Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Por diversos motivos decidió no dirigirse a Flat Fields. En primer lugar, esos hombres la conocían, y enseguida deducirían que allí sería donde iría. En segundo lugar, el camino hacia el campamento indígena era largo y difícil, y Thalena sabía que no encontraría allí a su padre. En ese período del mes Eldero subía solo a la montaña para hablar con los espíritus e invocar su protección. Permanecía algunos días en completo ayuno en su lugar sagrado, que ella había visto una sola vez, de niña, pero que confiaba poder localizar.

Para su suerte, el sol estaba aún bastante alto y hasta en la maraña del bosque se filtraba la suficiente luz como para permitirle orientarse con precisión.

Guió el caballo por un desvío, manteniendo la luz a su derecha como punto de referencia. Sabía que los cascos de Metzcal iban dejando en el terreno huellas que los hopi podrían seguir sin dificultad. Sin embargo, algo más arriba había un arroyo por el que Thalena se proponía avanzar durante un trecho, hasta un punto en el que lo dejaría para aprovechar la ventaja de proseguir por una zona rocosa.

Ello no impediría al indígena descubrir tarde o temprano adónde se había dirigido, pero le costaría más. Era la única forma de ganar algo de tiempo, que en aquel momento era el bien más precioso.

El vientre le molestaba un poco y temía que los bruscos movimientos afectaran al niño. Por otra parte, no podía dejar de correr en busca de ayuda. Todavía llevaba grabada en los ojos la imagen de dos personas atravesadas por una flecha y el grito aterrorizado de una niñita de trece años que…

Al crecer junto a un hombre como Eldero, Thalena siempre había estado en contacto con su sabiduría, heredada de los humanos y de los dioses. Como todos los indígenas, sabía que la muerte era la otra cara de la vida, y que nadie podía eludirla. Como todos ellos, había aprendido a convivir con la muerte y a creer que era solo un regreso a Shimah, el espíritu de la Tierra del que habían surgido todos los seres humanos.

Sin embargo, la fe o el conocimiento no le servían de ayuda cuando pensaba en esas personas queridas a las que había dejado tiradas y muertas en una casa que hasta hacía pocas horas representaba para todos ellos la esencia de la vida misma.

En ese momento se concedió llorar, porque sabía que en poco rato, frente a su padre, no se le permitiría. Desde la muerte de su único hijo varón, Eldero había depositado en ella todas las expectativas malogradas con la desaparición de Cochito.

Después, frente a él, no lloraría.

Pero ahora era solo una joven mujer que esperaba su primer hijo, a la cual unos hombres, sin que ella comprendiera por qué, habían arrebatado casi todo lo que poseía. Dejó que las lágrimas fluyeran de sus ojos libres como la lluvia que, en aquella tierra de desierto y sequía, salvo el paréntesis verde de la montaña, todos consideraban una bendición.

Mientras veía el mundo a través del filtro de las ramas y las lágrimas, llegó al arroyo. El agua de los ojos se mezcló con la que corría a sus pies, y juntas se llevaron ese instante de abatimiento.

Se obligó a pensar en Colin, su marido.

El recuerdo de su cara le devolvió las fuerzas que en aquel momento empezaban a flaquear. Debía resistir y continuar, para que él estuviera orgulloso del coraje de su esposa. Ella era la mujer que él había elegido y a la cual había encomendado la misión de traer al mundo a su hijo, un hijo importante, que algún día sería un gran hombre y como tal caminaría por el mundo con la valentía y la sabiduría de un jefe.

Remontó la corriente hasta llegar al lugar, a la derecha del arroyo, donde se abría el ancho trecho rocoso en el cual los cascos del caballo apenas dejarían un rastro difícil de seguir.

Además, al llegar al arroyo, sus perseguidores deberían dividirse y recorrerlo en ambas direcciones para tratar de descubrir hacia dónde se dirigía. Esto los retrasaría aún más. Thalena se concedió un pequeño respiro de esperanza y antes de proseguir por terreno seco dejó beber a Metzcal.

Ahora el camino, más accidentado, no permitía que el caballo avanzara con la rapidez que ansiaba la urgencia de Thalena. Los cascos resonaban sobre las piedras con un ruido sordo que sonaban más fuertes que disparos.

Pese a todos sus razonamientos y a la prudencia con que obraba, no conseguía evitar, de vez en cuando, volver la cabeza para vigilar el camino que iba dejando atrás. Temía oír de un momento a otro el ruido de cascos herrados y ver surgir entre la maraña de los árboles a cuatro jinetes lanzados en su persecución, guiados por un indígena que llevaba una pluma en el sombrero y la muerte como trofeo.

Continuó hasta alcanzar la protección del bosque. Al cabo de un rato que le resultó interminable, llegó a un tronco doblado contra la tierra por la fuerza del viento y el peso de la nieve.

Era la señal que recordaba. Después de haber bordeado la gran montaña, manteniéndose siempre a la misma altura, se desvió rumbo al este y comenzó a subir hacia la cima. Sabía que en lo alto, en algún lugar, estaba el lugar de meditación de su padre, el sitio que Eldero definía en su lenguaje secreto como A á , «Allá». No obstante, debía prestar suma atención, porque el acceso se hallaba oculto entre unas rocas que una mirada distraída no lograría encontrar.

Había estado con su padre en aquel lugar hacía años, cuando era apenas una niña. Subió en la grupa del caballo de él. Pese a la curiosidad ingenua de la infancia, sentía de algún modo el carácter sagrado de lo que su padre iba a compartir con ella. Cuando llegaron a la meta, Eldero se apeó del caballo pero dejó a la niña en la montura. Le recomendó que, durante su ausencia, no posara los pies en el suelo por ningún motivo, como si la Tierra, en aquel lugar, en vez de ser una Madre fuera un peligro.

Luego se alejó y tras subir un corto trecho desapareció en un paso estrecho entre dos rocas. De no haber visto el cuerpo del padre entrar y esfumarse por ese reducido espacio, Thalena no habría sospechado nunca que allí pudiera haber una abertura.

Eldero tardó un buen rato y, cuando regresó, su espíritu, al igual que su andar, parecía más ligero. Volvió a montar con agilidad y le rodeó los hombros con los brazos.

Thalena sintió sus ropas todavía impregnadas de la oscuridad y el frío de la cueva, y la recorrió un escalofrío. Luego su padre le mostró su mano abierta, en cuya palma brillaba un amuleto redondo de plata que reproducía de forma aproximada la figura de Kokopelli, el flautista mágico, el señor de la abundancia, el que les advertía, acostándose sobre la espalda, de la llegada del hambre. Sin duda habían hecho ese amuleto fundiendo uno de los dólares de plata que el hombre al que todos llamaban Washington les había dado junto con la tierra.

Ella no veía la cara del padre, pero por el tono de la voz profunda que sonaba a sus espaldas comprendió que estaba viviendo un momento importante.

– Esto es para ti. A partir de hoy no debes quitártelo nunca.

La atrajo hacia él y se lo colgó al cuello con un pequeño lazo de cuero. Thalena levantó sus manos de niña para tocar el objeto que pendía sobre su pecho enjuto.

– ¿Qué es?

– Protección y fortuna. Y todo lo que tú creas que es.

Tras esas pocas palabras de mil significados, espoleó al caballo y emprendieron el camino de regreso. Thalena no volvió nunca más a ese lugar que Eldero, en su fantasía de sabio, denominaba simplemente A á , como si Allá fuera donde comenzaba y terminaba el mundo. Muchos años después, al casarse con Colin, algo le recordó aquella tarde. Concluida la ceremonia, su marido le preguntó la razón y el significado de un regalo de Eldero. Abrió la mano y Thalena se sintió proyectada hacia atrás en el tiempo al ver en su palma el centelleo de una pequeña figura de plata casi igual a la que ella aún llevaba al cuello.

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