Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Stacy Lovecraft estaba muerto, con los ojos abiertos y la cabeza levemente vuelta hacia arriba, como si hubiera dirigido una última mirada a la montaña. Parecían dos estrellas apagadas en medio de la cara cubierta de la sangre que había manado de las profundas incisiones practicadas en el cuero cabelludo. Colin se estremeció de horror al darse cuenta de que a su padre le habían quitado por completo el cuero cabelludo. Y en ese mismo instante tuvo la seguridad de que el autor de ese acto perverso lo había cometido mientras la víctima aún vivía. En realidad, los ojos de ese cuerpo martirizado que había sido su padre habían mirado hasta el último segundo a los ojos de su asesino.

– ¡Thalena! ¡Mamá! ¡Linda!

La voz salió de su garganta en cuanto la imagen de las mujeres atravesó su cerebro. Se puso de pie y corrió enloquecido hacia la casa. La puerta estaba abierta. En cuanto llegó al umbral y pudo ver el interior, el horror de la certeza se apoderó de su cuerpo y de su mente. Kathe Lovecraft yacía de espaldas junto a la chimenea. Con las manos aferraba el asta de la saeta que le había traspasado el pecho: era el mismo gesto con el que llevaba a casa las flores silvestres que recogía cerca del manantial. La flecha debía de haberla alcanzado en la puerta, y ella debió de tambalearse unos pasos hasta el lugar donde había caído. Se veía una silla tirada en el suelo, y bajo las patas, fragmentos del recipiente de barro cocido que solía adornar la mesa. Kathe conservaba su cabellera; Colín agradeció al cielo y a quienquiera que lo habitase que le hubiera ahorrado esa tortura.

– ¡Thalena! ¡Linda!

Una vez más, nadie respondió a su llamada. Llegó sin aliento a la puerta del otro cuarto. Se hallaba apenas entornada, y el batiente de madera gris crujió ligeramente cuando lo empujó. Su hermana yacía acurrucada en la cama, como si estuviera dormida, con la cara vuelta hacia él. De una profunda herida en la garganta la sangre había manchado primero la ropa y luego la manta. Parecía imposible que un cuerpo tan pequeño pudiera contener tanta… parecía estar totalmente empapada.

Colin sintió que estaba a punto de enloquecer.

Gritó tan fuerte que le dolió la garganta, en la absurda esperanza de ver levantarse el cuerpo sin vida de Linda y oír que le contestaba la voz de su esposa. Volvió fuera, después de pasar, sin el valor de mirarlo, junto al cadáver de su madre.

– ¡Thalena!

Llamó de nuevo con el mismo alarido desesperado. Como única respuesta obtuvo el mismo silencio. Mientras recorría los alrededores con una mirada obsesionada, Colin se dio cuenta de que en el corral faltaba un caballo, Metzcal, un pequeño zaino de carácter dócil. Era el preferido de Thalena, al que atendía ella misma. Esto encendió en Colin una tímida esperanza. No lograba comprender qué había ocurrido, pero probablemente ella había advertido el peligro a tiempo y había conseguido huir. Imaginó, con el corazón acongojado, a Thalena cabalgando en avanzado estado de gravidez, y los riesgos que correría el niño. Pero por lo menos no yacía en el suelo junto con los demás integrantes de su familia, con el cuerpo atravesado por una saeta o la garganta cortada.

Colin contaba poco más de veinte años, pero se dijo que no podía sentarse a llorar, como le pedía a gritos su corazón.

Intentó calmarse y reflexionar.

Las flechas que habían matado a su padre y a su madre eran sin duda de origen navajo. Medían, más o menos, cerca de un metro de longitud. Por lo poco que sabía, las saetas de esa medida solo las utilizaban ellos y los utes. Todos los demás indígenas fabricaban flechas más largas. Le parecía extraño que algún navajo hubiera atacado la familia de la hija de Eldero. Se preguntó quién podía haber cometido tamaña matanza. Y no debía de haber ocurrido hacía mucho rato, porque la sangre de las heridas aún estaba fresca.

Quienquiera que fuese, quizá se hallaba todavía por las cercanías. Al tiempo que pedía mentalmente disculpas a los cuerpos tendidos en el suelo, decidió que por el momento urgía ocuparse de los vivos. Si le pasaba algo también a él, no quedaría nadie para ayudar a Thalena. Se acercó al caballo y a la tranquilizadora culata de la escopeta guardada en la funda de la montura.

Ahora, antes que nada, debía encontrar a su esposa, estuviera donde estuviese.

Tal vez necesitaba su ayuda, o tal vez estaba herida, o…

Con esfuerzo obligó a su mente a detenerse en la primera posibilidad.

Aturdido por esos pensamientos, no oyó el rumor de la flecha que recorría el aire con sus pequeñas alas. Un segundo después se encontró mirando aturdido esa varilla de madera que se había hundido en su corazón. Luego, con la inexorabilidad de un ritual, un fino hilo de sangre salió de su boca, mientras las rodillas se le doblaban y caía hacia delante. Cuando se desplomó en el suelo, la fecha se rompió y el peso del cuerpo hizo que saliera por el hombro lo que de ella quedaba. Lo último que pensó Colin fue que no le importaba morir si Thalena lograba ponerse a salvo.

Durante un instante, permaneció en el aire un silencio irreal, como si el silbido de esa saeta hubiera ocupado el lugar de cualquier otro sonido de vida. Al final, de los matorrales de más allá del corral de los caballos asomó un sombrero decorado con una pluma. El indígena hopi One Feather se levantó de entre las matas en las que se hallaba agazapado y se acercó al cuerpo tendido. Dejó el arco en el suelo y se agachó junto al cadáver para comprobar que estuviera muerto.

Mientras el indígena volvía a ponerse en pie, la sombra de un hombre se alargó sobre el terreno que lo rodeaba.

La voz de Jeremy Wells sonaba irritada mientras daba al cadáver de Colin un ligero puntapié con su bota polvorienta.

– Este pobre desgraciado ha elegido el peor momento para regresar. El peor para nosotros y para él. Ahora la muchacha nos saca mucha ventaja.

One Feather se inclinó a limpiar el cuchillo sucio de sangre en la chaqueta del hombre al que acababa de matar.

– Podemos seguir sus huellas. No ha pasado mucho tiempo. La atraparemos, si quieres.

Wells confirmó su intención en tono seco.

– Por supuesto que quiero. Nos ha visto, y eso puede comprometerlo todo. Por suerte, también nosotros le llevamos una ventaja. En su estado, no podrá ir al galope. Y sin duda se ha dirigido a Flat Fields, el campamento de su padre. No debemos permitir que llegue a tiempo para advertir a Eldero. Perderíamos el factor sorpresa.

Mientras hablaban, se acercaron otros dos hombres, que habían salido al descubierto. Iban armados y podía apreciarse en su cara esa indiferencia ante el asesinato de otros seres humanos que solo puede dar una larga práctica con la muerte. Se llamaban Scott Truman y Ozzie Siringo, y eran buscados en varios estados por delitos menos graves que los de Jeremy Wells. Con él habían hecho negocios en diversas ocasiones y sabían que no convenía contrariarlo. Cuando los atrajo con la promesa de un trabajo ventajoso y definitivo no se hicieron de rogar.

Ni siquiera preguntaron si había que disparar y matar. Simplemente lo dieron por descontado.

Wells los oyó llegar y se volvió hacia ellos.

Truman, un sujeto de alrededor de cuarenta años, poco pelo y largos bigotes que le caían a los costados de la boca, se dirigió al jefe en tono casi aburrido.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Coged los caballos. El trabajo todavía no ha terminado. Ante todo hay que encontrar a la muchacha y cerrarle la boca. Después debemos subir a Flat Fields y ocuparnos de los indígenas.

Ozzie Siringo lanzó un escupitajo de saliva manchada de tabaco de mascar. Se limpió la boca con la manga de la camisa de algodón.

– ¿Podría haber problemas por los indígenas?

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