Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Durante años me he sentido un híbrido, una especie de fenómeno de feria, mitad blanco y mitad indígena, sobre el cual ni siquiera sus ojos logran llegar a un acuerdo. Siempre he pensado que pasaré por este mundo sin dejar rastro, porque nadie puede hacerlo realmente. Deseaba tenerlo todo, y pronto, y quemarlo lo más deprisa posible porque creía que no podría llevarme nada conmigo. No me daba cuenta de que de ese modo quemaba también todas las cosas que me ofrecían personas mejores que yo, sin pedirme nada a cambio.

April conocía bien a Jim Mackenzie y sabía cuánto le costaba pronunciar esas palabras, por eso se alegró de no tener que responder nada. Ignoraba qué voz saldría de su boca después de superar el nudo que se le hacía en la garganta.

– Ahora la presencia de Seymour lo ha cambiado todo.

Estaba segura de que tarde o temprano llegaría ese momento, y ahora experimentaba enfado, una gran ternura, ninguna envidia por él y ningún sentimiento de revancha hacia ella.

– Cuando lo vi frente a mí y comprendí quién era, supe con total claridad que él representa mi huella en la vida.

De nuevo, April no respondió.

– No sé nada de sentimientos. Nunca los he experimentado, por lo cual siempre he tratado de reemplazarlos con pasiones. Pilotar helicópteros, conducir coches veloces, ser libre a cualquier precio. Por ese motivo ahora no sé definir cómo me siento. Pero después de anoche, por primera vez en mi vida, cuando me encontré solo sentí que me faltaba alguien.

Jim calló. Por una rama pasó como un relámpago gris una ardilla. Sobre las cabezas de ambos volaban pájaros. Se arrastraban serpientes sin ruido entre las rocas. Quizá más abajo un ciervo había alzado la cabeza para olfatear el aire. April pensó que no existía ninguna manifestación de vida capaz de igualar la maravilla de un segundo de silencio después de aquellas palabras.

– No te pido que me perdones porque no veo una sola razón por la que deberías hacerlo. Pero sé lo que pienso hacer yo.

En ese momento se acercó Silent Joe, que se detuvo junto a Jim. Levantó el hocico, buscando su mirada y tal vez una caricia.

Jim sonrió y le pasó la mano por la cabeza. April vio que el perro lo quería y que Jim le devolvía ese afecto.

La caricia pasó rápida pero la sonrisa permaneció. Y esta vez era para ella.

– Me quedaré, y estaré aquí. Sé que es tarde, y no me hago ilusiones. Pero aquí estaré para cualquier cosa que tú y Seymour podáis necesitar. Y espero que algún día me des la oportunidad de conocerlo.

April levantó la cabeza. Luego tendió las manos y le quitó las gafas. Le dedicó una mirada larga, sin caer en la trampa de sus ojos.

La voz salió, pero el nudo se había disuelto. Su tono era firme y seguro como solo sabe serlo la verdad.

– Si es uno de tus trucos y haces daño también a nuestro hijo, te perseguiré por toda la tierra y te mataré.

April lo dejó atrás y fue en busca de la compañía de los demás. Jim permaneció un instante contemplando su figura que se alejaba, hasta que el eco de sus últimas palabras se apagó del todo.

Luego se agachó y dio una palmada en el costado a Silent Joe.

– Vamos, chaval. Te recuerdo que tenemos un trabajo que hacer.

Cuando alcanzaron a April, Charlie y Robert se hallaban de pie, listos para partir. Jim hizo que Silent Joe olfateara de nuevo la manta, y el perro pareció contento de que continuara el juego. Tras una rápida flexión con las patas delanteras, enseguida se puso en marcha, en pos de un rumbo que su olfato parecía hallar con seguridad.

Jim confió en que así fuera.

Mientras el perro los instaba a seguir subiendo hacia la cima de la montaña, se dio cuenta de que caminaba mirando hacia delante pero escuchando los pasos de April a sus espaldas. Le agradaba sentir que estaba, allí y entonces. Le agradaba pensar que estaba, simplemente.

«Si haces daño también a nuestro hijo te mataré.»

No albergaba la menor duda de que sería capaz de hacerlo. Le alegraba que Seymour tuviera al lado a una persona como April. Era una buena referencia para un niño, al igual que para cualquier hombre. Él no lo había entendido. Haberla provocado a decir esas palabras constituía otra de las culpas que pesaban en su conciencia.

Sin saberlo, Robert acudió en su ayuda. Aprovechando un trecho particularmente despejado, se puso a su lado y lo sacó de la emboscada de sus pensamientos.

Se quitó la gorra de caza y se pasó una mano por el pelo.

– ¿Adónde crees que nos lleva este perro?

– La verdad es que no lo sé, Robert.

– No he dejado de pensarlo desde que partimos, y todavía no he conseguido encontrar un solo motivo convincente para esta expedición.

Jim señaló con la mano hacía algún lugar que se alzaba por encima de ellos. Como si hubiera oído lo que decían, Silent Joe se detuvo y se sentó al lado de algo que a primera vista parecía la entrada de una cueva.

– Tal vez Silent Joe acaba de darte el motivo.

Salieron de pronto de la espesura de los árboles y se hallaron en un claro, sobre la ladera de la montaña. En el terreno rocoso, unos pocos arbustos disputaban a la tierra el derecho a la vida. En lo alto, a la derecha, había un gran pino caído, partido en sentido longitudinal. Bajo el árbol, podían verse unas piedras que habían rodado cuesta abajo, por una pendiente desprovista de vegetación. El tronco medio carbonizado les dio a entender lo que debía de haber ocurrido. El árbol, derribado por un rayo que le había arrancado las raíces de la tierra, había provocado un desmoronamiento.

Y debía de haber sucedido hacía poco.

Robert se rindió a la evidencia y a su estupor.

– Santo cielo, de veras nos ha traído. No habría apostado un céntimo por este perro.

– Y eso que conoces a los hombres. Por lo cual deberías tener más confianza en los animales.

Se acercaron con cierta emoción a esa rendija oscura abierta en el terreno. Robert abrió la cremallera de su cazadora. Jim observó que debajo, sujeta al cinturón, llevaba la funda con la pistola. El significado de ese gesto maquinal no se le pasó por alto. Por instinto se volvió para comprobar que April se hallara segura, cerca de él. Vio que Charlie se había detenido un poco más abajo que ellos. Inmóvil, miraba fijamente la entrada de la cueva como un condenado a muerte mira los fusiles apuntados hacia él.

– ¿Estás bien, Charlie?

El viejo respondió con un gesto afirmativo casi imperceptible.

Luego avanzó. Mientras se les adelantaba hacia la abertura de la gruta, dijo unas palabras con voz neutra.

– Primero entraré yo. Vosotros esperad aquí.

Ninguno de ellos puso objeciones. El tono y la expresión de Charlie no las admitían. Sin un motivo preciso, todos comprendieron que solo podía ser así.

Charlie pasó delante del perro y le hizo una caricia rápida en la cabeza. Unos pocos pasos más y desapareció en la oscuridad de la gruta.

Los demás permanecieron fuera, en pesada y silenciosa espera.

Al cabo de unos minutos que les parecieron años, Charlie reapareció en la entrada.

– Venid.

Se acercaron y lo siguieron hacia el interior. Silent Joe los miró pasar uno por uno y se quedó sentado donde estaba, sin ningún deseo de acompañarlos.

Se encontraron en una suerte de corredor que hacía las veces de antesala de una cueva no demasiado grande pero que mostraba señales de presencia humana. En las paredes había unas figuras dibujadas, que indudablemente formaban parte de la simbología y la mitología de los nativos. A la derecha se veía una especie de camastro de pieles consumidas por el tiempo, y al lado, en el suelo, yacían los restos de un arco y una aljaba con flechas.

Charlie les pidió que se detuvieran, al tiempo que tapaba con su cuerpo parte de la vista del lugar.

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