Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Jim observó que April no lo había mirado a la cara mientras hablaba. Tal vez se sentía culpable por haberlo seguido. Pero lo había dejado a salvo de toda sospecha de filtración de información y no había mencionado el encuentro de ambos por la tarde.

Él le reconoció y agradeció el gesto.

En cambio, las ansias periodísticas de April no estaban en absoluto satisfechas.

– Yo ya lo he dicho todo. Ahora os toca a vosotros.

Su actitud resuelta quedaba subrayada por los reflejos de sus ojos, semejantes a los del recipiente posado en medio de la mesa. Jim sintió que algo se movía en su interior, habría deseado coger su cara entre las manos y besarla. Pero no era el momento, y tal vez tampoco era él el hombre adecuado. Por su parte, Robert comprendió que no podría salir del paso con una historia cualquiera.

Resignado, se puso de pie.

– April, nos encontramos ante algo que difícilmente pueda explicarse de manera racional. Quiero tu promesa formal de que nada de lo que se diga en esta habitación se publicará.

April lo miró unos segundos en silencio. El detective la apremió.

– ¿Cuento con esa promesa, April?

– Sí, puedes contar con ella. Pero cuando llegue el momento quiero la primicia.

Esta vez fue Robert quien tuvo que sopesar las ventajas y desventajas, y soportar la presión de April. Con las mismas palabras, cargadas de un matiz de ironía ella insistió:

– ¿Cuento con tu promesa, Robert?

El policía cedió.

– De acuerdo, joder. Tendrás tu maldita primicia.

– Muy bien. Entonces contadme qué pasa.

Las miradas se concentraron en April. Nadie vio una pequeña sonrisa complacida que pasó como un relámpago por los labios de Charlie. La Mujer Cambiante había logrado una victoria.

Robert volvió a sentarse en la silla. Jim le cedió sin ningún pesar la palabra.

– Creo que te corresponde a ti, Bob.

El detective se permitió un instante de concentración antes de hablar. Resultaba difícil dar con palabras convincentes para los demás, cuando no conseguía encontrarlas ni siquiera para sí mismo.

Sin embargo, la esencia de lo sucedido, se mirara por donde se mirara, permanecía inalterada.

– Los hechos son los siguientes: han muerto tres personas, las tres del mismo modo. Caleb Kelso, una prostituta de Scottsdale que él frecuentaba, llamada Charyl Stewart, y Jed Cross, primo de Caleb…

April reaccionó enseguida.

– Me habían dicho que Jed murió durante un intento de fuga…

Robert se encogió de hombros, como para restarle importancia. La interrupción lo obligaba a considerar la palabra « touch é» .

– Nos pareció la mejor solución, antes que divulgar una verdad difícil de manejar. Si tienes una pizca de paciencia, comprenderás el motivo.

April volvió a quedarse en silencio y Robert se enfrentó solo a la aspereza de su relato.

– Salvo Stewart, que murió al aire libre, en el terreno posterior de The Oak, en los otros dos casos las cosas son un poco más complicadas.

– ¿Es decir…?

– Son dos casos de manual. Caleb murió en su laboratorio, cerrado por dentro, sin huellas de que se forzara la entrada. Jed Cross murió en el patio de la cárcel, durante el recreo al aire libre, mientras lo vigilaba un agente.

– ¿Y qué dice ese hombre?

El policía meneó la cabeza al tiempo que cerraba esa vía.

– Nada. Se cayó del muro y se rompió una pierna. Las últimas noticias que tengo no son muy alentadoras. Se quedó tan impresionado por lo que vio, que los médicos no están seguros de que pueda recobrarse del todo.

Jim sentía cómo aleteaba en el aire la sensación amenazadora de las cosas desconocidas. Esas que son tan difíciles de soportar cuando son pesadillas nocturnas pero que se transforman en monstruos feroces cuando siguen siendo realidad al sol de la mañana.

– ¿Cómo murieron?

Robert hizo una pausa, como si pese a todo le costara tomar conciencia de los hechos.

– Los tres cuerpos tenían los huesos del cuerpo y del cráneo completamente fracturados, como si hubieran sufrido una presión enorme… como una prensa, o no sé qué diablos. Y además está la cuestión de las huellas.

– ¿Qué huellas?

El detective eludió por el momento la pregunta y continuó:

– Por desgracia, cuando murió Stewart la tormenta borró cualquier rastro. Fui a The Oak para comprobar en el laboratorio un detalle que por su peculiaridad tal vez podía habernos pasado por alto cuando se efectuaron los reconocimientos relativos al homicidio de Caleb.

– ¿Qué detalle?

Aunque había decidido ponerlo todo sobre la mesa, Robert aún parecía reacio a hablar. Como si, a pesar de lo absurdo de la situación, algo de lo que dijera pudiera hacerles creer que estaba loco.

Habló con el enfado de la desesperación.

– Oh, está bien, por todos los santos. Después de todo, no lo he visto yo solo.

Se apoyó en el respaldo de la silla, y fijó la mirada en el recipiente como si fuera capaz de descifrar los signos grabados en el borde.

– En el patio de la prisión había huellas de pies descalzos en la tierra. Pero no eran huellas normales. Quiero decir que no estaban impresas en el terreno, como es costumbre…

Se ayudó con gestos de las manos, para hacer comprender mejor el concepto.

– Estaban en relieve hacia arriba. Como si alguien se hubiera acercado caminando al revés. Es decir, apoyando los pies en la parte inferior del suelo.

Intervino Jim, para lanzar un cable al amigo y sacarlo de las arenas movedizas en las que se había metido él solo.

– Creo que también hay que tener en cuenta el comportamiento del perro.

April mostró de pronto una expresión desconfiada. Le daban demasiados datos, y todos al mismo tiempo. Jim pensó que cualquier persona, en una situación semejante, habría reaccionado de la misma manera.

– ¿El perro? ¿Qué tiene que ver el perro?

Jim interpretó como un mérito personal el alivio reflejado en el semblante de Robert Beaudysin y continuó el relato en su lugar.

– Cuando llegué a casa de Caleb y descubrí el cuerpo, Silent Joe estaba aterrorizado. No asustado ni atemorizado. Era presa del más puro y auténtico terror. En el momento en que asesinaron a Jed Cross, yo me encontraba en el aparcamiento que hay frente a la central de policía. El perro empezó a aullar y después salió corriendo para subir a la camioneta. De nuevo actuaba con el mismo terror, y desde que se refugió allí no quiso volver a bajar al suelo. Lo mismo ocurrió cuando acompañé a Charyl Stewart en su desafortunado peregrinaje a The Oak.

Miró a April a los ojos, tratando de no ir más allá ni con la mirada ni con el pensamiento.

– Esa pobre chica quería ver el lugar donde vivía Caleb. Se alejó sola y mientras estaba en el terreno de atrás el perro se puso a aullar. Casi en el mismo instante ella empezó a gritar. Y puedo asegurarte que eran gritos que no querría volver a oír. Ni siquiera tuve tiempo de entender qué había pasado. Treinta segundos después había muerto.

April se levantó de la silla como impulsada por un resorte.

– Esperad un momento. ¿De verdad creéis que voy a tragarme este cuento? No sé qué habéis tomado, pero os aconsejo que reduzcáis la dosis. ¿Estáis diciéndome que anda suelto por allí un asesino que llega, destroza a sus víctimas y desaparece en la nada? ¿Y que, como si no bastara con eso, se hace anunciar con los aullidos de un perro?

– Sí.

Con perfecta sincronía, los tres se volvieron hacia Charlie. El monosílabo pronunciado por el viejo en el calor de la conversación hizo que el tiempo se detuviera. Había permanecido en silencio durante toda aquella vacilante exposición de los hechos. Charles Owl Begay era alguien sobre quien los ojos resbalaban para pasar a otras cosas, no porque fuera un sujeto insignificante, sino porque nunca hacía nada para atraer las miradas. Ahora era el centro de esa clase de atención que suele dirigirse a los oráculos.

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