Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Imposible hacerlo así. Quizá yo tenga cierta influencia, pero no puedo llegar al extremo de hacer desviar el curso de un ferrocarril. Ni ahora ni nunca. Piénselo.

Clay Osborne se enfrentó a él con expresión belicosa.

– Pero ya han hecho un desvío. ¿O no?

– Por supuesto que sí. Pero creo que este no es un buen momento para proponer otro cambio. El consejo de administración ha tomado esta decisión sobre la base de los nuevos estudios que han solicitado de fuera. Incluso es posible que surjan sospechas acerca de mí y de nuestros acuerdos. Por eso no considero oportuno presionar mucho por este lado.

– Hace años que trabajo en esta idea. Me he adueñado de todas las tierras que usted me ha ido indicando. ¿Y ahora me dice que el ferrocarril pasará por otra parte?

Leduq le habló con la paciencia que se emplea con un niño porfiado. Para dejar bien clara de una vez por todas su postura en aquel asunto, explicó una situación que Osborne conocía de sobra.

– Este proyecto surgió hace unos quince años. Los ingenieros que me precedieron cumplieron con la tarea, encargada por Santa Fe Railway, de planear una línea de ferrocarril que siguiera el paralelo 35. Sobre el mapa hicieron un buen trabajo, pero un poco apresurado, diría yo, ya que no efectuaron reconocimientos sobre el terreno. Entonces, llegado el momento de poner manos a la obra, al hacer una inspección más precisa de la zona ha resultado que el desnivel del terreno es tan pronunciado que modificarlo resulta económicamente imposible. Por lo cual es mucho más conveniente desviar el curso hacia el este. Donde, además, desde un punto de vista morfológico el proyecto sería mucho más fácil de realizar.

Clayton Osborne era un hombre muy hábil para los negocios, pero carecía de la instrucción más elemental. Solía tener problemas para asimilar las palabras que sonaban difíciles. El término «morfológico» lo ponía de mal humor y lo predisponía de modo negativo hacia su interlocutor, que exhibía la superioridad de sus conocimientos al tiempo que destacaba la ignorancia de él.

– Lo único que sé es que yo, ahora, me encuentro con que soy propietario de unos terrenos que no me sirven para nada.

Con gesto distraído, Leduq molestó con la punta encendida del cigarro a una de las moscas que se entretenían sobre el vidrio. El insecto voló apenas sintió la cercanía del calor.

– Pasarán por lo menos cinco o seis años hasta que la línea que está construyendo Santa Fe Railway llegue hasta aquí. Gracias a mí, está usted al tanto de informaciones reservadas, a las que nadie más tiene acceso. Dispone de mucho tiempo para trazar un nuevo plan de acción y ponerlo en marcha.

Osborne guardó silencio, al tiempo que trataba de ver a través de la ventana opaca. Muy probablemente sus ojos se fijaban en todo y en nada mientras maquinaba su contraataque.

Desde su primer encuentro, el ingeniero Leduq había aprendido a no subestimar el cerebro de aquel hombre. Era ignorante como un cubo de estiércol, pero poseía una innata y envidiable capacidad estratégica. Su aspecto ordinario podía engañar, pero no era más que otra de sus armas. De los propietarios de tierras y los especuladores con los que él trataba, era sin duda el menos agraciado físicamente, pero el que tenía más agilidad mental.

Leduq se había mudado de Europa a Estados Unidos por un problema vinculado con deudas de juego contraídas con cierta ligereza y sin ninguna posibilidad de poder pagar. Era un hombre atractivo, que cautivaba a las mujeres del lugar con su encanto europeo. Había conseguido, por intermedio de una amiga a la cual atendía bien, entrar en contacto con el consejo de administración de Santa Fe Railway y los responsables de la construcción del ferrocarril; uno de ellos era, además, el marido de ella. Le habían dado el cargo de supervisor logístico del territorio y, de acuerdo con su superior, se había puesto en contacto con las personas adecuadas que vivían en las tierras por las que pasarían las vías. Poseía informaciones confidenciales que habrían permitido, a cualquiera que tuviera acceso a ellas, ganar sumas muy importantes.

Ese acceso era lo que vendía Fabien Leduq, y a un precio muy elevado.

No sabía si el ferrocarril llevaría prosperidad y riqueza a aquel territorio olvidado de la mano de Dios, lleno de gente tosca y de esos horribles indígenas, pero a él le estaba llenando los bolsillos.

Clayton Osborne salió de su silencio y pronunció de repente un nombre.

– Arny.

Leduq se quedó perplejo.

– ¿Arny qué?

Osborne meneó su gran cabeza y habló sin mirarlo, como si en realidad estuviera pensando en voz alta.

– Thomas Keam ha hecho un buen trabajo. Demasiado. Por aquí todo está pacífico gracias a él. Reina una calma que no permite ninguna libertad de movimiento. Se necesitaría un agente indígena un poco más enérgico y un poco más…

Se interrumpió un instante. Leduq no sabría nunca qué «poco más» debería ser el agente indígena ideal. Luego Osborne se dirigió de nuevo a su interlocutor, como si solo en ese momento hubiera reparado en su presencia. Hablaba con rapidez, nerviosamente, como si las ideas que se agolpaban en su cabeza fueran más veloces y apremiantes que su capacidad de expresarlas.

– He conocido a un tal Arny, en Fort Defiance. William o Wilton, no recuerdo. Se hace llamar «mayor», pero en realidad se cree un misionero y está firmemente convencido de que Dios lo ha enviado a estos parajes para redimir todos los pecados del sudoeste. Está convencido de que los indígenas son los pecadores más obstinados y los más necesitados de la intervención divina. Una especie de profeta, en suma. De cualquier modo, todo esto no le impide ser sensible a las lisonjas del dinero. Muy sensible…

– Me parece haber entendido que usted ya sabe dónde recurrir.

La voz de Osborne provenía de un mundo de maquinaciones y avidez al que nadie podía acceder.

– Pues claro que sí. Siempre trato de actuar de tal forma que nada pueda sorprenderme. Trabajaré en esa dirección. Y en otra, mucho más inmediata. En este momento tengo a un hombre que se está ocupando de ello.

El tono del ingeniero sonó decididamente más aliviado. Su gallina de los huevos de oro no dejaría de incubar sus preciosos polluelos.

– Bien, creo que esto es todo. Me despido, señor Osborne. Si me necesita usted, ya sabe dónde encontrarme.

Sin volverse, el hombre, que estaba inmerso en sus pensamientos frente a la ventana, hizo un rápido gesto de saludo con la mano. Oyó los pasos de Leduq que se alejaban, el ruido de la puerta que se abría y se cerraba. Permaneció inmóvil hasta que vio a través del cristal que montaba su caballo. Se apartó de la ventana y fue al centro de la estancia. El suelo de madera resonó bajo las botas de tacón, pero él no lo oyó. Los proyectos y las ambiciones se agolpaban en su cabeza, cada uno alimentado por los demás.

Cuando llegara el ferrocarril, esas cuatro chozas que ahora llevaban el nombre pomposo de New Town se transformarían en una verdadera ciudad. Y cuando terminaran toda la línea, se convertiría en un centro de primera importancia. Osborne sabía muy bien cómo funcionaban las cosas. Ya había sucedido otras veces. En primer lugar llegarían los colonos, gente desesperada sin ninguna perspectiva ni pasada ni futura, en busca solo de un pedazo de tierra fértil para cultivar y sudar a la espera de una cosecha abundante. Para muchos de ellos, la única tierra que llegarían a poseer sería el metro cuadrado en que los sepultarían. Los supervivientes se marcharían, impulsados por una ilusión que solo el mar podía detener y apagar.

Estás rió eran tierras aptas para la agricultura, pero había abundantes pastos verdes. Acudirían criadores de ganado que se establecerían y comenzarían a utilizar el ferrocarril para su actividad. Y entonces New Town se convertiría en un óptimo negocio para el hombre que hubiera tenido la habilidad de ser su dueño.

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