Se preguntó si a ella le pasaría lo mismo. Sabía quién era ahora y sabía dónde estaba. Y conocía sus pensamientos. Esos pocos kilómetros que los separaban no los volvían más cercanos. Ya en una ocasión nada había sido posible. Lo que se había sumado en el transcurso del tiempo solo habría podido transformar la indiferencia en piedad.
Y él no quería…
El bastón se hundió en un pequeño hueco del terreno, y Alan sintió que su equilibrio se tornaba precario. Dos brazos robustos que lo sostenían para evitar que cayera lo apartaron de sus pensamientos.
– ¿Está usted cansado? ¿Quiere que volvamos a casa, señor Wells?
Alan Wells se apoyó en el bastón y negó con la cabeza. Wendell, el fisioterapeuta encargado de su rehabilitación y ejercitación con las prótesis, había decidido dejar el gimnasio y aventurarse a una caminata por un terreno poco accidentado. Se trasladaron fuera, a la hierba que se extendía delante de la casa, a la sombra de los olmos.
Las cosas no marchaban bien, y Alan comenzaba a perder la confianza.
– Creo que no lo lograré nunca.
– Sí que lo logrará, ya lo verá.
«No lo lograré. Por el simple motivo de que no consigo encontrar una sola jodida razón para hacerlo.»
Wendell le sonrió, seguro de que las palabras de su paciente eran producto de un momento de pesimismo. Ya lo había oído en otras ocasiones, de otras personas que estaban en la misma situación.
– Señor Wells, ¿conoce usted a un piloto italiano que se llama Alessandro Zanardi?
A Alan no le interesaba mucho el automovilismo, pero sabía que había ganado un par de campeonatos de monoplaza en Estados Unidos.
– Sí, lo he oído nombrar.
– Pues bien, ese chico padeció un problema como el suyo. Perdió las dos piernas en un accidente en una carrera, en Alemania.
Hizo una pausa efectista y Alan se vio obligado a admitir que Wendell era muy capaz para motivar a las personas.
– En estos momentos ha vuelto a correr. Con ayuda de prótesis como las suyas está corriendo un Campeonato de Turismos mundial.
– ¿Y gana?. Wendell hizo un gesto con los hombros.
– Eso no tiene importancia. Cualquiera que sea el puesto en el que llegue, de todos modos habrá ganado.
Alan no dijo nada. Wendell era un muchacho sano y por naturaleza lleno de entusiasmo, y lograba transmitirlo en su trabajo. Reconocía en él la sinceridad y un laudable compromiso humano y profesional con esa, su pequeña empresa. Aun así, no podía evitar pensar que cada vez, al final de la sesión, regresaba a su vida de siempre caminando con dos piernas, y Alan Wells pasaba a ser un nombre en una agenda y en un informe clínico.
El fisioterapeuta cogió las muletas, que había apoyado contra un árbol, y se las tendió.
– Por hoy, creo que es suficiente. Tenga fe en mi experiencia. Sucederá de repente. Una mañana se despertará y se dará cuenta de que es capaz de caminar sin problemas.
Alan se acomodó las muletas bajo las axilas y juntos se dirigieron hacia la casa. Dejaron aquello que familiarmente llamaban «jardín» pero que en realidad era un gran parque. Se extendía alrededor de un terreno que hacia el oeste limitaba con el hoyo número tres del campo de golf.
Wendell hizo deslizar sobre los quicios la gran cristalera que llevaba al salón.
– ¿Quiere que lo ayude a darse un baño?
– No, no estoy sudado. Me echará una mano esta tarde el chófer de mi padre.
Jonas era una de las tantas personas que se hallaban al servicio de los Wells, una especie de factótum que, entre sus múltiples méritos, poseía también el de haber sido durante un tiempo enfermero del Flagstaff Medical Center.
– Bien. Entonces, si ya no me necesita usted, me marcho.
Alan permaneció de pie mirando la Harley de Wendell que salía de la parte posterior de la casa y desaparecía por el sendero de acceso. Nunca le habían gustado las motocicletas, pero en aquel momento pensaba cuánto le habría complacido poder conducir una.
Shirley apareció a su lado.
– ¿Necesita usted algo, señor Wells?
Alan no tuvo más remedio que sonreír, desarmado, como siempre, por la puntual presencia del ama de llaves.
– Shirley, tienes que explicarme dónde está la cámara.
– ¿Qué cámara?
– La que me enfoca todo el tiempo y te avisa cuando me quedo solo. No es posible que tengas semejante sentido de la oportunidad sin recurrir a alguna ayuda externa. ¿O debo pensar que se debe a alguna percepción extrasensorial?
Dio unos pasos por la habitación. Las muletas dejaban en el suelo huellas que enseguida absorbía la moqueta. Fue hacia la otra parte de la estancia, seguido por la mujer.
– Puedes retirarte tranquila. Iré al estudio a leer mi correspondencia. ¿También me vigilarás en internet?
Shirley dio un paso atrás, y Alan percibió que se había excedido un poco con la broma y que ella lo había entendido mal. Se volvió a mirarla con una sonrisa.
– Sé que haces por mí todo lo que puedes. Y quizá algo más. Te lo agradezco mucho, Shirley. No necesito nada, en serio.
– Muy bien, señor Wells.
El ama de llaves se retiró sin añadir nada más. Alan continuó avanzando hacia la parte de la casa donde se hallaba el estudio. Tenía que adaptarse a una manera de desplazarse muy diferente de la de antaño. Además, usar las muletas no sólo lo convertía en un hombre sin piernas, sino también en un hombre sin manos. Pensó que debería inventar algo que le permitiera transportar pequeños objetos sin verse obligado cada vez a pedir ayuda a alguien. Al fin llegó al estudio de su padre, que armonizaba a la perfección con el resto de la casa. Una impecable combinación de muebles antiguos y diseño actual.
Alcanzó el escritorio, con la superficie de cristal, el verdadero protagonista de la estancia, y tras unas molestas maniobras con las muletas y el sillón logró acomodarse frente al monitor del ordenador. Mientras lo ponía en marcha recordó que su padre había olvidado apagarlo y que en uno de los puertos USB había una de esas unidades portátiles para guardar datos.
El contenido apareció en la pantalla apenas se iluminó.
El Alan Wells de unos años atrás habría cerrado el archivo sin dedicarle una mirada. Ahora las cosas eran diferentes. Con toda probabilidad aquella sería su vida futura: él era en todos los sentidos el heredero de Cohen Wells, aunque no fuera eso lo que un día había elegido para sí.
La pantalla estaba llena de carpetas con diversos nombres. Alan las abrió una por una y les echó una rápida ojeada. Eran informes de cuentas corrientes de bancos de las islas Caimán, Barbados, Irlanda y Montecarlo, las cuales ascendían a cientos de millones de dólares. Había copias escaneadas de documentos de bienes muebles e inmuebles y participaciones más o menos considerables en una cantidad indeterminada de empresas y sociedades. Probablemente los originales se hallaban a buen recaudo en una caja de seguridad en alguna parte.
Alan se sintió incómodo.
Se dio cuenta de que se trataba de la lista completa de las actividades de su padre. Y que no todo lo que figuraba allí podría mostrarse al fisco. Estaba a punto de cerrar el archivo cuando observó una carpeta con el nombre «Cielo Alto Mountain Ranch».
Pinchó el icono y la carpeta reveló su contenido. Se trataba de una serie de archivos referentes a la actividad del Ranch. Uno era un mapa de la zona en que se levantaba el complejo, con toda el área de la propiedad destacada en violeta. Dentro, algo apartada del centro, había un zona más pequeña, con la forma aproximada de un rombo, realzada en amarillo. Sobre ella había una leyenda en negro: «Flat Fields – Eldero 1868».
Qué extraño. Por lo que veía y por lo que decía su padre, esa zona debía de ser totalmente de su propiedad, incluida la parcela de Flat Fields. El mapa era reciente, de modo que no conseguía explicarse los dos colores, y mucho menos la inscripción con esa fecha de hacía cien años y un nombre que pertenecía mucho más a la leyenda que a la historia.
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