Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Mi hijo no quiere una buena esposa cualquiera. Quiere a Thalena.

Stacy encontró ante sus ojos otros ojos ardientes que lo miraban fijamente, ocultos tras una maraña de arrugas.

– ¿Por qué?

– Mi hijo ama a Thalena.

Eldero se acomodó sobre los hombros la suntuosa manta de jefe que lo protegía, tejida por las mujeres de su tribu en los tradicionales colores rojo, azul, índigo, negro y blanco, adornada en el centro con un motivo en forma de rombo y triángulos en los cuatro lados.

Hablaba de ellos como si se tratara de otros.

– ¿Y Thalena ama a tu hijo?

– Sí.

Fue la única vez que Stacy vio en su semblante algo que podía asemejarse a una sonrisa.

– El amor está hecho de lluvia. Solo el viento sabe cuándo y dónde puede llegar. Pero si la Tierra ama a los hombres sin pedir nada a cambio, entonces tu hijo, sobre esta misma Tierra, puede amar a Thalena.

Stacy quedó impresionado por la simplicidad y la profundidad de aquella fe. Y supo que la conversación había concluido. Ese hombre que lograba convertir el sometimiento en paz había aceptado a Colin como marido para su hija.

Se pusieron de pie. Eldero era algo más bajo, pero Stacy se sentía más pequeño, lo veía alzarse sobre él y sobre todo lo que había a su alrededor, como los Peaks. Se volvió hacia el perro y el animal se levantó y se puso a su lado. Stacy pensó que había reaccionado como si su dueño le hubiera dado una orden en voz alta.

Sin embargo, no había emitido sonido alguno.

Eldero paseó la mirada por el campo, absorto. Por un instante Stacy tuvo la impresión de que intentaba comunicarse con él del mismo modo que con el perro. Luego le habló, y Stacy pensó que esa habría sido exactamente la voz de la Tierra, de haber podido hablar a los humanos.

– ¿Cómo te llamas?

– Stacy Lovecraft.

– Eres un hombre sincero, Stacy Lovecraft. Y también lo es tu hijo.

– ¿Cómo lo sabes?

Dos sílabas, secas, precisas, sin presunción. Como si no pudiera ser de otra manera.

– Lo sé.

Y Stacy no tuvo la menor duda de que así era.

Después, Colin y Thalena se casaron y, gracias a esa unión, nunca más tuvieron ningún problema con los indígenas. Los dos grupos vivían en buenas relaciones, sin invadir ninguno de ellos el espacio del otro. Algo más allá de los límites de las dos parcelas, Stacy tenía un manantial en su terreno, y permitió el acceso a Eldero para que bebieran allí sus animales. En esa zona, poseer agua era un privilegio para cualquiera, pero sobre todo para los indígenas, pues se trataba de un derecho que a menudo se les negaba. El gesto de Stacy causó una óptima impresión en los miembros de la pequeña comunidad de nativos.

Por su lado, la influencia de Eldero les evitó todo tipo de molestias. En una ocasión, tres jóvenes navajos exaltados entraron en la propiedad de los Lovecraft y robaron media docena de ovejas y dos caballos. Un par de días después se presentaron a devolverlos, al tiempo que pedían disculpas y trasmitían los saludos del jefe.

Ahora, Stacy estaba terminando su desayuno, cuando Linda salió del dormitorio. Aunque ya estaba vestida, todavía se restregaba los ojos. Como se había levantado durante la noche para ordeñar las vacas, Kathe le había permitido que durmiera un poco más que de costumbre. En esa casa, el alba sorprendía a la familia Lovecraft ya en pie.

– ¿Qué hora es?

– Hora de que desayunes, Bella Durmiente del Bosque.

– ¿Por qué no me has despertado antes?

– ¿Cómo? Dormías tan profundamente que no lo he logrado. Solo soy tu padre, no el Príncipe Azul.

Mientras se acercaba a los tablones que constituían la mesa, Stacy miró con afecto a su hija menor, que era una fiel copia de su esposa. La semejanza entre ellas se limitaba, sin embargo, a su aspecto físico. En cuanto a carácter, en cambio, se parecía mucho más a él que Colin. Su primogénito, el hijo varón, representaba para él el orgullo y la certeza de la continuidad. Linda, por su parte, significaba la extensión de la ternura que experimentaba por la madre.

Después del traslado desde la ciudad, había seguido con ansiedad las fases de su adaptación a esa nueva vida. Linda reaccionó de un modo que, aún ahora, sorprendía a Stacy. La hija amaba y estaba deslumbrada por todo lo que la rodeaba, y no pasaba día en que no lo hiciera partícipe de algún nuevo hallazgo.

Thalena hizo ademán de levantarse para ir a llevarle la comida. Linda debió de seguir el mismo hilo de pensamiento que la madre, ya que posó una mano en el brazo de su exótica cuñada, para indicarle que permaneciera sentada.

– Quédate donde estás, mamá. Puedo hacerlo sola. Si se entera de que me sirves tú no habrá quien aguante a Coly cuando vuelva.

La relación entre las dos muchachas fue estupenda desde el comienzo. Thalena estaba fascinada por el pelo rubio de Linda. A menudo, a la hora que precedía al crepúsculo, se sentaban fuera de la casa y la joven indígena le aplicaba un bálsamo que extraía de las hierbas del bosque. Luego se lo peinaba largo rato, con delicadeza, como si fuera un bien precioso al que dedicar los mayores cuidados.

Linda estaba sirviéndose los huevos cuando llegó de fuera el relincho de un caballo.

Stacy frunció la frente ante la expresión de sorpresa de las mujeres. Era bastante improbable que fuese Colin, cuyo regreso se preveía para el día siguiente.

Se levantó de la mesa y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo en el umbral para observar a los recién llegados.

Cuatro hombres a caballo salidos del bosque atravesaban el tramo despejado en dirección a la casa. No ocurría con frecuencia que la familia recibiera visitas, aunque de vez en cuando alguien que pasaba se dejaba tentar por el humo que salía de la chimenea y la promesa de una taza de café caliente.

Se quedó de pie, a la espera de que los visitantes se aproximaran. Thalena salió también, seguida por Linda, y se pusieron a su lado. Stacy sabía que Kathe había cogido el Winchester Yellow Boy que estaba colgado encima de la precaria repisa de piedra del hogar, y que desde dentro controlaba la situación.

Estaba tranquilo. Por la manera en que se acercaban, no parecían personas en busca de problemas. En todo caso, Kathe ya había demostrado un excelente dominio del arma y ningún escrúpulo en usarla en caso de necesidad.

Ahora que se hallaban cerca, Stacy podía verles la cara. Tres eran blancos, y el cuarto, un indígena, probablemente un hopi. De mediana edad, en la medida en que resultaba posible calculársela. Iba vestido a la manera de los blancos, con una chaqueta de terciopelo muy gastada; por debajo del sombrero adornado con una pluma sobresalían unos mechones de pelo canoso. Incluso desde esa distancia podían distinguirse en sus mejillas las cicatrices de la viruela.

Aunque en la funda de la montura cargaba un Sharps 45, llevaba en bandolera un arco y unas flechas. Stacy sabía que, a pesar del contacto con las armas de fuego, los indígenas seguían prefiriendo, en muchas ocasiones, las armas de sus ancestros. Sobre todo cuando el estrépito de un disparo podía alertar a las víctimas, humanas o animales.

El hombre que cabalgaba a su lado también iba armado. Por la montura asomaba la empuñadura de un arma que parecía un Henry, y en la funda sujeta al costado cargaba una Remington Army 44. Una buena pistola, muy eficaz. Y ese viajero mostraba la actitud del que sabe usarla. Pese al aire fresco, iba en mangas de camisa y con la cabeza descubierta. Sobre la espalda, atado con una correa de cuero, le colgaba un sombrero negro con adornos de plata.

Aunque actuaban con aparente indiferencia, Stacy juzgó enseguida que eran dos tipos peligrosos.

Los dos hombres blancos no estaban armados. De rostro más bien anónimo, no parecían particularmente resueltos. En comparación con los otros, daban también una impresión de mayor limpieza, menos descuidada. Tal vez no portaban armas porque se sentían suficientemente defendidos por la presencia de sus compañeros de viaje.

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