El caballo hizo un movimiento brusco que devolvió la atención de Colin a lo que estaba haciendo. Al otro lado del borde del declive, unas piedras cayeron rodando hacia el fondo del despeñadero. Al observar cómo se precipitaban hacia abajo experimentó un ligero estremecimiento imaginando lo que habría podido suceder si en lugar de esas piedras hubiera sido él.
Se concentró en el sendero y poco después alcanzó la mancha tranquilizadora de los árboles y los arbustos del sotobosque. Llegó a un pequeño claro que se abría algo más adelante y se apeó del caballo. Tanto él como su resistente animal merecían un descanso. Cogió la cantimplora de la montura y bebió un largo trago. Después se quitó el sombrero, echó en su interior abundante cantidad de agua y lo tendió al caballo, que ya la había olido y alargaba el hocico.
Una vez que el animal bebió, Colin se sentó tranquilamente sobre un tronco a masticar unos pedazos de carne seca que cortaba con el cuchillo que llevaba a la cintura, al tiempo que su cabalgadura se encargaba por su cuenta de abastecerse de su alimento cotidiano.
Colin Lovecraft se consideraba un hombre con la suficiente buena suerte para poder definirse como «feliz».
Había decidido adelantar un día su regreso a casa, dado que los animales que formaban su pequeño rebaño estaban en buenas manos. Los había dejado pastando, confiados al buen cuidado de sus dos ayudantes indígenas, Copper Pot y Juanito, elegidos por Eldero para que lo ayudaran y en quienes Colin confiaba por completo. Parecía increíble la influencia que ejercía ese anciano sobre el pequeño grupo de personas que habían decidido quedarse con él. Todos los hombres y las mujeres que vivían en el pequeño campo de Flat Fields parecían estar dispuestos a morir por Eldero, acaso porque eso era lo mismo que sabían que él haría por ellos.
Colin recordó la ceremonia de la boda con Thalena, un rito pagano que inspiraba una espiritualidad inocente, inspiradora, propiciatoria. Hubo danzas y cantos de sonido incomprensible que celebraban la vida mejor de lo que Colin había experimentado jamás en manifestaciones análogas de la civilización de su gente.
Después, mientras Thalena era atendida por un grupo de mujeres vestidas de Corn Maidens (las «Doncellas del Maíz»), figuras que simbolizaban el cambio de los estados y la fertilidad de la tierra, Eldero se acercó a él. Sin hablar, le indicó un sitio. Colin se encaminó hacia allí, seguido por Eldero, dos sombras que bailaban a la luz de las fogatas. Poco después se encontraron fuera del pequeño grupo de hogan, apenas iluminados por la reverberación de las llamas. En cierto momento, el anciano se detuvo y se volvió para quedar frente a él. Apoyó las manos en sus hombros y lo miró largo rato. Ojos oscuros, hundidos, magnéticos, que hablaban un idioma silencioso que Colin aún no era capaz de comprender. Luego, de pronto, tuvo la impresión de ser sacado fuera del cuerpo, como si por un instante Eldero hubiera ordenado a su mente que saliera para ocupar con su propia voluntad el lugar que acababa de quedar vacío. En ese extravío, Colin se encontró ante un rostro trémulo que le resultó familiar. Al fin comprendió que ese rostro era el suyo y que en ese trance estaba viendo el mundo a través de los ojos de Eldero.
Era algo antinatural, pero no le provocaba miedo. Colin percibió poco a poco que una gran sensación de paz se apoderaba de su interior. Ahora se sentía parte de todas las cosas que había a su alrededor. Ahora era una brizna de hierba, un árbol y luego una nube, y luego de nuevo él mismo, como si acabara de aprobar un examen y la tierra, los árboles, el cielo y las nubes hubieran aceptado comunicarse con él. Desde fuera, vio que su cara mostraba una sonrisa y, mientras se sentía lleno de bienaventuranza, se reencontró con sorpresa de nuevo dueño de sí y gozando de la sensación maravillosa que había encendido esa sonrisa.
En el rostro de Eldero se veía la misma expresión, pero su voz sonó profunda cuando le habló en su dificultoso inglés.
– Ahora has visto. Ahora sabes.
– ¿Qué era?
– Shimah. El espíritu de la Tierra. Thalena es mi hija y forma parte de ese espíritu. Ahora, también tú. Vuestros hijos caminarán por el mundo y serán bendecidos.
Sin decir más, Eldero dio media vuelta y regresó hacia el campo. Cuando volvieron a la luz del fuego, Colin vio que Thalena dirigía una mirada ansiosa a su padre. No pudo leer la expresión con que Eldero respondió a la muda interrogación que contenían los ojos de su hija. A Colin le pareció ver que solo asentía levemente. Quizá fue un movimiento tan breve que costaba descifrarlo, o bien una pequeña ilusión provocada por el temblor del fuego. Pero el semblante de Thalena se distendió en una sonrisa, y sus ojos brillaron. Después se sentó al lado de ella y no preguntó nada más. No lograba acabar de entender lo que había ocurrido, pero debía de ser algo bueno, si su mujer parecía tan feliz.
Desde entonces no había vuelto a tener la ocasión de hablar a solas con el viejo jefe, pero no olvidaría jamás esa experiencia vivida en los ojos de Eldero.
Colin volvió a ponerse el sombrero húmedo, disfrutando de la fresca sensación en el pelo. Se levantó del tronco donde se hallaba sentado y se acercó al caballo, que pastaba dócilmente un poco más allá. Montó y lo apartó suavemente de la hierba. Debía de haber comido suficiente, porque bastó con un leve talonazo en los flancos para reanudar el camino hacia casa.
En esos vastos espacios los desplazamientos eran interminables, y más si se hacían solo. En tal caso, un hombre no disponía de más compañía que la del animal que montaba, la de su fantasía y la de una voz con la que cantar canciones. Colin Lovecraft poseía una buena voz y fantasía de sobra, pero la invertía toda en «construir» en su cabeza el momento en que Thalena lo viera y le echara los brazos al cuello.
Pasaron otras dos horas hasta que llegó a los alrededores de la casa, dos horas interminables. Era joven, y la impaciencia de la juventud hacía que los granos del reloj de arena cayeran mucho más lentamente de lo que corría la sangre por sus venas.
Salió del bosque, a la explanada sobre la que la familia Lovecraft había levantado su precaria morada. Ese había sido su primer refugio, un techo al fin, al cabo de meses transcurridos durmiendo al raso sin más protección, cuando llovía, que la cubierta impermeable de una carreta. Frente a él, un poco a la izquierda, se alzaba la estructura de madera de la casa nueva, que iban construyendo poco a poco. Más grande, más amplia, con habitaciones luminosas y un gran camino de piedra, según el deseo de su madre.
Un lugar donde ver envejecer a sus padres y crecer a sus hijos.
Poco importaba que fueran mitad blancos y mitad indígenas.
Le asombró no ver salir humo por la chimenea. Con tres mujeres en la casa, el fuego se mantenía siempre encendido, incluso en los días más calurosos del verano. Sin un motivo preciso, sintió que algo frío bajaba por su pecho y atenuaba el placer del regreso.
El humo de la chimenea era una señal de vida. Y ahora había solo inmovilidad y silencio.
Le resultó extraño que nadie saliera al terreno delantero para darle la bienvenida. De la pequeña vivienda sobre la ladera de la montaña no llegaba ningún signo de presencia humana. Dio un pequeño talonazo en los flancos del caballo para acelerar el paso. La sospecha de que pasaba algo malo se convirtió en certeza. A medida que se aproximaba, se abría la visión del lado opuesto de la casa.
Y entonces lo vio.
Junto a un arbusto de salvia silvestre que Kathe Lovecraft cultivaba a la derecha de la vivienda, apoyado sobre un costado, yacía el cuerpo de un hombre con una flecha que le salía por el hombro. Colin soltó un grito que resonó como un eco de muerte por todo el valle y espantó al caballo, que salió al galope. Bajó de la montura antes de lograr que el animal se detuviera totalmente y se precipitó hacia el hombre tendido de espaldas a él, al tiempo que rogaba a Dios que no fuera cierto lo que en el fondo ya sabía.
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