierto, matas rodantes empujadas por el aire y el verde del bosque, rostros de hombres y de mujeres que ya estaban muertos antes de que él viniera al mundo pero que habían vivido libres en una tierra que con todo derecho llamaban suya.

En cierto momento sintió cómo se levantaba el viento, aunque a su alrededor el aire seguía quieto. Cada parte de su cuerpo se envolvió en ese remolino inmóvil, tanto que por instante tuvo la sensación de que alzaría el vuelo, que subiría leve en el torbellino como una pluma para competir con el águila en el azul del cielo y ver el mundo desde lo alto.

Luego todo se detuvo, quizá también el tiempo… y su corazón, que latía con el tiempo.

Cuando abrió los ojos supo que su plegaria había sido escuchada.

Miró esas cenizas hijas del fuego y recuerdo de hombres y supo que todavía faltaba algo.

Cogió el cuchillo que había dejado en el suelo junto a él. Lo empuñó con firmeza y con la punta afilada se hizo un corte en la palma de la mano derecha. No experimentó ningún dolor mientras la hoja trazaba un surco en su carne.

Su sangre manó roja de ira, ansiosa por conocer el mundo.

Eldero mantuvo la mano suspendida sobre el brasero de terracota y dejó que cayeran unas gotas para que impregnaran las cenizas que cubrían el fondo.

Ahora el pacto estaba completo. Faltaba un solo gesto, y luego, la sombra alimentada en el seno de la Tierra llevaría a los hombres su justicia. Embargado por la satisfacción y la tristeza de su poder, Eldero se puso en pie y, llevando consigo el saco y el brasero, entró de nuevo en la cueva.

32

One Feather tenía miedo, y no conseguía decidirse a salir de su escondite.

Había visto cómo la mujer se alejaba a caballo con un niño al pecho y había dejado que se marchara. En esas condiciones no podría viajar con rapidez, de modo que en poco tiempo él la alcanzaría. Aunque llevaba una escopeta, matarla sería fácil como todas las cosas desprovistas de honor.

Había llegado sin dificultad a ese lugar de las montañas. La noche anterior, se había despertado en el campamento con la vejiga llena y la boca todavía pastosa por el efecto del whisky. Antes de ponerse en pie y alejarse a orinar, tendió la mano por instinto en busca del sombrero.

No lo encontró. Se sentó y miró en torno, desconcertado. Sin embargo recordaba muy bien, a pesar de los efectos del alcohol, que lo había usado para taparse la cara antes de quedarse dormido. Lo buscó, y observó que también faltaba el sombrero de Wells. Nunca lo utilizaba para resguardarse la cara de la humedad cuando hacían vivaque. Ese hombre era muy maniático en el cuidado de su sombrero. Todas las noches lo colgaba del pomo de la silla mexicana que usaba como almohada, y lo frotaba continuamente con la manga de la camisa para quitar el polvo a la plata de los adornos.

Y ahora el pomo de la silla estaba vacío.

También faltaba el pañuelo que Scott Truman había agitado, entre las carcajadas de todos, simulando que era un cuero cabelludo. Se había dormido sosteniéndolo en las manos, mientras mascullaba algo indescifrable pero que sonaba a una especie de amenaza contra el que tocara su trofeo.

De pronto One Feather se sintió despierto y lúcido.

Cogió la escopeta y se levantó al tiempo que recorría con la mirada la oscuridad que reinaba entre los árboles, más allá del círculo visible delimitado por la luz del fuego. Tocó ligeramente con el cañón del arma el costado de Wells, que dormía a su izquierda. Este abrió los ojos enseguida y lo miró sin sorpresa, ya alerta. Su voz no denotaba rastros de la borrachera de la noche anterior.

– ¿Qué pasa?

– Ha venido alguien.

Por debajo de la manta emergió de inmediato su mano, que empuñaba la Remington. Masticó una maldición y un instante después estaban los dos de pie, protegiéndose las espaldas, con las armas preparadas y listas para disparar. No era más que un reflejo condicionado. Ambos sabían que si alguien había merodeado por el campamento habría podido matarlos mientras se hallaban dormidos e indefensos. Si no lo había hecho en ese momento, era bastante improbable que se hubiera quedado por los alrededores para dispararles ahora, ya alertados.

Tras coger del fuego una brasa encendida, One Feather pasó por encima del cuerpo de Ozzie, que roncaba, y avanzó unos pasos, escrutando con atención el terreno con ayuda de esa débil fuente de luz.

– Aquí. Ven.

Wells se acercó y él le señaló, a la claridad de la antorcha improvisada, una huella en el suelo.

– No son botas de blancos. Mocasines. De un solo hombre.

Miraron alrededor. Luego, mientras Wells volvía junto al fuego para despertar a los compañeros de viaje, exploró las cercanías hasta encontrar el lugar donde el visitante nocturno había dejado el caballo.

Entonces tuvo la absoluta certeza de que se trataba de una sola persona.

Cuando volvió al lado de la fogata, una leve claridad hacia el este dibujaba entre los árboles el contorno de las montañas. Ahora también los demás estaban en pie y despiertos y lo miraban con ojos enrojecidos y legañosos.

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