Caleb se quedó un instante contemplando todo lo que le quedaba. Apenas hacía un día que había considerado la posibilidad de poner en venta The Oak. Ahora que lo tranquilizaba el peso de la mochila, que el sol resplandecía y el cielo era azul como solo sabe serlo en Arizona, ni siquiera pensaba en vender.
Se acomodó mejor las correas del pecho y comenzó el descenso hacia su casa.
Después del hallazgo de la cueva y su contenido, había decidido dejar el coche en Cielo Alto, atajar hacia el este y regresar a pie. Eran muchas horas de marcha, pero prefería evitar cualquier posible comentario sobre su anticipado regreso con respecto a lo planeado. No quería imaginar qué sucedería si alguien se daba cuenta de lo que transportaba. En cuanto a la camioneta abandonada en el Ranch, no había problema, nadie se preocuparía ni se asombraría. En otras ocasiones, por seguir a un ciervo o a un alce, se había alejado tanto del punto de partida que había preferido volver a pie e ir a buscar el Bronco a la mañana siguiente.
Cuando llegaba al terreno del fondo de la casa, por el espacio cubierto de grava apareció un enorme Mercedes metalizado que llevaba el emblema de El Paso RV Rentals. Caleb contuvo el deseo de escupir al suelo. Con lo que los turistas gastaban en una semana para alquilar mausoleos ambulantes como aquel, él podría vivir un mes. Gente de ciudad: personas a las que les bastaba ponerse un sombrero de ala ancha en la cabeza y un par de botas en los pies para sentirse herederas de un mundo que ya no existía.
«Pero no sirve de nada hacer elucubraciones sobre el gusto de la gente…»
Cualquier otro día, Caleb habría ido al encuentro de los recién llegados con su mejor sonrisa, dispuesto a extender una alfombra roja y a tocar trompetas para recibirlos. Y dispuesto también a mostrarse absolutamente complaciente con tal de lograr que se quedaran.
Hoy no.
Hoy, gracias a algún dios, todo era distinto…
La caravana se detuvo a su lado. La frenada levantó una pequeña nube de polvo que continuó indiferente su curso, llevada por el viento.
El hombre que conducía se apeó y miró con expresión interrogativa a los ojos de aquella especie de Robin Hood mal vestido, que llevaba un mono de camuflaje y cargaba un arco y flechas. Mientras se le acercaba, Caleb tuvo la clara sensación de que aquel tío incluso esperaba que él oliera mal.
– ¿Es este el campamento The Oak?
Un soplo de aire hizo susurrar el follaje, y el gran roble que se alzaba a espaldas de Caleb respondió por él. Miró al hombre con expresión amable.
– Así es, joven. ¿En qué puedo ayudarle?
– Buscábamos un lugar donde pasar un par de noches mientras echamos una ojeada por los alrededores. ¿Hay televisión por cable?
Entretanto, la que debía de ser la mujer, una morena guapa, con la nariz evidentemente operada, había bajado también y miraba a su alrededor. A juzgar por la expresión de su cara, el examen no la había satisfecho. Se aproximó al marido con el aire desdeñoso con que probablemente hablaba a la mujer que le hacía la limpieza.
– Pero ¿qué dices, Norman? ¿Has visto el estado en el que está este lugar? Para mí que ni siquiera saben qué es la televisión por cable.
Caleb respondió casi sin alterar el tono de su voz.
– Pues no, en efecto. Pero conocemos un excelente lugar al que pueden ustedes ir a que les den por el culo. Y mientras, pueden también filmarlo con la televisión por cable.
Un relámpago de reacción instintiva cruzó la mirada del hombre, pero vio que la mano de Caleb bajaba hacia la empuñadura del gran Bowie que llevaba a la cintura. La mujer se acercó y, escudada tras el cuerpo del marido, apoyó una mano en su brazo.
– Vámonos, Norman. Creo que nos hemos equivocado de lugar.
Caleb pensó con una sonrisa interior que su voz altanera pero un poco aguda habría bastado para dar la alarma en Fort Apache. Norman tragó saliva y pasó posesivamente un brazo por los hombros de la mujer. Trató de dar a sus palabras toda la firmeza que le permitía su inquietud.
– Lo mismo creo yo.
– Está claro que es lo único en lo que creemos los tres.
La réplica de Caleb hacía de despedida y saludo al mismo tiempo. La pareja retrocedió sin darle la espalda, casi temerosos de notar cómo una flecha se clavaba entre sus omóplatos. Caleb siguió de pie bajo el sol, observándolos mientras subían a la caravana con una calma demasiado exagerada para ser auténtica y cerraban la puerta como si fuera una de las persianas blindadas de Fort Knox. El hombre, al volante, puso en marcha el motor y se marchó a una velocidad que dejó tras de sí grava revuelta, gas del tubo de escape, desprecio y alivio.
Caleb se volvió hacia el perro. Durante todo ese tiempo Silent Joe había permanecido sentado, asistiendo a la escena con indiferencia, caninamente curioso pero neutral ante las vicisitudes humanas.
– Divertido, ¿verdad, See-Jay? Que se vayan a tomar por culo, ellos y todos los campistas del planeta. Ahora ya no necesitamos a esos capullos.
Llegó a la galería de madera que se extendía al frente de la casa y dejó el arco y el carcaj con las flechas en un soporte del alero. Aunque debía andar unos cuantos pasos, no se atrevía a descargar también la mochila. Se la dejó a la espalda mientras iba al terreno, a la sombra del roble, delimitado por una red metálica, donde se hallaba la caseta de Silent Joe. Caleb siempre había pensado, dada la naturaleza de su perro, que llamarla «cucha» era una muestra de desprecio.
Silent Joe lo siguió con la calma del cliente que en un restaurante sigue al ma î tre que lo lleva a la mesa. Esperó sin exageradas manifestaciones de impaciencia a que Caleb abriera un saco de Wild Dog Friskies y echara una generosa ración en el cuenco. Cuando Caleb hubo terminado y se apartó, el perro hundió el hocico en el recipiente y comenzó a comer entre una banda sonora de mandíbulas y galletas desmenuzadas.
– Toma, viejo. Desde mañana, si quieres, bistec y champán también te los daré.
El perro, sin dejar de comer, alzó un instante la mirada hacia él mostrando el blanco de los ojos. Traducida a términos humanos, su expresión recelosa era la de quien se apresura a terminar el pan de hoy por temor a que desaparezca de repente.
– ¿No me crees? Ya verás, pellejos. Ahora somos todos ricos. Todos. Hasta tus pulgas.
Dejó al perro con su comida y volvió a la casa. Recogió el arco y el carcaj y subió los tres escalones que llevaban a la puerta de entrada. La madera crujió una suerte de bienvenida preocupada bajo su peso. Caleb abrió la puerta que ya nunca cerraba con llave. Su indigencia crónica era un hecho tan sabido que a ningún ladrón se le ocurriría buscar algo para robar en su morada.
Traspasado el umbral, se halló en el pequeño vestíbulo del que partía la escalera que llevaba al piso superior. Avanzó por el corto pasillo y dobló a la izquierda, hasta la cocina, en la parte posterior. Cuando entró, logró no dejarse abrumar por el espectáculo desolador que apareció ante sus ojos. El revoque de las paredes estaba descascarillado y manchado por el tiempo, y los muebles de madera no tenían mejor aspecto. El frigorífico pertenecía a una generación para la cual el congelador era un perfecto desconocido, y la cocina era tan vieja que a nadie le habría asombrado encontrar ante ella a la mujer del general Custer con delantal y un cazo en la mano. El fregadero rebosaba de platos sucios y el armario del costado, colmado de cazuelas y latas, testimoniaba las comidas apresuradas consumidas en soledad.
Dejó en el suelo el arco y el carcaj, depositó la mochila sobre la mesa y al fin la abrió con mano no del todo firme. Con esfuerzo extrajo un grueso envoltorio cubierto con una vieja manta indígena, tan sucia y rota que a duras penas permitía adivinar los colores originales. Le había costado mucho hacer esa especie de paquete rudimentario porque el tejido, añoso y desgastado por la humedad, tendía a rasgarse.
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