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Giorgio Faletti: Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Giorgio Faletti


Fuera de un evidente destino

A Michela y Cario,

que están donde estoy

Ihope to God you will not ask me to go to any

other country except my own.

Ruego a Dios que no me pidas ir a ningún

otro país que no sea el mío.

Barboncito,

jefe navajo,

mayo de 1868


La tierra no tiene memoria.

El viento se nutre de polvo, de matas rodantes, del reloj de huellas borradas y de nubes dispersas. Ahora que mi gente de esas mismas nubes está hecha y con esas mismas pisadas ha caminado, ya no hay más que esperar. No estará Kokopelli, el que tocaba la melodiosa flauta, abatida sobre la espalda cuando su espíritu nos abandona al hambre que mata. No estará Orge, el de los dientes rechinantes, ni Soyal, el del mudo triángulo en la boca, ni Nangosohu, que tiene en la cara el lucero del alba. Ninguno de estos olvidados espíritus regresará para devolvernos el reloj vencido, los sentidos adormecidos, la batalla perdida por no haber sido nunca librada.

Nadie.

Quedará el letargo generado por el sueño y el miedo que nos conducirá por el antiguo sendero, el guerrero ardiente, único hijo de esta tierra desde siempre sin memoria.

Y, sin embargo, que desde siempre recuerda.

El inicio

Фото
***

1

El único sonido en la ciudad era el silbido del tren.

Desde siempre, por las vías que cortaban Flagstaff en dos con su golpe de cimitarra, pasaban varias veces al día los trenes de carga de la Amtrak. Las locomotoras apenas rozaban las estaciones de ladrillos rojos con su cauteloso paso de rieles, y en el esfuerzo del viaje parecían animales ansiosos solo por el camino que recorrer, sin el menor interés por lo que arrastraban. Eran largas letanías de vagones, que parecían llegar de la nada y dirigirse al mismo lugar, con su carga de contenedores de colores desteñidos y cubiertos de palabras escritas en blanco.

A veces llevaban el logotipo de la China Shipping.

Ese nombre exótico creaba, en la mirada y en la mente, la imagen de lugares remotos, de gente del otro lado del mar que en aquella pequeña ciudad del centro de Arizona, sol rojo de verano y frío blanco de nieve en el invierno, formaban parte del conocimiento de todos y de la esperanza de ninguno.

Apenas un instante para comprender que era solo una ilusión, y los trenes ya se iban con la secuencia de un rosario. Se marchaban chirriando, lentos e indolentes, hacia el este. Se perdían de vista bordeando un trecho la vieja ruta 66 y dejando atrás un eco de ese silbido agudo a manera de saludo y advertencia.

A Caleb Kelso le parecía oírlo incluso desde allí, mientras a la altura de la Snowplay Area dejaba Fort Valley Road para girar a la derecha y enfilar la franja seca de Gravel Highway, la carretera que piedra tras piedra subía hacia el norte como una grieta de la tierra, hasta convertirse en la herida roja y ensangrentada del Gran Cañón. La Ford Bronco que conducía se adaptó de mala gana al nuevo recorrido, con un chirrido de suspensión y un resonar de viejas juntas y de llaves inglesas en la caja de herramientas, fijada al suelo entre los dos asientos. Caleb estaba encariñado con esa vieja camioneta, cuya carrocería mostraba tantas manchas de masilla que la camuflaban mejor que el mono que él vestía.

De mala o buena gana, ese era el único medio de locomoción que podía permitirse considerando sus finanzas en aquel momento. Se resignaba a repararlo él, como podía, poco a poco, a medida que alguna parte de la carrocería o del motor abandonaba el precario mundo de los coches en circulación. Saldadas entre sí, la necesidad y la capacidad viajaban en las mismas cuatro ruedas al amparo de una placa de Arizona.

Las cosas iban pasando, y no había modo de detenerlas. Quizá solo de cambiarlas, si se tenía la posibilidad.

Y él la tenía, vaya si la tenía.

Caleb Kelso, a diferencia de tantos otros, tenía un proyecto.

Eso, según él, era lo único que importaba realmente en la vida. Tener un proyecto, por muy descabellado que pudiera parecer. La historia abundaba en casos semejantes. Para los pocos que realmente habían creído, aquello que a muchos les había parecido un simple sueño de locos visionarios se había convertido en un grito de victoria.

Solo era cuestión de tiempo; tarde o temprano también él alcanzaría el resultado para el cual trabajaba desde hacía años. En un instante dejaría atrás todo el cansancio, todas las noches en blanco y todo el dinero gastado, pero, más que nada, las burlas y las risas de mofa quedarían a sus espaldas. Una vez había leído en alguna parte que la grandeza de un individuo se mide por la cantidad de estúpidos que lo persiguen. Entonces los que lo ridiculizaban tendrían que tragarse la lengua, condimentada con la misma mierda que le habían echado a él encima. Le lloverían gloria y millones de dólares, y su nombre figuraría en la letra K de todas las enciclopedias del mundo.

«Kelso, Caleb Jonas. Nacido en Flagstaff, Arizona, el 23 de julio de 1960, el hombre que logró…»

Meneó la cabeza y tendió una mano para encender la radio como si con el mismo gesto pudiera encender también su suerte futura. El único resultado que obtuvo fue la voz de las Dixie Chicks, que suplicaban a un vaquero que volviera a casa y las amara para siempre. En ese momento de la vida, para Caleb los conceptos de casa y amor eran crueles y afilados como el cuchillo Bowie que llevaba a la cintura.

Su casa se caía literalmente a pedazos, y en cuanto al amor…

Vio fugazmente la imagen del pelo rubio de Charyl balanceándose como algas sobre su vientre mientras le comía la polla.

«Charyl.»

Apagó la radio y la oleada de calor del vientre con la misma rabia y ahogó la canción, que flotó muda en el éter de quien la había evocado.

Apartó un instante la mirada del camino y de todas las visiones que lo flanqueaban con su alambre de espino. A su lado, su perro, Silent Joe, acurrucado en el asiento del acompañante, miraba por la ventanilla con aire indiferente.

Tendió una mano para acariciarlo. Silent Joe se volvió un segundo con ojos desconfiados y luego giró de nuevo la cabeza hacia el otro lado, como si le interesara mucho más su imagen reflejada en el cristal.

A Caleb le gustaba su perro. Tenía mucho carácter. O al menos un carácter muy semejante al de él, productivo o no. Por eso dejaba que se sentara en la cabina junto a él, sin confinarlo a la parte trasera como hacían los demás cazadores. Andaban por allí en vehículos colmados de cabezas caninas que asomaban por los bordes con expresión de condenados a muerte en un tren militar, para después dispersarse en los bosques ladrando como locos cuando sus dueños se apeaban de los vehículos, se echaban al hombro los Remington o los Winchester y se iniciaba la caza.

Silent Joe no ladraba nunca. Ni siquiera cuando era un cachorro y cargaba con una cantidad de piel tres veces superior a su talla. Por ese motivo su nombre original, Joe, pronto se ganó el calificativo de «silencioso», que llevaba descuidadamente colgado del pecho como una condecoración. Iba de un lado a otro a su antojo, con su andar desmañado al límite de la desarticulación. Al mirarlo, Caleb pensaba con frecuencia que los movimientos, más que coordinarlo, lo eludían. Pero era el compañero ideal para la caza con arco, que Caleb prefería sobre cualquier otra. Una caza hecha de acechos, inmovilidad, silencio y atención al viento, para impedir que los olfatearan las presas. Un ciervo, si estaba a sotavento, era capaz de captar el olor de un hombre o de un perro a una distancia de ochocientos metros y en pocos minutos convertir esa distancia en doce kilómetros.

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