Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Y en la precaria protección de esas cuatro paredes de metal se quedó a merced de sus pensamientos.

El encuentro con Jim, el día anterior, había sido un error. Por mucho que hubiera intentado inventarse una coartada y convencerse de que su visita se debía a razones periodísticas, sabía que no era cierto. En realidad solo deseaba volver a verlo, solo para quitarse las ganas, sin pensar en el precio que debería pagar. Ahora no era todavía el momento, pero estaba segura de que tarde o temprano llegaría, como todas las cosas ineluctables que acompañan a los errores. Tarde o temprano haría las cuentas, aunque todavía no. Ahora aún la embargaba el temblor de ese beso, después de un tiempo de espera tan largo que parecía excluido para siempre de la sucesión de las horas, los días y los años. Había redescubierto su cuerpo, la sensación de que la vida podía ser una hipótesis plausible.

Alguien le había dicho que en el curso una vida se ama una sola vez. Si era verdad, su única vez tenía la cara y el cuerpo de Jim Mackenzie. Sin ningún motivo convincente, sin una sola razón que avalara ese sentimiento tan inquietante, sin ninguna posibilidad de redención. Sin siquiera la voluntad de buscarla. No se hacía ilusiones ni acerca de él ni acerca de la relación entre ambos. Sabía que él se marcharía de nuevo y ella volvería a quedarse sola. Cuando todavía era la chica de Jim, cada vez que lo veía le sorprendía que un hombre tan guapo pudiera ser suyo, pero cometió el error de creer que lo sería para siempre. Sin embargo, esta vez era distinto. Se tenía a sí misma, tenía a Seymour, tenía su trabajo. Tenía su vida construida día tras día con el esfuerzo de las pequeñas cosas que, como tales, son en realidad grandes empresas. Tenía la fuerza para vivir cada beso que recibía como si fuera el último, con la sensación de que era el primero.

No estaba convencida de que en el fondo fuera un buen tipo, como piensan todos los que se enamoran de la persona equivocada.

No le permitiría interferir en la realidad. No le regalaría su vida, como antes. Solo le concedería destruir sueños que ya no le importaba construir. El perfecto equilibrio entre el instinto y la razón. Nada distinguía el amor entre los seres humanos del celo de los animales, salvo su conciencia, la posibilidad de sentir y comprender.

Y la capacidad de reaccionar.

Con Jim, el sufrimiento era una certeza, tanto como las emociones. Por eso no le causaba ningún miedo ese hombre que en su vida había complacido tanto a las mujeres que ya no se atrevía a creer que podría complacer solo a una.

La sorprendió el ruido de ruedas sobre la grava, y volvió a ser una periodista que esperaba en el terreno de una casa donde se habían cometido dos homicidios. La presencia de Jim, que abría la puerta de su Ram y bajaba seguido de Charlie y el perro, se superpuso a sus pensamientos. Casi al mismo tiempo apareció por el camino el coche del detective Robert Beaudysin, para cerrar el círculo. Volvieron a encontrarse todos en la explanada, con los pies sobre la grava, para recomponer intacta la atmósfera de la noche anterior.

Habían observado en silencio la indolencia vagabunda de Silent Joe, que no parecía del todo convencido de volver a su antigua vivienda. Robert, con expresión de duda, lo miraba merodear entre las matas en sus rituales caninos al aire libre. Quizá juzgaba improbable la obstinación de atribuir a Silent Joe facultades propias de su especie pero que en él parecían inexistentes.

«Nuestra única esperanza depende por completo del olfato de un perro.»

Así pensaba April, pero estaba segura de que en aquel momento todos temían lo mismo.

Cuando consideraron que ya había olfateado, regado y retozado en la hierba lo suficiente, Jim sacó la manta de la cabina de la camioneta. Se acuclilló y habló con Silent Joe. April se sintió asombrada y fascinada por el tono de su voz, un tono que nunca le había oído al dirigirse a un ser humano.

– Busca, Silent Joe. Encuentra el lugar donde estaba esto. Compórtate como un perro valiente y busca.

Silent Joe comprendió.

Olfateó la manta unos instantes y enseguida se puso a olfatear el terreno. Después levantó la cabeza y se dirigió sin prisa hacia la parte posterior de la casa. Durante unos momentos lo siguieron conteniendo el aliento, pero cuando lo vieron encaminarse por el sendero que pasaba al lado del laboratorio y subir a la montaña, la apnea se convirtió en un suspiro de alivio. El perro se volvió a mirarlos para comprobar que lo seguían. Daba la impresión de que presentía, de algún modo, que aquel podía ser para él un gran día. Era el protagonista, y sabía serlo. Hasta su andar era distinto, más fluido, menos torpe.

Penetraron en la zona boscosa caminando en fila india. Jim iba delante, con una mochila liviana al hombro. En la suposición de que Caleb hubiera completado el trayecto en un solo día, no consideraron oportuno cargar con lo necesario para pasar una noche allí. Solo llevaban la cantidad suficiente de comida y agua.

April se volvió. Charlie iba detrás de ella, siguiendo el rastro de modo ancestral, sin mostrar ni cansancio ni los pensamientos que lo ocupaban. Acaso temía no encontrar lo que buscaba, o acaso sentía terror de encontrarlo. Robert cerraba la marcha, incrédulo en cuanto a lo que estaban haciendo pero abierto a cualquier eventualidad capaz de disipar su escepticismo.

La única referencia era Silent Joe. Iba unos pasos delante del grupo, adecuándose a la marcha de ellos, oliendo y tanteando el camino que unos días atrás había recorrido en el sentido opuesto con su desdichado dueño.

April trataba de no pensar en la euforia que Caleb debió de sentir mientras transportaba sobre los hombros su ilusión de riqueza. Sin saber que iba contando, en lugar de los pasos del camino de regreso, los que lo separaban de un final horrible.

Se concentró en Jim, que la precedía, escogiendo el trayecto más accesible entre los arbustos. Avanzaba con los ojos fijos en la figura atlética y el pelo negro y brillante que caía sobre sus hombros, igual al de su hijo.

«De nuestro hijo.»

De repente se descubrió imaginando qué agradable sería si, en vez de un viejo indígena y un policía, los acompañara Seymour, y los tres fueran una familia estadounidense normal que va de excursión por las montañas con un perro raro, y su mayor preocupación consistiera en responder las incesantes preguntas de un niño sobre los animales y sobre todo lo que lo rodeaba.

Continuó caminando durante más o menos tres cuartos de hora con ese sueño en su interior que, aunque por momentos le parecía posible, sabía al mismo tiempo que no lo sería nunca.

Poco después Jim decidió hacer un alto. Charlie se adentró, solo, en la densa vegetación, al tiempo que Robert se sentaba aparte en un peñasco musgoso a la sombra de un pino y liaba un cigarrillo. Todos ellos estaban acostumbrados a ese tipo de excursiones, por lo que ninguno se sentía particularmente cansado.

Jim extrajo de la mochila una tableta energética y una cantimplora y las tendió a April.

– Toma. Come esto y bebe un poco de agua aunque no tengas sed. Te hará bien.

April abrió la envoltura de la tableta y mordió un trozo. Tenía buen sabor, así que no le costó terminarla. Un largo sorbo de agua lavó el regusto dulzón y la revitalizó para reanudar el camino.

Jim bajó la voz y se colocó de espaldas a Robert, para disponer de un mínimo de intimidad.

– April, en cuanto a lo de ayer, yo…

– No hace falta que digas nada.

Hizo ademán de esquivarlo y regresar junto a los demás. Jim la detuvo poniéndole una mano en el brazo.

– No. Al contrario, hay mucho que decir. He pensado en ello toda la noche.

April giró los hombros y dio unos pasos en la dirección opuesta. Jim la alcanzó y continuó caminando a su lado. Hablaba con la misma voz con que se había dirigido a Silent Joe dos horas atrás. Esa voz que ella no le había oído emplear nunca con ningún ser humano. Esa que sorprendía y fascinaba.

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