Y ese hombre quería ser él, Clayton Osborne.
Sin embargo, ahora, entre él y su proyecto se interponían ciertas personas, los dueños de las tierras en las cuales debería desarrollarse aquello que, en su mente, él llamaba «Osborne City».
Ese Lovecraft, por ejemplo, y ese maldito Eldero con sus indígenas.
Terminó su bebida de un sorbo y dejó el vaso en la desvencijada mesa situada bajo la ventana. Como una reacción simultánea a su gesto, se abrió la puerta y entró Bess, la dueña de la casa. Una mujer ya no tan joven, de pelo teñido y cuerpo con tendencia a desbordar, pero con una vitalidad en la mirada que la hacía muy atractiva.
– ¿Estás solo?
Osborne no respondió. Señaló con un gesto la estancia vacía para subrayar lo evidente.
La actitud de la señora Big Jake cambió de repente. Se volvió persuasiva, sugerente, al tiempo que empleaba un tono de voz que lo prometía todo.
– Entonces puedo quedarme unos minutos…
Atravesó la habitación con actitud desenvuelta y unos movimientos sensuales que a pesar de su físico no resultaban ridículos. Sin dejar de mirar a Osborne a los ojos, llegó a la mesa y se sentó encima. Se levantó la falda y estiró las piernas. De la sobria tela emergió el pubis peludo y la franja de piel blanca de sus piernas rechonchas que dejaban libre las medias.
Osborne sintió en la garganta un nudo que no habría podido bajar con ayuda de ninguna bebida.
– ¿Y tu marido?
– Mi marido sabe que cuando tú andas por aquí debe quedarse en su sitio.
Abrió del todo las piernas y con las manos le pidió que se acercara.
– Ven y móntame.
Clayton Osborne sintió en los pantalones el estremecimiento de una erección. Esa mujer tenía el don de excitarlo como ninguna. Tenía fuego entre los muslos, pero sabía utilizar las palabras tan bien como la mano y la boca, o mejor aún.
Se desabrochó el cinturón, se aflojó los pantalones y avanzó unos pasos apresurados. Apenas tuvo tiempo de bajárselos, que ya alcanzaba su meta entre las piernas de la mujer. Bess cogió su miembro con la mano y lo guió hasta su interior. La notó mojada de deseo, lo que aumentó aún más su excitación. Mientras empezaba a moverse, ella se aferró a su cuello.
– Ay, sí, Clay, házmela sentir.
Fue un momento breve, rápido, esencial, sin respeto. Como debía ser.
Luego Osborne lanzó un grito semejante al de una bestia herida y derramó en ella todo lo que tenía dentro mientras la mano de Bess descendía, sabiamente, a masajearle en los testículos. Se apartó de pronto, con la sensación de que las piernas no le respondían.
– Por todos los santos, Bess, yo…
La mujer le apoyó un dedo sobre los labios.
– Chis… No digas nada.
Sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se lo pasó con un gesto descarado entre las piernas, para enjugarse. Sus ojos no se habían apartado de los suyos ni por un solo instante. Osborne, estremecido, se sintió de repente recuperado y listo para una segunda vuelta.
Con una sonrisa, Bess se dio cuenta y frenó sus ardores.
– Ahora no, Clay. Debo irme.
Bajó de la mesa y se arregló. En su cara no quedaba rastro de lo que acababa de ocurrir. Fue hasta la puerta y la abrió con despreocupación, pero antes de marcharse le dirigió una sonrisa picara.
– Vuelve pronto a verme.
Mientras la puerta se cerraba, Clayton Osborne se dio cuenta de que, desde el comienzo de la relación, no se habían besado ni una sola vez.
Se acomodó la ropa un poco y salió por la puerta de atrás, sin preocuparse por ir a saludar a Big Jake. Un poco por vergüenza y un poco por jactancia. Con el dinero que le dejaba cada dos meses por sus provisiones, ese hombre podía aceptar tanto los cuernos como aquella pequeña descortesía.
Fuera lo esperaba Doug Collier, su ayudante. Cuando lo vio salir liberó los caballos del poste al que estaban atados. Montó el suyo y llevó por las riendas el del jefe hasta la entrada. Era alto y delgado y llevaba un sombrero de ala dura. Vestía pantalones de trabajo con los protectores de piel que usaban los vaqueros.
– ¿Vamos a casa?
– No, tenemos otro compromiso, en Pine Point.
Quedaba a pocos kilómetros. Era una pequeña colina que se caracterizaba por la presencia solitaria de un gran pino en la cumbre, un punto de referencia exacto para los hombres de la zona y a menudo un lugar de encuentro.
Osborne subió al caballo con cierta dificultad. Se dijo que ya no tenía edad para montar una mujer y poco después un caballo. Con una ligera languidez residual en el estómago al pensar en Bess, espoleó al animal y, seguido por el otro, salió al trote corto, dejando atrás el Big Jake's Trade Center y a su fogosa dueña. Avanzaron en silencio, el uno junto al otro. Collier había aprendido a conocer las expresiones de su patrón y sabía que en determinadas situaciones no convenía hablarle. En el mejor de los casos, no contestaría.
En su momento no había dado mucho crédito a lo que se comentaba acerca de Osborne. Contaban que había acumulado una verdadera fortuna durante la guerra de Secesión comerciando con idéntica pasión patriótica tanto con los sureños como. con los norteños, vendiendo a las dos facciones en lucha todo lo que era posible vender, información incluida. Al final de la guerra, con independencia de quién venciera, él habría ganado. Se decía que era un hombre codicioso y carente de escrúpulos. Pero, por otra parte, ¿quién no lo era, en esos parajes? Collier era un individuo capaz, según le conviniera, de creer en todo o no creer en nada. Desde que trabajaba para Osborne siempre se sentía bien. Cobraba con puntualidad su generoso salario, además de la comida y el alojamiento, como habían acordado. Por lo demás, su manera de pensar podía resumirse a que todo lo que sucediera a un palmo de su culo no le concernía.
Tal vez por eso todavía continuaba vivo.
Y planeaba seguir así el mayor tiempo posible.
Cuando llegaron a Pine Point, las personas con las que debían encontrarse ya los esperaban.
Collier sentía curiosidad, pero no lo dejó entrever. Mientras se aproximaban al árbol que dominaba la pequeña altura donde los aguardaban dos hombres a caballo, reconoció al indígena. Había oído hablar de él y sabía que en Cañón Bonito había matado él solo a tres hombres que lo habían molestado. Sabía que lo llamaban «One Feather», porque solía llevar un sombrero adornado con una pluma de águila, y que era hopi. Lo había visto un par de veces por aquella zona, y su cara inexpresiva le había provocado escalofríos. Por lo demás, no sabía mucho y no creía querer saber más. El otro hombre no le resultaba conocido, pero por la compañía que había elegido y por la manera como llevaba el arma en la funda sujeta al costado no debía de ser precisamente un santo.
Era joven, tenía barba y su expresión era la de alguien que cuenta ya más de una muesca en las cachas de la pistola. Cuando detuvieron los caballos frente a ellos, fue él quien se dirigió a Osborne.
– Buenos días, Clay. El jefe mostró cierta impaciencia.
– Wells, debo recordarte que para ti soy siempre y solamente el «señor Osborne». Si sabes mantenerte en tu lugar, iremos bien. Yo pido y pago, y tú haces. En lugar de expresarte con una confianza que no te está permitida, dime si has hecho todo lo que te he pedido.
El hombre montado a caballo, el llamado Wells, no respondió a la reprimenda. En todo caso, no pareció muy impresionado.
– No, señor Osborne.
Imitó la voz del otro al pronunciar la última parte de la contestación, para exclusivo beneficio de su interlocutor. Ahora exhibía una sonrisa que lo enfadó.
– ¿Y por qué?
Wells se encogió de hombros.
– No ha sido posible. Al parecer, los Lovecraft son una familia tranquila pero muy decidida. Los hombres que usted mandó, los que me acompañaron, se lo pueden confirmar.
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