Colin la miró con sus ojos de joven apenas convertido en hombre.
– ¿Qué es?
Le hizo la misma pregunta que ella había hecho tanto tiempo atrás. Thalena le respondió con las mismas palabras.
– Protección y fortuna. Y todo lo que tú creas que es.
Se alzó en puntas de pie y le colgó del cuello el amuleto.
– A partir de hoy no debes quitártelo nunca.
Colin aprovechó el gesto para abrazarla e intentar besarla. Thalena se apartó con una sonrisa complacida, entre las risitas y las miradas sugerentes de las mujeres del campamento que habían presenciado la escena.
Ahora el camino se componía de luces y sombras, de tramos sumergidos en el bosque y claros abiertos a los rayos del sol. Continuó subiendo hasta que llegaron a sus oídos las notas suaves de una flauta de caña. Thalena se preguntó quién podría tocar una música como aquella en un lugar tan remoto, pero decidió seguir la dirección que le señalaban las notas. Atravesó con esfuerzo los intrincados arbustos de rosas de montaña que formaban una especie de barrera en torno de un grupo de alisos.
Cuando salió al descubierto, reconoció el lugar y lo vio.
Eldero estaba sentado sobre un peñasco, con las piernas cruzadas. Con los ojos cerrados, movía con agilidad las manos sobre los agujeros de la flauta apoyada en su boca. Era una música lenta y dulce, una melodía simple pero que parecía abarcar y contener la perfección de la naturaleza que lo rodeaba, como escuchándolo. Thalena se sorprendió ante lo que veía y oía. No sabía que su padre fuera capaz de tocar la flauta. Nunca se lo habría imaginado, y menos aún con semejante capacidad evocadora.
A pesar de la urgencia que la golpeaba en el pecho y las sienes, le costó interrumpir ese momento de contacto con algo que apenas conseguía imaginar. Durante unos instantes se quedó escuchando al borde del espacio rocoso, abierto como una herida entre la vegetación.
Luego Eldero percibió su presencia y abrió los ojos.
La música terminó de golpe, y quedaron solo el silencio y las miradas de ambos.
Por la manera como se levantó, Thalena se dio cuenta de que su padre había comprendido de inmediato que algo malo ocurría. Su presencia significaba muchas cosas, y ninguna de ellas podía ser buena. Thalena espoleó al caballo para que trepara hasta donde el jefe de los navajos de Flat Fields se hallaba de pie, con los ojos ya llenos de malos presagios, ansioso por saber qué la había llevado hasta allí.
Ella aceptó sin vergüenza que la ayudara a bajar del caballo.
Apenas tocó el suelo sintió como si su cuerpo se vaciara de toda energía, y se apoyó en el consuelo de los brazos del padre.
– ¿Cómo has logrado llegar hasta aquí?
– Recordaba el camino. Sabía que te encontraría en este lugar.
La expresión de Eldero se suavizó por un instante, complacido por las cualidades de su hija, tan sobresalientes que no hacían añorar las de ningún hijo varón.
– ¿Por qué?
– Están todos muertos, bizh é '.
Se sentaron el uno junto al otro sobre el peñasco tibio de sol, y Thalena le contó lo sucedido. Le habló también del día anterior, cuando esos hombres fueron por primera vez a la casa, y cómo Kathe los echó amenazándolos con la escopeta. Y luego le contó, tratando que el llanto no le entrecortara la voz, que habían regresado y matado a todos los integrantes de la familia.
Cuando iba a decirle cómo se había salvado ella, sintió un dolor en las vísceras, como si un hierro candente le atravesara la carne. Poco después sus muslos se empaparon de líquido. Comprendió que había roto aguas y comenzado el parto.
Llegó una nueva punzada. Para resistir el dolor, se apoyó sobre un costado, aferrándose al hombro de su padre. Mientras él la ayudaba a recostarse sobre el peñasco, Thalena pensó en Colin. Se dijo que ese hijo suyo, de carácter ya rebelde, había elegido el momento menos indicado para nacer.
Solo cuando llegó a las proximidades del campamento, Eldero vio los cuervos.
En lo alto, por encima de Flat Fields, volaban como negras profecías, trazando arcos oscuros y quebrados en lo que quedaba de azul en el cielo del ocaso. Sintió que aquello que había temido durante todo su viaje desde el A á hasta su pequeña aldea se había convertido en realidad.
Por mucho que se repitiera que debía obrar con prudencia, no pudo evitar echar su caballo al galope.
Un rato antes, al comenzar los dolores, había asistido a Thalena en el parto. Fue una niña, y él y la madre la ayudaron a venir al mundo tal como les había enseñado la vida nómada. Después la lavaron con el agua del pequeño odre que Eldero llevaba sujeto a la silla de su caballo, y la envolvieron en una de las mantas de jefe que él cargaba consigo como símbolo de su poder. Cuando vio que Thalena se encontraba bien y miraba con amor de madre a su hija que se alimentaba de su pecho, se puso de pie.
– Ahora debo irme.
Tanto él como Thalena sabían que era necesario. Ya habían perdido mucho tiempo, y ello podía significar la imposibilidad de salvar vidas.
– Ve. Yo estaré bien aquí. Busca a Colin y cuéntale que tiene una hija.
Eldero le dejó las pocas provisiones de que disponía. Luego salió de la cueva, montó su mustang y partió tan rápido como le permitieron el terreno y las patas del caballo. Durante todo el viaje no cesó de preguntarse quiénes serían esos hombres y cuál podría ser la razón de aquella matanza. Por las descripciones de Thalena había deducido quién podía ser el hopi que formaba parte del grupo de asesinos. One Feather era famoso tanto por su habilidad con el arco como por su crueldad y su indiferencia por la vida humana. Se contaba que un día cortó los pies de un hombre, le clavó unos pedazos de madera y lo obligó a correr antes de matarlo. La presencia de One Feather entre los ejecutores de la matanza dejaba lugar a hipótesis que ahora el vuelo de los cuervos no hacía más que confirmar.
Manteniéndose al amparo de los árboles, llegó a las cercanías del campamento. Se apeó del caballo y lo dejó suelto, pues sabía que no haría nada que pudiera delatar su presencia. Se echó al suelo y, empujando delante de sí la escopeta, avanzó en una posición en la cual podía abarcar todo el lugar de una sola ojeada.
No vio más que muertos.
Por todas partes, en un amplio radio en torno del pequeño grupo de hogan, había solo cadáveres. Hombres, mujeres, niños, todos sorprendidos durante una normal y pacífica actividad cotidiana, asesinados sin darles tiempo a reaccionar. Hasta Bonito, su perro, yacía muerto en el suelo. Alcanzaba a ver su cuerpo tendido en la hierba, el pelo amarillento manchado de sangre por una herida abierta un poco más abajo del omóplato.
Buscó señales que pudieran revelarle si los que habían cometido el crimen se encontraban todavía por allí. Pronto se convenció de que se habían marchado, sin duda para perseguir a la única presa que aún escapaba a su ira.
Thalena.
Se levantó y salió al descubierto. Avanzó hasta la primera vivienda de barro, y de inmediato su dolor se convirtió en cólera. Mientras pasaba junto al cuerpo de un niño con la cabeza casi destrozada por un disparo de escopeta, se prometió que los culpables de esa matanza lo pagarían con sufrimientos indescriptibles, en esta vida y en la otra. Cualquiera que hubiera sido capaz de tanta crueldad no tenía derecho a una muerte honorable ni a una eternidad de olvido. Al atravesarla, vio los cuerpos de los que poblaban su pequeña aldea. Todos ellos eran personas a las que conocía desde hacía años, que habían formado parte de su vida, en la esperanza de que fuera pacífica. Y cuando necesitaron su protección, él se hallaba lejos. Ahora no podía hacer más que formar, también él, parte de esas muertes.
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